Mark Rothko en Dvinsk
"Lo que le interesa al manco ilustre [Cervantes] no es recrear con precisión un escenario concreto o auténtico [el Septentrión del Persiles], sino... 'la creación de un ambiente geográfico impresionista e insólito para un español del Siglo de Oro'"
H. Brioso y J. Reguera: Cervantes y América (Marcial Pons, 2006)
Montaje: el niño Marcus Rotkovitch (Mark Rothko) frente a la estación de Dvinsk (foto del autor).
Además del encuentro espiritual con Isaiah Berlin en Riga, del que escribí en la entrada anterior de este blog, en mi viaje por los Países Bálticos del pasado verano —el Septentrión del Persiles, menos insólito ahora tras ser redescubierto por el Papa Francisco— tuve también un reencuentro sorprendente con la obra y el lugar en que nació y vivió sus primeros años otro personaje fascinante de la cultura del siglo XX, Mark Rothko, quien, de vivir actualmente, se habría considerado natural de Letonia, y más concretamente de la ciudad de Daugavpils, aunque al nacer ambos fueran rusos. La ciudad de Rothko (nacido en 1903 con el nombre de Marcus Rotkovitch), se denominaba Dvinsk, gran centro de comunicaciones en la reserva judía creada por Catalina II un siglo antes de su nacimiento bajo el eufemismo de "Zona de Residencia". No deseo extenderme aquí en recuperar la biografía del fundador del expresionismo abstracto porque existe la de Annie Cohen-Solal, cuyo primer capítulo, referido precisamente a la etapa de Rothko en Dvinsk, se encuentra disponible en internet.
Me familiaricé con la obra de Rothko con motivo de una exposición conmemorativa de los 25 años del expresionismo abstracto en la Galería Corcoran de Washington hace casi cuarenta años, mientras estudiaba el cambio tecnológico que se avecinaba (entonces no se viajaba tanto y visitar grandes exposiciones resultaba imposible en Madrid). Su obra se distinguía claramente de las de Willem de Kooning, Robert Rauschenberg, Jackson Pollock, Franz Kline, Barnett Newman, Jasper Johns y los demás. Me impresionó sobre todo la profunda diferencia entre la Bandera, de Johns —un collage al óleo sobre periódicos de época envejecidos y recubierto de encáustico— completamente realista, con solo 48 estrellas (pues en aquel momento Hawai y Alaska no formaban parte de la Unión) y las "banderas místicas" de Rothko, que no pertenecían a ningún país determinado pero podrían haber pertenecido a cualquiera.
Centro de Arte Mark Rothko en la Fortaleza de Daugavpils, Letonia (Fotografía del autor).
Este verano he podido recordar aquella primera impresión contemplando la colección del Centro de Arte Mark Rothko en Daugavpils. Como su obra resulta inasequible y se encuentra dispersa por el mundo, especialmente en Norteamérica, en el Centro se exponen sobre todo fotografías proyectadas sobre grandes pantallas, lo que permite al visitante hacer un recorrido rápido sobre la infinidad de "banderas" abstractas pintadas por Rothko a lo largo de su vida. Banderas poéticas, con cuatro bandas a lo sumo, como las banderas reales, aunque también pintó alguna con barras verticales, junto a otras en que combina franjas horizontales con una banda vertical, como la que aparece en la fotografía de mi autorretrato. Rothko empleó siempre colores puros, aunque muy distintos de los colores llamativos y estridentes de las banderas de países reales, sobre todo al final de su vida, cuando en busca de lo sagrado las grandes franjas van perdiendo el color hasta casi apagarse, como su propia vida, a la que dio fin suicidándose en 1970, signo de su desesperación al no poder integrarse en ninguna.
Viniendo de visitar el mundo de Isaiah Berlin en Riga, mientras contemplaba la obra y la interpretación de la biografía de Rothko en Daugavpils la pregunta obligada era si había algo que enlazara espiritualmente a estos dos hombres, además de su condición de judíos ruso-letones, emigrados en los años de la Primera Guerra mundial a Inglaterra y Norteamérica. Algo antes en el caso de Rothko porque el año de su nacimiento coincide con el espantoso pogromo de Kishinev, en la Besarabia de la "Zona de Residencia", que hizo temer a su padre, Yacov Rotkovitch, que la agitación antijudía que acompañó a la crisis y la revolución de 1905 fuera a peor, como así fue, y a escapar hacia Norteamérica en 1913, en la que el adolescente Marcus Rotkovitch debió de sentirse completamente desarraigado atravesando el país desde Nueva York a Portland con un cartel colgado al cuello advirtiendo que no hablaba inglés, imagen obsesiva que no lo abandonaría nunca. Conviene saber que él nunca se consideró un pintor abstracto, sino alguien que transmitía directamente sus emociones a través de la pintura. Y el desarraigo fue siempre su emoción dominante.
Proyección de la obra de Mark Rothko en el Centro de Arte de Daugavpils y autorretrato del autor.
Es este precisamente el enlace que encuentro entre estos dos grandes hombres. No porque Berlin sufriese una experiencia tan traumática, sino porque —aun siendo su integración en Occidente casi modélica— fue capaz de reflexionar profundamente sobre el desarraigo que experimenta toda persona apátrida, hasta llegar a construir una teoría que es todavía la más sólida de que disponemos acerca de los nacionalismos. Berlin consideró que:
"La pertenencia a una comunidad es una necesidad humana fundamental, tan fuerte como la necesidad de alimento, bebida, calor o seguridad; significa que los demás entienden lo que uno dice sin que tenga que embarcarse en explicaciones; que los gestos y palabras, todo lo que entra en la comunicación, son aprehendidos por los miembros de esa sociedad. Son el lenguaje, los gestos y las reacciones instintivas los que hacen la unidad y la solidaridad: visiones definidas, culturas, totalidades sociales".
En la entrada anterior de este blog ya dije que Berlin revolucionó la filosofía política estableciendo definitivamente que los valores son una creación humana, no algo innato o transcendente. Y esta creación consiste precisamente en las ideologías. En el mundo moderno esa idea germinal —apoyada sobre el sentido de pertenencia de los individuos a la colectividad— ha sido empleada por la socialdemocracia, el liberalismo social, los nacionalismos moderados y algunas formas de política socialcristiana para apoyar afectivamente y contrastar el conocimiento kantiano a priori sobre el que se fundamenta la política y la ética modernas.
De ahí que Berlin fuese el único gran pensador liberal en afirmar que ninguna gran idea política prosperaría en el siglo XX sin un cierto anclaje nacional. Pero utilizó también su idea revolucionaria acerca de la jerarquía de los mundos de valores a través de la ideologías para subordinar el valor de pertenencia al valor supremo del humanismo y para rechazar el sobredimensionamiento del nacionalismo radical, al que caracterizó como la principal aberración ideológica del siglo XX, señalando que el criterio moral para diferenciar una ideología humanista de sus formas aberrantes no es otra que el rechazo total y absoluto hacia la consideración de los individuos como medios y no como fines en sí mismos.
Y esto es precisamente lo que diferencia a Berlin de Rothko, quien, tras haber relativizado como nadie lo ha hecho el valor de las banderas individuales —al hacer de ellas un mero vehículo para la búsqueda de la estética de lo sagrado, o sea, lo colectivo— decidió pagar con el precio de su vida la incapacidad para integrarse en alguna de ellas, rechazando la verdad fundamental y absoluta del humanismo.
Proyección de la obra de Mark Rothko en el Centro de Arte de Daugavpils (fotografía del autor).