Los dolores y penurias de la feminista moderna: No, no mires hacia acá que no soy el problema
Soy feminista porque elijo tener voz y voto consciente en todos los aspectos de mi vida.
Me ocurre tantas veces, que en ocasiones no lo noto, pero cuando lo hago, me produce una profunda tristeza. Ocurre en una conversación casual, en una reunión entre amigos, incluso en las triviales conversaciones familiares: Alguien menciona la palabra “feminismo” y lo siguiente que pasa es una reacción idéntica, entre el rechazo y la burla. Una combinación lamentable de menosprecio y algo más sutil, parecido al rechazo definitivo por un punto de vista. Nunca sé muy bien cómo reaccionar.
—¿Pero feminista… feminista? — me preguntó hace poco el interlocutor de turno, dedicándome una mirada confusa — te ves… normal.
Por supuesto, no sé cómo debería verse una mujer que es consciente de las desigualdades culturales y sociales debido al género, pero supongo que no es como yo, lo que sea que eso pueda significar. Espero, en silencio, con ese ramalazo de incomodidad que suele acarrear el comentario — o cualquiera semejante — recorriéndome como un escalofrío.
—¿Y cómo se supone que debería verme?
— No sé, cabello corto… muy… macho.
Otra idea popular. Al parecer toda aspiración a inclusión y equilibrio legal pasan por equipararse al género masculino. Una idea que supone una trivialización insistente sobre una idea política más amplia. Pero vamos, que al parecer el sólo hecho de aspirar a una comprensión sobre lo femenina más moderna, te empuja hacia cierta franja complicada entre una confusa idea sobre lo que una mujer puede hacer para defender sus derechos y algo más complejo, semejante a una percepción desigual sobre su identidad. ¿Qué se le responde a algo semejante? O mejor dicho ¿Qué se supone significa eso?
—En realidad, puedo ir desnuda y aun así, insistir en que tengo el derecho de exigir inclusión y términos de igualdad — respondo. Hace años atrás, lo hacía exaltada, enfurecida, con la discusión en la punta de la lengua. Ahora suelo hacer con cierto cansancio y aburrimiento — no importa cómo me visto o como me veo, lo importante aquí es cómo me siento con respecto a lo que la sociedad piensa sobre mí.
Casi nadie suele insistir en las discusiones, a pesar de provocarlas y fomentarlas. La mayoría, suele parecer un poco escandalizado que yo quiera defender un punto de vista así de irritante — inútil, me han dicho más de una vez —, por alguna razón que no alcanza a comprenderse de inmediato. Pero lo hago, por supuesto. Lo hago por todas las buenas razones que hacen que el feminismo siga siendo una palabra a través de la cual me defino o mejor dicho, la manera como comprendo el mundo. Que sea aún el puente entre mis ideas y algo más profundo que en ocasiones llamo individualidad.
— A mí el feminismo me parece una vulgaridad — me dijo hace semanas atrás una conocida — ¿Para qué tanta alharaca y para qué tanto escándalo? La vida es bonita cuando aceptas que somos mujeres y que eso tiene sus ventajas.
Me imagino que se refiere a la creencia popular que insiste que está bien aceptar algunas cosas de la sociedad machista, para ganar algunos beneficios. Cosas como que te abran la puerta del automóvil, te paguen la cena y te traten como si fueras una criatura frágil y vulnerable. Casi siempre, ese pensamiento me produce un profundo malestar, porque durante toda mi vida lo único que he querido es abrir mis puertas, pagar mis cuentas y que un hombre no sienta la necesidad inmediata de protegerme. Pero esa soy yo, desde luego, que creo que correr un riesgo es mucho mejor que ser cuidada. Que prefiero las caídas y errores, antes de caminar rodeada de manos que intente sostenerme. Quizás, la del problema soy yo y nadie más.
Quizás, pero aún así, tengo algo que decir.
— ¿Cuáles ventajas? — le pregunto. Lo hago en voz neutra, tomando un sorbo de café caliente para evitar decir algo más grosero. Ella sonríe, coqueta, sacudiendo la melena brillante.
— Que un hombre te mime y sepa cuánto vales es suficiente como para comprender que el feminismo es un planteamiento de gente muy sola y triste. Sin ofender.
Pues no, no me ofende, pienso. Lo que si me ofende es el pensamiento de la soledad que debe sentir las casi diez millones de niñas que son mutiladas por motivos rituales alrededor del mundo y por las que muy poca gente se preocupa, porque es “parte de la cultura” de su país de origen. Me angustia pensar en la soledad del casi millón de mujeres violadas cada día alrededor del mundo y en la que la mayoría de los casos, deberán soportar la violencia y el maltrato porque la ley de su país así lo permite. O la soledad — radical y tremenda — de los sesenta millones de niñas alrededor del mundo que no recibirán educación y que serán condenadas a ser esposas y madres antes de la adolescencia. Esa soledad si me ofende, me duele, me abruma. El pensamiento que ahora mismo un incalculable número de personas en el mundo están siendo discriminadas por su género sin que a nadie le preocupe, aplastadas en el silencio oficial y cultural.
Pero... ¿cómo explicas esas cosas a alguien que no quiere escucharlas? ¿Cómo lo haces compaginar con la idea básica del feminismo que se lleva a todas partes? ¿Qué se sostiene de visiones tan absurdas como la mujer masculinizada y el hecho que nadie quiere verse muy envuelto en algo tan mezquino como una lucha entre hombres y mujeres? ¿Cómo explicas que el feminismo es algo más que un debate jocoso entre la razón para depilarse las axilas o no? La idea la mayoría de las veces me sofoca por sus cientos de implicaciones. Me entristece por las pocas armas a mi disposición para luchar contra ella.
Aún así, sigo haciéndolo. A pesar de todo, quizás por todo.
Pero sí, soy feminista. Soy una mujer que está firmemente convencida que la exclusión — bajo cualquier término y por cualquier motivo — es inaceptable. Que lucha, con todas las armas y herramientas a su disposición para recordar que el género, la nacionalidad, el color de la piel, la orientación sexual no son un motivo para discriminar, menospreciar y mucho menos atacar a alguien más. Que milito de manera muy sincera y honesta, con el hecho que la mujer deje de ser invisibilizada, menospreciada y disminuida por esa prolongada herencia cultural que la sitúa en un rol secundario por la única razón de su sexo. Que exige no sólo que la mujer tenga control sobre su cuerpo, sino también sobre su educación, su opinión política y cultural. Que insiste por todos los medios posibles en enfrentarse a la idea que cualquier ciudadano pueda ser marginado, ignorado o vituperado sólo por ser parte de alguna minoría.
Pero también soy feminista por cosas más sutiles. Lo soy porque nací en un país donde la identidad de la mujer se define entre la “decente” y la “puta”. Donde se le exige escote y trasero para lograr el éxito social. Un país con más peluquerías que bibliotecas, donde te enseñan bien temprano a llevar tacones, pero no a sostener tu autoestima en un sistema caníbal y devastador que te ataca sin cesar desde la infancia. Soy feminista porque elijo tener voz y voto consciente en todos los aspectos de mi vida. Para que nadie se sienta en el deber de protegerme, cuidarme, sino de apoyarme, creer en mí, asumir el valor de mi inteligencia y de mi talento.
Claro está, todo lo anterior no implica odio hacia lo masculino ni tampoco ataque a todo el que no piense como yo lo hago. Milito de manera franca y personal en todo lo que hago. No espero que nadie me entienda, me apoye, se sienta identificado. Simplemente espero me respete y nada más.
¿Eso ocurre con frecuencia? Por supuesto que no. Pero continúo insistiendo. Continúo pensando que es mucho mejor la lucha que la pasividad. A pesar de sensación de desarraigo que puede provocar cualquier batalla intelectual. Después de todo, el feminismo es algo más que una idea: es una manera de comprender el mundo y quizás a ti misma. Una forma de construir un espacio personal.
Y seguiré haciéndolo mientras pueda.