Los pares son para los muertos
Quizás, la historia de Ucrania se pueda escribir en múltiplos de dos.
“Hasta no hace mucho”, empezó a hablar mi invitado con voz queda, “he tenido una novia ucraniana. Sobra decirte cómo nos conocimos ni por qué ya no estamos juntos. Ahora es un recuerdo que me duele, de tanto en tanto, a la tercera copa”. Y le serví la cuarta.
“Fui a Kiev para darle una sorpresa durante uno de los periodos de separación a los que nuestros trabajos nos obligaban. Recuerdo una ciudad empeñada en imponer temor: las plazas desaforadas, los mastodónticos edificios de frialdad oficial, las avenidas semejantes a inmensos glaciares que parecían anegar el espacio… ¡Qué gratos sus callejones y sus bares sonámbulos!”.
“De camino a mi encuentro con ella —prosiguió mientras la ceniza consentida del puro caía sobre el mantel— le compré una docena de rosas con la que recorrí, entre orgulloso y azorado, los vehementes pasillos de la estación del Metro. Cuando entré en el vagón que me correspondía, una chica preciosa, esa belleza eslava siempre a medio camino entre el desafío y la melancolía, me miró, miró el ramo y se dirigió a mí sonriéndome. Por supuesto, no entendí nada de lo que me dijo”.
“Y reconozco que, por un momento, sentí la duda ante aquel rostro tan distinto del que me había llevado hasta allí”.
“Al ver mi desconcierto, probó a dirigirse a mí en inglés. Ya sabes el spanglish que me gasto, pero pudimos entendernos, si es que alguien puede entender a otro. Por suerte, domino la mímica; recuerda que arbitré el baloncesto en los Salesianos”.
“Ella me preguntó, con curiosidad, para quién eran. Al responderle que para mi novia, su expresión cambió del coqueteo a la sorpresa”.
“¡Imposible! —exclamó—. En el Este, los números pares son para los muertos. ¡No! ¡No puedes llevar doce rosas a tu chica!”.
“Sin dudarlo, extraje una flor del ramo y se la entregué”.
“Once para ella y una para ti. Ahora todo está bien”.
“Y, aunque no era mi parada, salí del vagón. Preferí un rato de andén a un minuto más de aquel rostro de ensalmo”.
“A veces lo recuerdo a la quinta copa”.
Quizás, la historia de Ucrania se pueda escribir en múltiplos de dos. Fue la Segunda Guerra Mundial la que pronunció el maldito nombre de Babi Yar. Y Chernóbil, el segundo gran accidente nuclear de la historia (ya nadie se acuerda de Harrisburg). Y fue 2014 el año en que volvió la sangre a empapar sus calles. Y esta es, si las cuentas no fallan, la cuarta cacería del hombre que Putin organiza.
Siempre par, siempre negro, siempre falta en la ruleta siniestra.
Sorprendentemente, la floristería sigue abierta contra la tétrica prudencia de los días. El polvo de cascote apaga el brillo que debieran tener hojas y pétalos. La mujer permanece sentada en su banqueta, a la puerta del minúsculo local, con la radio entre las manos, aunque ha dejado de escucharla; su rumor le sirve para recordar el ajetreo que ya no le ofrece la calle, solo recorrida por alguna ambulancia, las patrullas y los espectros en busca de un mercado abierto y con existencias. Ni siquiera imaginaba ya al joven que se detiene, entre atónito y divertido, ante ella.
-Pero bueno, ¿qué hace aún aquí, abuela? ¿Le parece buen momento para vender flores?
-Han dicho que resistamos, y yo no conozco otra manera, aunque ya no queden flores ni ganas de comprarlas. Y solo llevamos seis días... los que tardó dios en hacer el mundo —añadió suspirando—.
-Yo se las compraré. A mi novia le gustarán. No es tan loco buscar un poco de color y de alegría. Me llevo este ramo.
Y coge un ramillete de rosas débiles y pálidas.
-Rosas ajadas —comenta la anciana disculpándose—, traídas por docenas desde África. Ya ves, como si aquí no hubiera campos. Aunque lo cierto es que pronto no nos quedará ni eso. Dame quinientas grivnas, que hoy ya no esperaba vender nada.
El joven saca unos billetes del bolsillo. Por un momento sopesa si debe gastar ese dinero en un capricho, pero la vieja tiene razón: hay que resistir.
-Tenga mil. Usted y yo sabemos que es su precio.
-Gracias. Quizás mañana ya no abra.
-¿Piensa usted marcharse?
-¿Adónde? —dice la anciana, mirando al cielo a través de las nubes de sus ojos—.
De repente, la sirena rompe el aire, la calle desierta y las palabras de la vieja.
-Baja conmigo. El metro está lejos, pero el sótano es profundo y fuertes las vigas de esta casa. No encontrarás un resguardo mejor.
-No, gracias. Yo me voy. No pasará nada; probablemente ataquen otra vez a nuestros soldados en las afueras. Voy a llevarle las rosas a Daryna, que trabaja en la Torre de Comunicaciones —y apunta a la gran antena—. Llegaré a tiempo de bajar con ella al refugio.