Los buenos sentimientos
"El objetivo de tan sádico protocolo es llevar la tortura a su más alto nivel, obligar al reo a presentir su muerte mil veces, poblar su insomnio de angustia y su alborada de pánico".
Ignoraba yo que en Japón siguiera vigente la pena de muerte.
Imaginaba que el horror máximo que habían sufrido los nipones en su propia carne les habría vacunado contra la barbarie; incluso sus fuerzas armadas tienen prohibido por ley actuar en ningún caso que no sea de estricta defensa, pero la dura lección del pasado no les ha librado de mantener en su ordenamiento jurídico la repugnante venganza. Y me he enterado de tal atrocidad al leer, hace muy pocos días, que dos reos han denunciado al gobierno japonés por la norma que insiste en avisar al interesado de la fecha de su ejecución la misma mañana del día en que va a tener lugar.
Desde luego, no les envidio a los condenados la ristra de despertares amargos y noches sin sueño que cargan sobre sus espaldas hasta la hora del almuerzo. Más allá de la indefensión jurídica que provoca el desconocimiento de un plazo y la sospecha de que el capricho puede cortar cualquier iniciativa de recurso, parece que el objetivo de tan sádico protocolo es llevar la tortura a su más alto nivel, obligar al reo a presentir su muerte mil veces, poblar su insomnio de angustia y su alborada de pánico.
Eso sí, para evitar remordimientos innecesarios a los ejecutores, son tres los botones que accionan la trampilla del cadalso y dos de ellos no funcionan. De esta manera, cada uno de los tres verdugos tendrá a su disposición la duda precisa para dormir a pierna suelta.
Semejantes medidas se toman en alguno de los estados que forman la Unión. En aquellos que fusilan, se introduce una secreta bala de fogueo para los pusilánimes, si bien fue famoso el caso del pelotón (creo que el que se llevó por delante a Gary Gilmore) cuyos miembros exigieron unánimemente balas de las que matan como Dios manda. Me aterra pensar que alguien puede estar tan seguro de hacer lo correcto en cuestión tan terrible.
Yo no soy cojo; es que me fusilaron mal, proclamaba Gila en aquel chiste suyo, casi suicida e inmortal, de los años cincuenta.
Pues a Gilmore no le quedaron ganas de bromear, eso es seguro.
La última vuelta de tuerca en este sinsentido que, de cuando en cuando, nos quieren vender como panacea para los males de seguridad que no padecemos (lo siento por los alarmistas y los vendedores de alarmas, pero los últimos datos sobre delincuencia en España no casan con los retratos a lo Charles Bronson que algunos quieren colocar), la ha protagonizado John Henry Ramírez, cuya ejecución se ha suspendido hasta que se resuelva su petición de tener cogida la mano de su consejero espiritual mientras le inyectan el veneno; petición a la que se niegan las autoridades penitenciarias, tal y como podrán leer en la impecable crónica de la redacción de este medio.
Dejemos de lado toda la parafernalia legal y médica que esgrime el Estado de Texas (desde la prohibición de los consejeros para que no acceda a la cámara personal no funcionario, a —agárrense— la posible interferencia que una mano sobre el cuerpo supondría para el dictamen forense), queda la soledad máxima, el desamparo absoluto, por imperativo legal.
Hace ya mucho que un eminente investigador mexicano, candidato al premio del dinamitero sueco, me honró con su presencia en la mesa veintiséis. En algún momento de la sobremesa, le pregunté si creía en Dios.
-Claro que no, pero tengo miedo.
Aún me sobrecoge la honradez de su respuesta.
A Ramírez le niegan el consuelo, la cercanía de otro ser, en ese momento que ninguno deseamos afrontar con dolor y sabiéndonos abandonados. Ya se abra una puerta o caiga definitivamente el telón, la mano que sostenga la nuestra nos dará calor incluso cuando el frío haya vencido.
Hasta el creador, en el cielo del Vaticano, estira la suya para tocar a Adán en el momento de insuflarle la vida.
Pero las autoridades de Texas tienen tan claro que Dios está de su parte, que no sienten el menor reparo en enmendarle la obra y comenzar el infierno del reo antes de lo debido.
Mientras, cada uno de los ejecutores se consolará pensando que su botón, seguro, abría el grifo del agua.
¡Qué solos se quedan los muertos!, gimió Gustavo Adolfo Bécquer, tan grande y tan olvidado. Y tenía razón. Nada podemos hacer por aliviar la soledad del que fallece.
Pero algunos procuramos no ser verdugos de otros y no aumentar su sufrimiento con carambolas de crueldad.
Y. al menos, esperamos a cerrarles los ojos y el ataúd, noche sobre noche, antes de abandonarlos a su suerte.