Lulú, el mito que mató a la realidad
Mucha gente se sorprenderá de que de todo lo que se puede haber visto en estos días en los teatros madrileños sea Lulú de Paco Bezerra con dirección de Luis Luque en el Teatro Bellas Artes la obra que se cuele en esta sección. Pues no, no se cuela, entra por derecho propio. Un derecho ganado por sus méritos, el más importante hacer que el espectador se de cuenta de cómo la ficción y los mitos nos confunden, cómo nuestras creencias, o lo que estamos dispuestos a crecer, dirigen nuestras vidas.
Una misma enseñanza que cada tipo de espectador percibirá de una forma distinta, pero lo percibirá al fin y al cabo. Motivo por el que puede que se justifique que lleve un año girando por España desde su estreno en Alcalá de Henares. El otro motivo es que está llena de rostros conocidos de la televisión, y al respetable le gusta ver en directo a esos rostros tan familiares que al menos una noche a la semana se les cuelan en el salón como si fueran de casa.
La historia es muy sencilla. El padre de una familia de terratenientes agricultores, trágicamente viudo y con dos jóvenes hijos, se encuentra una mujer sensual, en la carretera en mitad de la noche, y se la lleva a casa. Mujer que una vez instalada es capaz de despertar en todos ellos un apetito sexual incontrolable que los pone verracos.
Un deseo carnal y terrenal, muy concreto, que al coincidir con el lenguaje poético de Bezerra toma la forma de mítico o mitológico (incluso bíblico, mostrando cómo funciona esta atractiva poética). Forma a la que también contribuyen otros elementos, como que la vivienda esté en medio de un campo de manzanos, o ese personaje, extraño, de la obra que ayudará a padre e hijos a superar esta atracción.
La obra va de cómo ese hecho fortuito del deseo, esa necesidad de explicarse algo que les está pasando y que les cuesta aceptar como natural, como es la atracción sexual a la que no ponen freno, les hace buscar explicaciones. Porque la explicación más plausible y sencilla no les vale, no es aceptable. Tampoco le vale al espectador que prefiere cree a pies juntillas lo que se cuenta en escena, una historia de macromachismo tan igual a tantas otras que han visto u oído, y apenas se le muestra. Frente a los hechos reales, todos escogen, incluido el público, los hechos fantásticos que se ven y se relatan en escena.
Leída y vista en estos términos, se entienden mucho mejor las formas de decir y hacer de los actores para cada uno de sus personajes. Esa manera aparentemente teatral con la que comienza Armando del Río a decir el texto que marca distancia. Manera que extraña porque parece arcaizante en un autor tan moderno. De nuevo, esa necesidad de crear lo mítico a través de una referencia teatral de un cercano pasado, considerado glorioso, que el espectador conserva en su memoria histórica.
Frente a ese decir, María Adánez despliega su personaje, Lulú, con la convicción de las grandes actrices. Subida casi siempre en una cómoda o mesa, como las vírgenes o las diosas en un pedestal, se la ve ser y hablar, al usar el mismo registro que el resto de los actores, como una sacerdotisa o una vestal de hoy en día oficiando un sacrificio que producirá la redención del pecado.
Si el género de thriller poético existiese, se podría decir esta obra es uno de sus exponentes. Sin embargo, a diferencia de las películas y libros policiacos esta obra que esconde un secreto (que no voy a desvelar) también esconde un misterio que no puede ser revelado. El misterio humano que nos hace sujeto de los cuentos, de las historias, de los lugares comunes, de esa necesidad de inscribir nuestras vidas en un relato. El famoso storytelling. Un relato que tiene que ser aceptado y aceptable para cada uno de nosotros y, también, para los otros. Terreno abonado para el lugar común, y qué otra cosa son los mitos ficticios que se imponen a la realidad, a nuestra cotidiana y extraordinaria realidad.
Nada de todo lo anterior es fácil verlo. Tampoco es fácil contarlo. Y, el sumun, es que se sienta y se entienda. En este montaje, como poco, se siente y el que quiera entenderlo, lo entiende porque si el vídeo mató a la estrella de la radio, el mito mató a la realidad.
Síguenos también en el Facebook de HuffPost Blogs