Los espacios grises de la lucha activista
La víctima debe ser escuchada, consolada y sin duda, cualquier activista sabe la importancia de cerrar filas a su alrededor.
Hace unas semanas leía el caso de un profesor estadounidense que fue acusado de acoso por una de sus alumnas. De inmediato, las organizaciones feministas del campus se apresuraron a apoyarle y, de hecho, incluso en el periódico universitario se invitó a otras posibles víctimas a denunciar al agresor. El escándalo fue lo suficiente para provocar una discusión muy pública sobre la seguridad sexual de los alumnos dentro del recinto universitario y hasta se insinuó una búsqueda de otros culpables, ocultos entre las grietas y espacios grises legales.
En realidad, no hubo víctimas o agresores. Más tarde, cuando investigaba sobre la conclusión del caso, me sorprendí al encontrar que se había tratado de una acusación infundada. Al parecer, la alumna había hecho la denuncia como una forma de venganza y se había amparado en el justo reclamo de atender, consolar y proteger a la víctima. Finalmente, la universidad había admitido que no había revisado de manera escrupulosa los alegatos y que, sin duda, el protocolo legal que ampara una situación semejante debía ser “revisado”. La supuesta víctima pidió disculpas públicas a sus compañeros y los representantes administrativos que le apoyaron — no al hombre al que había acusado al agresor — y dejó en el aire un tema específico que me provocó una angustiosa pregunta: ¿cómo evitar que la denuncia pueda crear un contexto de acusación falsa, infundada y mal intencionada?
Es un tema delicado, sin duda. Uno que me preocupa y que la mayoría de las veces, me provoca la extrañísima sensación que debato contra mi postura sobre el tema. Mi primer instinto es creer a la víctima, ofrecer todo mi apoyo, conocimientos y capacidad para proteger su anonimato y, en especial, su integridad física, luego de atravesar una situación de inexpresable sufrimiento mental y moral. Pero, en situaciones como la que describo más arriba — excepcionales, muy poco frecuentes, pero posibles — no dejo de cuestionarme qué debo hacer como feminista para enfrentar ese escollo, la posibilidad concreta de evitar que el músculo de la necesaria defensa a una víctima, se convierta en una cacería a ciegas. ¿Qué puedo hacer, como activista, convencida de la necesidad de crear un mundo más seguro para los mujeres y hombres que atraviesan situaciones de violencia, para que la ley y su aplicación, sea lo más justa posible?
No hay una respuesta sencilla para eso. No la hay, porque las graduaciones infinitas de las acusaciones y los hechos, hacen necesaria la revisión caso a caso. Recuerdo que en una ocasión, una buena amiga me increpó por mi “defensa solapada” de Woody Allen cuando le envié un artículo en que uno de los hijos de Mia Farrow insistía en que todo lo que la actriz había contado sobre la supuesta violencia sexual que el director había ejercido en contra de una de sus hijas era falso. No se trataba de un testimonio emocional, tampoco uno basado en una necesidad de tomar partido: Moses Farrow había dado su versión de los hechos como testigo.
“Soy una persona muy privada y no estoy interesado en absoluto en la atención pública”, comentó Moses, “pero dados los increíblemente falsos y engañosos ataques contra mi padre, Woody Allen, creo que no puedo quedarme en silencio conforme él sigue siendo condenado por un crimen que no ha cometido”. Sin duda podría interpretarse como un texto malicioso, hasta que Moses, ahora terapeuta psiquiátrico, cuenta paso a paso lo ocurrido en casa de los Allen - Farrow durante la durísima época en que, según su madre, ocurrió el abuso sexual. Leí el testimonio de Moses con una profunda sensación de horror, en especial porque creo a Dylan Farrow y confío en sus recuerdos. Pero, ¿qué ocurre con Moses? ¿Por qué declarar algo semejante sólo para “complacer” a Allen, como sugiere su hermano Ronan, periodista ganador del Pulitzer gracias a su investigación sobre el abuso sexual en Hollywood?
Mi amiga no se tomó bien que le enviara el artículo y mi tímida preocupación sobre la versión de Moses. Al siguiente correo, me acusó de apoyar al “patriarcado” en su decisión de “aplastar la voz de la víctima”. Cuando le llamé por teléfono para aclarar un tema tan peliagudo, me escuchó furiosa.
— Allen tiene todo tipo de recursos para minimizar lo que hizo, ¿y ahora también tiene feministas que le escuchan?
La verdad, había leído el testimonio de Moses, no de Woody, quise aclarar, pero preferí guardar silencio. Entendía su molestia e irritación: había dedicado buena parte de su vida en atender a víctimas de abuso, violencia doméstica, agresión sexual. La posibilidad de no creer a una víctima es para ella inimaginable y, de hecho, para mí también lo es en cierta forma. Pero no puedo dejar de pensar en la grieta que permite que de vez en cuando, sea inevitable preguntarse qué ocurre con el derecho a la defensa de un hombre o una mujer acusado de agresión. Hasta qué punto hemos olvidado que la ley tiene el derecho de proteger a quien lo necesite y dirimir conflictos de semejante categoría.
— Nadie dice que un agresor no tiene el derecho de defenderse — dice, enfurecida — pero me hablas que la carga de la prueba también debería incluir a la víctima.
— Jamás he dicho algo semejante — me escandalizo — , lo que digo es que…¿cómo podemos ser totalmente justos sin asumir que necesitamos hacer preguntas y escuchar versiones?
No me responde. Está furiosa y yo también. Y ambas estamos también preocupadas. En Latinoamérica, la figura legal de la mujer agredida o maltratada debe atravesar una ciénaga cultural de enorme dureza para demostrar que necesita justicia. Lo menos que necesita es el cuestionamiento de activistas. Pero… pero ¿qué? me pregunto incómoda. ¿Qué es lo que me preocupa? ¿Que alguien pueda mentir, soslayar sus intenciones, utilizar la buena fe en su propio beneficio? El mero pensamiento me produce un malestar doloroso, la sensación de sacudir las bases mismas de cada cosa en la que creo. Pero también, creo, es necesario conversar sobre el tema, tratar de entenderlo, tratar de asumir el costo de la justicia como puntero moral.
No dejo de pensar en el tema. ¿Qué se supone qué puede hacer una activista para entender el complejo entramado de los testimonios y la reacción cultural sobre una acusación de agresión y el papel de la víctima? Recuerdo de nuevo a Moses Farrow, desprestigiado y señalado. Lo más probable es que haya mentido… o al menos, disfrazado la verdad, me digo mientras leo de nuevo su artículo. Pero ¿cómo se demuestra algo semejante? Dudo que Dylan Farrow, una víctima en el ojo del huracán, mienta. ¿Quién miente entonces? ¿Quién está utilizando la verdad a conveniencia?
Como comenté más arriba, muy pocas veces la víctima miente. Y las veces en que lo hace, los terapeutas y otros funcionarios asignados a los casos, pueden reconocer un testimonio real de otro que no lo es. Pero aún así, me pregunto por mi deber, por el hecho de cómo afrontar la necesidad de comprender el sistema que señala, acusa y somete a juicio a un agresor, incluso antes que llegue a cualquier instancia de justicia. ¿Qué debo saber? ¿Cuales son las preguntas que debo hacerme?
El movimiento #MeToo cambió la forma en que comprendemos el abuso sexual. Las víctimas tienen el apoyo y la protección que merecen, que necesitan y que debieron recibir hace mucho tiempo. Y eso es un alivio. Lo es si analizas el panorama veinte años atrás, cuando mujeres de todo el mundo y en todos los estratos no tenían otra opción que callar en caso de enfrentar una situación de acoso sexual o una agresión mayor. Hace veinte años, el agresor tenía todas las de ganar en medio de un sistema machista que culpabilizaba a la víctima por su conducta, su aspecto, incluso errores abstractos que hacían suponer que parte de la responsabilidad en una agresión era de quien la sufría. El movimiento #MeToo y otros tantos humanizaron y dieron el poder a los que sufren a la periferia, a las niñas abusadas por familiares y conocidos, a las mujeres maltratadas por maridos y figuras de poder, a hombres aterrorizados por un entorno violento y abrumador.
Pero también abrió la puerta al preocupante fenómeno de las denuncias públicas. A los señalamientos por vías que no solo no son las naturales para obtener justicia, sino que además, convierten todo el proceso de protección de la víctima en una batalla de pareceres y opiniones. En realidad, más allá del muy visible caso Harvey Weinstein, la controversia alrededor de figuras de poder de comportamiento agresivo o sexualmente abusivo, han convertido las redes en tribunas y patíbulos, en las que se desnaturaliza la cuestión de la justicia para convertirse en algo más semejante a una búsqueda de venganza. Mucho más, dieron a los activistas, a los hombres y mujeres alrededor del mundo que se preocupan por el tema del abuso sexual, una nueva y mucho más importante responsabilidad. La de ayudar a las víctimas, sin crear otras, sin que la percepción sobre la protección de la víctima evite hacerse las preguntas correctas.
¿Tiene razón mi amiga y este pensamiento recurrente que me preocupa es la última arma del patriarcado? Pienso en el hecho de la necesidad que cada víctima tiene de ser creída, atendida, de recibir solidaridad. Y pienso también en el derecho a la defensa, que todos merecemos, que incluso los criminales más despreciables detentan. Un pacto social y legal que de una u otra forma garantiza que la violencia será castigada de una manera u otra.
Según un artículo de la periodista Amanda Taub publicado en el 2019 por The New York Times, estas grandes preguntas entran el ámbito de la forma en que percibimos la necesidad de la reivindicación y los espacios seguros, delimitados por #MeToo de una manera por completo nueva. Según la politóloga de Yale Sarah Khan, hay una necesidad imperiosa de comprender el “conocimiento común”: la forma en que percibimos la violencia — y cómo la señalamos y censuramos — debe ser también, un reflejo de la manera en cómo estamos dispuestos a defender la ley. En otras palabras, hay que proteger a la víctima de una forma en que jamás se ha hecho, pero también asegurarnos de que los canales de denuncia sean los correctos, los más potentes y, en especial, los más directos y pulcros.
¿Es posible algo semejante? Lo es y sin necesidad de maltratar o revictimizar al que ya ha sufrido las heridas de un sistema machista y violento. Lo es, en la medida que un acusado disponga de medios legales específicos que permitan demostrar su inocencia. Ambas ideas corren en paralelo pero en específico, deben complementarse. La víctima debe ser escuchada, consolada y sin duda, cualquier activista sabe la importancia de cerrar filas a su alrededor. Pero también, se plantea la necesidad que el supuesto agresor tenga la posibilidad de enfrentarse a la ley, sin ningún elemento más allá que la búsqueda de justicia.
Mi amiga me telefonea de nuevo. Le envié un correo explicándole lo anterior. La escucho cansada, agobiada. También lo estoy. Somos apenas dos figuras anónimas que trabajamos en países del tercer mundo en contra de un sistema machista e indiferente, para quien la víctima es sólo una estadística. De modo que esta conversación es aun más complicada. Pero también, creo, mucho más necesaria. No sólo se trata que el nuevo activismo pueda luchar para mostrar y señalar el comportamiento predatorio, sino que debe hacernos más responsables al usar los mecanismos que permitan y sostengan la idea sobre la culpabilidad y el señalamiento.
— La única forma de obtener real justicia es ser justos — me dice ella, en voz baja —, pero qué dura es esa idea cuando debes enfrentar un sistema que disminuye tus posibilidades de ambas cosas.
Lo sé y eso me abruma, en ocasiones me deja sin fuerzas. Pero, también, es lo que me anima a siempre hacerme preguntas complicadas, dolorosas, incómodas. Mi responsabilidad como nueva vocera de un mundo en las que las víctimas sean rostros, historias y tengan manos en las cuales sostenerse. Y que la búsqueda de justicia, sea no una retaliación, sino un verdadero cambio social. Uno urgente, poderoso e inevitable. Uno que no tenga relación con la idea de la venganza, de brindar espacio a lugares grises que puedan agravar los problemas existentes. Una forma de crear un universo legal más accesible y eficaz.
— Eso es una utopía — me responde mi amiga, cuando le digo lo anterior.
— Lo sé, pero no tenemos otro remedio.
¿Qué hace a un activista serlo?, pienso mientras escribo este artículo. El ideal, la posibilidad de hacer el bien. De cambiar las cosas. Y mi gran objetivo es sin duda, ese. Una versión del bien lo suficientemente poderosa que pueda cambiar lo suficiente el futuro. ¿Una utopía, me repito? Quizás lo sea, pero también, una genuina aspiración a un verdadero tipo de justicia y a una sociedad adulta que pueda comprender su importancia.