‘LUZIA’ o cuéntamelo otra vez, güey
Un viaje que se podría hacer una y otra vez. Incluso cuando la sorpresa inicial, de la primera vez, ya no se produjese.
Cuando se va a escribir sobre LUZIA, el último estreno de Cirque du Soleil en Madrid, se afronta un gran reto. Primero, para no repetirse y aburrir al lector, ya que esta no será la única crítica que saldrá este fin de semana. El día del estreno oficial no faltaba periodista, crítico, blogero tetrales o tuiteatrero madrileño que no estuviese tomando notas para luego contarlo. Segundo, para ir más allá de su calidad técnica y evitar el riesgo de caer en la repetición. Una calidad que hace que las producciones de esta compañía de circo sean siempre grandes espectáculos para disfrute del público masivo.
LUZIA merece su propia crítica. Merece ser vista en su especificidad. Un viaje a México donde las enchiladas, el mole, lo picoso, han desaparecido. Y el corrido, el mariachi, el danzón y el humor mexicano, tan curioso como ese cactus con erección que de vez en cuando sale al escenario, son notas al margen. Pequeños detalles para el ojo educado en los tópicos mexicanos. Ofrecen contexto.
Referencias musicales mexicanas que se echan en falta. Esta vez el circo ha barrido demasiado para su terreno. Para sus formas de poner música al circo. Lo que también tiene sus ventajas, pues aleja el tópico y el lugar común sobre la música de aquel país. Aunque se agradece mucho esa banda de lagartos que tocan la marimba y que, a pesar de que el malabarista al que acompañan va haciéndolo más difícil cada vez, es imposible no escuchar y no mirar.
Una producción en la que el pasado mexicano previo a la colonización se resume en ese gran sol pétreo, como arqueológico, que preside el fondo del escenario durante toda la función. Un sol que ilumina las tierras que se visitarán en ese viaje, la gran pista de circo.
Donde se celebra la naturaleza mexicana. La diversidad de su fauna. Desde la mariposa al jaguar, menuda marioneta. Pasando por el armadillo, la serpiente, sus peces. Y unos pájaros coloridos, tal vez quetzales, que saltan acrobáticamente unos aros chinos sobre un tapiz rodante. Que el día del estreno oficial fallaron algo en sus vuelos, fallos que el público aplaudió consciente de que la cosa saliese siempre bien, fácil no era.
Un país que se piensa desértico y que, sin embargo, este espectáculo lo ve lleno de agua. Un país en el que todo florece. Desde los vestidos de las artistas, ¡qué pena desde la mayoría de las butacas se aprecien tan poco esas flores que se abren y se cierran! en el traje largo de la cantante, hasta sus cactus. Incluso las cabezas de muchas de las personas que dan el servicio en la taquilla, en la tienda de merchandaising o en el bar están cubiertas con diademas de flores.
No es de extrañar este punto de vista tan singular, porque quien ha creado y conceptualizado este magnífico show es Daniele Finzi Pasca. Quien también hizo Corteo, uno de los mejores espectáculos de esta compañía. Y director del que se han visto muchos otros espectáculos en Madrid. Habitualmente en teatros, desde el Teatro de Edp Gran Vía, donde se disfrutó del Cirque Eloize, hasta en el Teatro Valle-Inclán del Dramático. Obras hechas para teatros a la italiana.
Tal vez su presencia sea la razón de la fluidez de lo que se ve. La forma rítmica y suave en la que se produce el viaje de un número al siguiente. De que al público se le encoja el corazón con las acrobacias y, sobre todo, con el excelente e increíble Aleksei I. Goloborodko, el mejor contorsionista del mundo. Para luego relajar y estallar de alegría con las intervenciones de ese gigante, en tamaño y en forma de interpretar, del payaso Eric Koller. Que construye su personaje con el espíritu patoso y bonachón de Goofy. El inseparable compañero de Mickey Mouse.
Como seguramente es responsable de que haya una cortina de agua por primera vez en una producción itinerante del Cirque du Soleil. Con la que se pone lluvia a muchos de los números como ya hizo él en Rain. Y con la que juega el citado Eric Koller para hacer reír a los asistentes.
Una cortina de agua que Finzi Pasca sabe convertir en un tapiz en el que dibujar motivos mexicanos en uno de los momentos más sorprendentes de la función. Con el que provoca un gran “¡oh!” en un público que lleva viendo muchas cosas asombrosas, bonitas, e inquietantes durante la función. Muchas maravillas. Una cortina que le permitirá cerrar el telón de la función, señalando aún más si cabe, esa decidida y obstinada intención dramática de contar algo. No de simplemente mostrar. De ahí que cualquier recurso sea bienvenido y bien aprovechado en función de su papel teatral en esta producción.
En este sentido cabe ponerle un pero al número de los malabarismos con la pelota de fútbol. Quizás el más flojo de la función. No por la calidad de sus dos artistas que manejan el balón con los pies y con el cuerpo con mucha destreza y facilidad. Sino por la puesta en escena. Puede que demasiado forzada pues, a parte de la afición mexicana por el deporte rey y de muchísimos posibles espectadores alrededor del mundo, poco o nada tiene que ver con el montaje. Y si tiene que ver no se entiende desde la butaca.
Algo que se olvida, no se tiene en cuenta, porque todo lo demás es un disfrute. Un viaje que se podría hacer una y otra vez. Incluso cuando la sorpresa inicial, de la primera vez, ya no se produjese. ¿Por qué hay alguien que pudiese cansarse de un viaje tan bellamente contado? Ante un cuento como este, lleno de encuentros y aventuras, todos somos niños y niñas pidiendo que se nos cuente una y otra vez una historia que gusta y gusta mucho.