Manuel Cruz: "He echado en falta que en el seno de los grupos parlamentarios hubiera más debate político"
Entrevista con el filósofo y expresidente del Senado: “Los representantes deben volver a ganarse la confianza y los ciudadanos dejar de convertir a los políticos en chivo expiatorio”
Los filósofos también pueden acabar en las Cortes Generales. E incluso ser presidentes del Senado. Este fue el caso de Manuel Cruz, fichado por el PSOE y que ahora vuelca sus experiencias en Transeúnte de la política (Taurus). No todo son tuits y frases pensadas para los telediarios en el Parlamento.
Cruz echa la vista atrás para explicar también el futuro. “Sin el menor género de dudas”, confiesa, le ha merecido la pena este salto a la política. Su mejor momento durante estos años: la moción de censura en 2018 que ganó Pedro Sánchez y desalojó a Mariano Rajoy de La Moncloa. ¿Y el peor? Ver las calles en Cataluña arder el pasado otoño por la sentencia del procés.
Revela que no se ha llevado grandes decepciones en política, pero ha echado en falta más debate interno dentro de los grupos parlamentarios. “Tal vez esta añoranza tiene que ver con una deformación profesional. Está visto que lo de dedicarse durante décadas a la enseñanza de la filosofía deja una huella indeleble”, acompasa el senador. Y a todos los políticos les recomienda leer hoy a Platón, Kant, Arendt y Shklar. ¡Apuntado queda!
¿Cómo acaba un filósofo en política?
En general, no le sabría decir. Por lo pronto, he de señalar que ha habido ilustres colegas de mi especialidad que me han precedido en ese salto (Xavier Rubert, Victoria Camps, Pedro Cerezo…), y no creo que siguieran un patrón común para hacerlo. Supongo que hay tantas formas de acabar en política como casos particulares. En el mío, no fue el resultado de ninguna decisión por mi parte, sino por parte de quienes me lo propusieron. Me refiero, claro está, a
Meritxell Batet en 2016. Yo lo único que hice en aquel momento fue aceptar su invitación. Antes había realizado cosas que, sin yo saberlo entonces, contribuyeron a que me planteara la invitación, como mi compromiso cívico al frente de Federalistes d´Esquerres y mi activa participación, a través de intervenciones en prensa escrita y otros medios, en los debates políticos que se producían en la esfera pública, especialmente en Cataluña. Pero son solo suposiciones por mi parte. A ver si me acuerdo de preguntárselo.
¿Le mereció la pena el salto?
Sin el menor género de dudas. Por diversas razones. Una, muy importante, es que me ha proporcionado la oportunidad de conocer a gente magnífica, con la que ha sido un privilegio poder tener una relación cercana. A modo de modesto homenaje personal quiero mencionar a Alfredo Pérez Rubalcaba, quien a su enorme inteligencia política unía una calidad humana fuera de lo común. Obviamente, que haya sido una experiencia extremadamente enriquecedora, no significa que siempre haya resultado satisfactoria ni, mucho menos, agradable. Ha tenido sus sombras y sus malos momentos, claro está. Pero una experiencia no es enriquecedora porque nos haga felices, sino porque nos permite aprender, crecer interiormente, si se me permite la expresión.
¿Cuál ha sido el mejor momento en política? ¿Y el peor?
El mejor momento político fue el éxito de la moción de censura contra Mariano Rajoy, que permitió por fin desalojar del gobierno a la derecha. El peor, el otoño del 2019 en Cataluña, con motivo de la sentencia del procés.
Tras su experiencia, ¿pueden los ciudadanos confiar en la
política?
No voy a discutir la existencia de la desconfianza, aunque no estoy seguro de que siempre estén bien diagnosticados sus motivos. Valdría la pena recordar que hace casi una década en las calles y plazas de este país se gritaba “no nos representan”. Sin embargo, y a pesar de todos los importantes cambios que se han producido en el escenario político, nos seguimos planteando la cuestión de la confianza de los ciudadanos en la política. Quizá quienes más alto gritaban aquella consigna son quienes más seriamente deberían reflexionar ahora sobre esta desafección generalizada. En todo caso, hay que hacer cuantos esfuerzos sean necesarios para restablecer ese vínculo de confianza. Sin ella, no es que la
democracia funcione mal: es que, directamente, no funciona. Los representantes deben volver a ganarse la confianza de los representados, anteponiendo los intereses de estos últimos a los de su formación política, y los ciudadanos deben dejar de convertir a los políticos en el permanente chivo expiatorio de todos sus males. No obstante, conviene puntualizar, para no simplificar en exceso, que no todos los partidos ni los actores tienen la misma
responsabilidad en esta situación.
Fue presidente del Senado, ¿para qué sirve esta Cámara? ¿Se debería eliminar?
No se debería eliminar. Al contrario: se debería potenciar. Sobre todo, en lo que tiene de Cámara de representación territorial, una dimensión en la que habría que profundizar en la perspectiva de las reformas de ese signo que, sin ninguna duda, necesita este país. Los cambios que se han producido en la realidad nos exigen culminar legalmente todo aquello que en el diseño originario de nuestro esquema autonómico quedó sin completar. Desde la especificación en el texto constitucional de los entes autónomos realmente existentes a una delimitación clara y nítida de los ámbitos competenciales, pasando por un sinfín de concreciones y añadidos pendientes (especialmente en materia de derechos). Hay que profundizar en el espíritu federalizante de nuestra Constitución, en
definitiva, y para ello el Senado es pieza clave.
¿Qué radiografía hace de la política española actual?
Lo primero que habría que decir es que lo específico de la política española actual no es tanto lo que nos ha sucedido como la respuesta que se le ha dado a lo que nos sucedía. Lo que nos ha sucedido es lo mismo, poco más o menos, que ha sucedido en el mundo en general y, más precisamente, a los países europeos de nuestro entorno.
Si el siglo pasado, según Hobsbawm, duró 72 años (de la revolución soviética a la caída del muro), la década pasada duró 12 (de la crisis del 2008 a la pandemia de 2020), y es en este particular período de entreguerras en el que hay que situar lo ocurrido en España. Aquí los partidos tradicionales resistieron mejor que en otros lados (como Francia o Italia, sin ir más lejos), pero no se libraron de la emergencia de formaciones de signo populista (incluyendo en este capítulo al independentismo), alguna de las cuales amenazó en algún momento la hegemonía de aquellos en el sector correspondiente, de derecha e izquierda. Es evidente que, a escala nacional, las dos nuevas formaciones que irrumpieron con fuerza en el escenario político durante dicha década compartieron en un determinado momento una misma fantasía, la de llevar a cabo el sorpasso de los viejos partidos. El tiempo parece haber mostrado que esas presuntas alternativas, tanto a derecha como a izquierda, tenían mucho de mero relevo generacional, como lo prueba el hecho de que, en el momento en el que los dos grandes partidos tradicionales con los que competían llevaron a cabo el suyo, en gran medida la impugnación por parte de los primeros tendió a parecer una impugnación sin objeto y empezó a desvanecerse a gran velocidad.
¿Por qué los grandes partidos políticos no se ponen de
acuerdo en España?
En gran parte tiene que ver con lo recién comentado. Los dos grandes partidos se sienten sometidos a la fiscalización permanente por parte de sus aparentes socios naturales, pero al mismo tiempo rivales latentes. No es una cuestión de atribuir oscuras intenciones a unos o a otros, sino de una realidad objetiva incuestionable. En el caso de la izquierda esto es particularmente claro. Podemos solo puede crecer electoralmente a costa del PSOE (no puede arañar
votos en ninguna otra dirección) lo que le lleva inexorablemente a establecer una relación ambigua con él: no puede criticar las políticas de izquierda que Pedro Sánchez pueda emprender sin riesgo de ser acusado de estar reeditando la pinza Aznar-Anguita, pero no puede dejar de marcar distancias con los socialistas, si quiere evitar el riesgo de verse acusado de lo mismo que la formación morada reprochaba en su momento a Ciudadanos, esto
es, de ser una mera muleta, en su caso del PSOE. Por lo que respecta al PP la situación es algo más complicada porque su antiguo rival electoral, Ciudadanos, se ha visto sustituido por una nueva fuerza emergente, Vox, que está poniendo a prueba dimensiones estratégicas de su política, sin que la actual dirección de Pablo Casado parezca tener las ideas muy claras al respecto.
¿Cuál es el político español de mayor altura intelectual con
el que se ha cruzado?
Dejando al margen al ya mencionado Alfredo Pérez Rubalcaba, he tenido la suerte, no ya de simplemente cruzarme, sino de poder tratar a compañeros de un magnífico nivel intelectual en los grupos parlamentarios en los que he estado en ambas cámaras. Pienso en José Andrés Torres Mora, José Enrique Serrano, Ignacio Urquizu o Gregorio Cámara en mi etapa de diputado, o en Javier de Lucas en mi etapa de senador. De otros grupos parlamentarios destacaría a
Manuel Monereo, diputado de Podemos por Córdoba, con quien mantenía intensa sintonía teórica en muchas cuestiones. Pero podría mencionar a bastantes más.
¿Hay solución para el conflicto catalán?
La hay. Lo que no está claro que haya es eso que los profesionales de la cosa suelen llamar voluntad política. La lectura de los mensajes que a diario lanzan a los suyos los responsables políticos independentistas es rigurosamente descorazonador. Cuando se sentían fuertes solo querían una cosa, y desdeñaban cualquier propuesta que se les planteara (por ejemplo, la federalista) con el argumento, de una banalidad insuperable, de que era una “pantalla pasada”. Ahora que se sienten débiles ni se sabe de verdad lo que
quieren. A ratos piden el enésimo referéndum, a ratos (y a sectores) la inmediata declaración de independencia, a ratos la amnistía para volver a hacer no se sabe muy bien el qué.
¿Teme el auge de la ultraderecha? ¿Cree que algún día veremos a Vox en el Consejo de Ministros?
Sin duda es preocupante, especialmente por lo que tiene de indicador del fracaso de la derecha moderada. Algunos recordarán que en los primeros compases de la Transición uno de los elogios que con más frecuencia recibía Manuel Fraga, especialmente por parte de la izquierda, era el de haber conseguido integrar en el juego democrático normal a la derecha franquista. Si ahora fuera cierto que estamos asistiendo al rebrote de una derecha escasamente democrática, los herederos de Fraga deberían preguntarse qué han hecho mal para que se les haya escapado del redil ese sector.
Por lo demás, imaginarme al Vox de ahora, esto es, en la oposición y tronante, formando parte en el futuro del gobierno de la nación se me hace un poco cuesta arriba y, desde luego, no me resulta muy tranquilizador. Pero todos sabemos que no son pocos los casos de líderes que mutan cuando acceden (o para acceder) al poder y experimentan entonces un proceso de moquetización acelerado, transformándose de manera llamativa en cuanto forman parte de un
gabinete ministerial. Así que tampoco me extrañaría tanto ver a políticos de Vox utilizando las formulaciones habituales en quienes hacen algo muy distinto a lo que habían estado prometiendo anteriormente (como, por ejemplo, la de que han llevado a cabo dicha mutación “por responsabilidad” y otros recursos retóricos habituales).
¿Qué es lo que más le ha decepcionado de la política?
En sentido propio, no he experimentado grandes decepciones, entre otras razones porque de la mayor parte de cosas con las que me he encontrado susceptibles de crítica ya tenía noticia y no me venían de nuevas. Si tuviera que añadir alguna, diría que he echado en falta que en el seno de los grupos parlamentarios, una vez resueltas las cuestiones táctico-técnicas, hubiera más debate político, pero tal vez esta añoranza tiene que ver con una deformación profesional. Está visto que lo de dedicarse durante décadas a la enseñanza de la filosofía deja una huella indeleble.
¿Se ha callado cosas durante su etapa política?
Vivir en sociedad es callarse cosas constantemente. De hecho, a quien no lo hace y deja pasar, sin filtro alguno, cuanto se le viene a la cabeza solemos decir, entre otras cosas, que es un maleducado. También en política ocurre lo mismo. Las palabras pueden tener consecuencias y uno ha de ser consciente de ello y asumir la responsabilidad de los efectos generados por lo que manifiesta. En
todo caso, debo decir que no me he callado nada que me violentara
profundamente a nivel personal ni, menos aún, he dicho algo distinto a lo que pensaba.
Pero por descontado que he intentado no andar pisando callos innecesariamente, y menos por un prurito de reivindicación de mi libertad individual a decir lo que me plazca y cuando me apetezca, prurito que a menudo no hace más que esconder un narcisismo inane. Cuando formas parte de un partido, no se puede ser portavoz de uno mismo, ni reivindicar que cada compromiso es una cesión moral que te degrada. Eso no es política. Formar parte de un colectivo, el que sea, tiene sus costes, que no queda otra que
asumir (o irse).
Se convirtió en una de las autoridades del Estado, ¿qué piensa de la situación de la casa real? ¿Reinará algún día la princesa Leonor?
Pienso que en los ataques que está recibiendo la monarquía en los
últimos tiempos están volviendo a coincidir los dos sectores que impugnaron durante la segunda década de este siglo la herencia de la Transición, solo que la coincidencia ahora no tiene exactamente el mismo signo, sino que viene a significar, como en el caso de los terremotos, una debilitada réplica del temblor central. La impugnación de la monarquía por parte de un sector de la
izquierda no creo que pueda confundir a nadie. Por esta vez, las palabras no engañan en absoluto: debatir sobre la forma de Estado es debatir sobre una cuestión meramente formal, sin contenido concreto alguno. Lo diré de otra manera: proponer un horizonte republicano (y no un horizonte de igualdad o ya no digamos un horizonte socialista) es hacer una propuesta sin el menor contenido emancipador. Un mero placebo político para atemperar a buena
parte de sus votantes, añorantes de la aparente radicalidad fundacional.
Por parte del independentismo catalán, el empeño en focalizar en el Jefe del Estado todos sus ataques tiene que ver solo en apariencia con la forma del Estado y, desde luego, nada tiene que ver con un alineamiento con los valores republicanos, muy baqueteados en Cataluña (no habría más que pensar en las jornadas en el Parlament de Cataluña de primeros de septiembre de 2017). A poco que se repase la hemeroteca, se comprueba que, aunque ahora los
independentistas intenten situar en el discurso del Rey del 3 de octubre de ese mismo año la causa de sus ataques, en realidad llevaban tiempo dirigiéndoselos, con variados (e incluso pintorescos, venta de armas a Arabia Saudí incluido) pretextos. No es a la jefatura del Estado a la que se pretende atacar sino al Estado mismo, nada casualmente identificado por parte del
independentismo con España. De hecho, el término “España” solo es utilizado por los independentistas para denostar (como cuando se decía “España nos
roba” o, más recientemente, “España nos mata”) pero no para
describir, para lo cual el independentismo opta por utilizar sistemáticamente “Estado español”. Alguna vez me he permitido la humorada de señalar que en la televisión pública catalana se dice “España nos roba” y “llueve sobre el Estado español”, en vez de decir, como sería más lógico, “el Estado español nos roba” y “llueve sobre España”.
Por lo demás, preguntarse por el futuro de la hoy princesa Leonor
es preguntarse por el futuro de este país. La respuesta casi obvia
es: sic rebus stantibus creo que sí. En todo caso, en la cuestión de
la forma del Estado soy accidentalista, que no es lo mismo que ser
oportunista.
¿Cómo es Pedro Sánchez? ¿Cómo lo definiría?
Nadie se conoce mejor que uno mismo, por lo que me parecería presuntuoso por mi parte intentar modificar, y ya no digamos mejorar, la forma en la que él ha querido definirse públicamente, esto es, como un resistente.
¿Cómo valora la experiencia de la coalición? ¿Durará toda la
legislatura?
Es pronto para valorarla, sobre todo porque la irrupción de la pandemia ha desbaratado todos los planes previos y está habiendo que rehacerlo todo. Que hay voluntad de que dure, parece claro, pero con la voluntad no basta, ciertamente. Yo tengo la sensación de que durará lo que dure la legislatura.
¿Qué libros y filósofos recomienda leer a los políticos
españoles?
Los mismos que le recomendaría a cualquier ciudadano interesado por la cosa pública. Ahí va una pequeña muestra. En tiempos de infodemia, el libro VII de La República de Platón, donde aparece el mito de la caverna, resulta sorprendentemente actual. En tiempos en los que algunos parecen empeñados en que los ciudadanos regresen a formas diversas de minoría de edad, el
opúsculo de Kant ¿Qué es la Ilustración?, sigue enormemente vigente.
Cuando en nuestras sociedades, crecientemente complejas y plurales, se hace tan difícil acordar valores susceptibles de ser aceptados por todos, el libro de Judith Shklar Los rostros de la injusticia es de lectura más que recomendable.
En momentos como estos, en los que se hace ineludible pensar en
términos de solidaridad intergeneracional la lectura del libro de Hans
Jonas El principio de responsabilidad es poco menos que obligada.
Y, por supuesto, siempre recomendaría algo de Arendt. Por ejemplo,
Hombres en tiempos de oscuridad. Por lo que dice y por aquellos de
los que lo dice, seres humanos que vivieron todos ellos tiempos en
algún caso más oscuros que los nuestros.