Los colapsos y la extinción
La crisis de 2008, el implacable cambio climático, la pandemia, no son meras señales de los tiempos, deberían suponer una nueva conciencia como seres humanos.
Siempre damos nombre y fecha de nacimiento a cualquier acontecimiento que desborda nuestro entendimiento, nuestra capacidad de comprender. Lo hacemos constantemente, desde la crisis del 98 en España, la Revolución de Octubre en Rusia, o la francesa en París, el 2 de Mayo en Madrid, el día de la independencia en casi todos los países del mundo, el Día D, o el 18 de julio.
Claro que hay fechas que recordar y nombres útiles para alimentar la memoria, pero eso no puede hacernos olvidar que esas fechas señaladas evocan procesos de transformación profundos que cambiaron el mundo, nuestro mundo. Incluso las grandes extinciones masivas de especies que se han producido en el planeta (parece que fueron cinco antes de esta sexta que algunos dicen que ya estamos viviendo), tuvieron diversas causas que desarrollaron mucho más allá de una fecha.
En unos casos se trataría de periodos glaciares muy intensos en muy poco tiempo, en otros el aumento o la disminución de los niveles de oxígeno en los océanos, el exceso de vegetación, el impacto de un meteorito, el desbordamiento de la actividad volcánica, volúmenes brutales de dióxido de carbono, calentamiento global, tsunamis. Cada día descubrimos una nueva pista que echa por tierra anteriores elucubraciones.
Algunas extinciones se produjeron en cientos de años, otras en cientos de miles y otras parece que llevaron millones de años. Tampoco podemos olvidar que, en algunas de esas extinciones, fue la confluencia de varios colapsos, concatenados, o aleatorios, la que dio lugar a la desaparición de numerosas especies.
Aunque digan que un pesimista no es otra cosa que un optimista bien informado, no quisiera darme aún por vencido considerando la inevitabilidad de una nueva extinción masiva, especie humana incluida, por más que crea que tiene razón Paul Kingsnorth:
-La destrucción de la vida en la Tierra sólo se evitará si produce beneficios económicos.
Por muy suaves que queramos ser al mirar cuanto nos rodea, debemos concluir con el Papa Francisco:
-La naturaleza está pataleando para que nos hagamos cargo de su cuidado.
No podemos dejar de prestar atención a los colapsos que hemos ido desencadenando. En primer lugar el sistema económico que hemos creado, centrado exclusivamente en el beneficio a toda costa y el consumo disparatado, ha conducido a una crisis económica distinta a las anteriores, larga en el tiempo, con vocación de permanencia en sus consecuencias de precariedad de nuestras vidas y nuestros empleos.
El colapso de 2008 se ha visto acompañado inmediatamente por la evidencia del colapso del planeta. No hace falta que venga Greta Thunberg en barco eléctrico a echarnos la bronca. El propio Secretario General de la ONU, Antonio Guterres:
-El coronavirus es una enfermedad que esperamos sea tempora, con impactos temporales, pero el cambio climático está aquí desde hace años y se mantendrá por muchas décadas y requiere de acción continua.
Sí, ahora el coronavirus, el último de otros muchos virus desencadenados, liberados la mayoría de las veces por nosotros mismos, cada vez más frecuentes, cada vez más imprevisibles, mejor preparados para impactar de lleno en nuestros cuerpos y colapsar nuestras formas de vida.
No queremos creer que nuestro mundo ha cambiado, preferimos engañarnos pensando que, pasado el coronavirus volverán los viajes baratos, el consumo masivo, la ropa de usar y tirar al ritmo de una moda aceleradamente cambiante, los grandes centros comerciales, las distribuidoras globales, Internet, plataformas, cultura globalizada. El COVID-19, queremos pensar, será un recuerdo, un mal recuerdo del que hablaremos a nuestros nietos:
-Yo viví el confinamiento.
(Una batallita más del abuelo.)
Queremos creer, pero no, el calentamiento global, la Antártida derritiéndose y el Ártico con su agujero de ozono, Rusia sin invierno y perdiendo el permafrost, islas y costas inundadas, tsunamis, ciclones frecuentes y devastadores, ciudades gigantescas insostenibles, pandemias encadenadas y galopantes, extinción acelerada de especies vivas, océanos plastificados, crisis económicas permanentes y desigualdades crecientes.
Y todo porque nos han contado relatos que eran pura mentira y los hemos creído pese a su inverosimilitud. Nos habían demostrado que la Tierra no era el centro de nada y, sin embargo, seguimos afirmando que los seres humanos somos el centro de algo. Creímos que la razón podía dirigir acertadamente los designios del poder y del dinero. Confiamos en el progreso, un progreso hasta el infinito. La Tierra se desangra y nosotros pensando en terraformar Marte.
La crisis de 2008, el implacable cambio climático, la pandemia, no son meras señales de los tiempos, deberían suponer una nueva conciencia como seres humanos. Un nuevo relato, aprender de nuevo cuanto sabemos sobre el sentido de nuestra presencia en el mundo, de nuestra convivencia con otras especies. Aprender a vivir de otra manera.
Escuchar más a nuestros mayores, a las civilizaciones, las sociedades y culturas que vivieron en y con la naturaleza. Tal vez sería la mejor lección que podríamos aprender de cuanto nos está pasando, antes de que sea demasiado tarde, si es que ya no es demasiado tarde y aunque ya fuera demasiado tarde.
Detenernos un momento, pararnos a pensar, parar de consumir compulsivamente, dejar de escuchar los cantos de sirena de los mercaderes, construir eso que llaman un nuevo relato de libertad, solidaridad y afectos. Una nueva historia, no desde cero, pero nueva.