Lo que me dejó correr mi primer maratón
"¿Corrió el maratón?", preguntó una mujer que limpiaba la mesa del café donde estábamos terminando de desayunar mi amiga y yo, tres días después del domingo. Al instante la miré a los ojos y puse cara de orgullo de principiante. Me sorprendió sin duda. Yo traía puesta una chamarra negra de Nike con las iniciales de México, pero nada que dijera Chicago Marathon. Ella sonrió conmigo y me felicitó. "¿Cómo le fue? Porque llovió y eso afectó a muchos", preguntó la mujer con cierto tono de conocimiento. "Supongo que bien para ser el primero", respondí.
"Yo ya corrí Chicago", dijo ella. Entonces entendí su empatía e intuición. Entendí igual que hablábamos el mismo idioma además del español.
"¿De dónde es usted?", le preguntó mi amiga, Esme. "De Oaxaca, de por Puerto Escondido", dijo Pilar, quien ya me había dicho su nombre cuando le pedí emocionada tomarnos juntas una foto. El municipio mixteco de Santiago Jamiltepec, al suroeste del estado, está a unas 7 horas de la capital y no tiene más de 10 mil habitantes. "Mi primer trabajo acá fue hacer tortillas...", mientras hablaba Pilar, sentí una admiración muy particular... casi tan inédita como la sensación de cruzar la meta después de correr durante más de cuatro horas seguidas.
Mi amiga y yo llevábamos un día completo, en nuestras diferentes paradas de la visita por Chicago, divagando y reflexionando sobre la mexicanidad, sobre los inmigrantes, sobre México atorado en sus penas, en sus complejos, en sus negaciones, en su percepción de imposibilidad y en su desesperanza. Del otro lado están este tipo de ejemplos de personas que cruzaron la frontera llenas de audacia, de empuje, de convicción. Correr un maratón por primera vez siempre será arriesgar sabiendo que pasarás por dolores desconocidos, por pensamientos de absoluta adversidad, por verdadera adversidad. Decidir dejar tu país, tu familia y cruzar la frontera hacia lo ajeno, me imagino, pudo haber sido algo similar.
"Pilar es una mujer con agallas por doble partida", pensé. Siendo madre soltera, cruzó la frontera solo con su hija de cuatro años en 1996. Ella entonces tenía 23. "Miedo no tenía, porque soy chiquita pero aventadita", dice y luego se ríe. "Si me quedaba en México, sabía que no tenía nada. Allá en mi pueblo para trabajar de cajera te piden la preparatoria, y yo no terminé ni la primaria".
Pilar lleva 22 años acá, pero tan solo hace tres su esposo pudo tramitar su residencia. Y es hasta ahora que tiene papeles que puede aprovechar cada año para regresar a Oaxaca a ver su mamá. De preferencia en febrero porque es cuando aquí cala el frío a morir.
"No sé cómo decirle. Reconocí su dolor", me dijo Pilar cuando le pregunté cómo sabía que yo había corrido el domingo. "No su cansancio, su dolor", enfatizó. "Porque usted se ve bien, se ve entrenada".
"No solo es una high achiever, es una mujer de una sensibilidad tremenda. Quiero ser su amiga", pensé.
"Todo está en la mente", creo firmemente desde hace mucho, y en cada reto físico, emocional y espiritual de la vida me lo recuerdo. "Todo pasa". Previo al maratón este mantra se convirtió en un tatuaje en mi antebrazo que me propuse voltear a ver cada que mi cuerpo dijera "basta, no puedo más". El dolor en las piernas y el hombro derecho a partir del kilómetro 36 hizo pedazos el mantra, hizo pedazos todo el entrenamiento de meses, hizo añicos los aminoácidos, la Bedoyecta tri inyectada, los dos Advil max ingeridos unos kilómetros antes, hizo trizas toda mi voluntad y mi obstinada competitividad. No logro recordar ni cómo ni por qué seguí.
Cuando Pilar conoció a su esposo Rufino él ya corría, y fue entonces que a ella le dieron ganas de hacer un maratón. "¡No! O sea, es fácil decirlo pero no hacerlo", le dijo él. Ella insistió. "Él se entrenaba y yo siempre atrás de él, yo lo seguía", dijo Pilar. La batalla del entrenamiento no fue fácil. Meserear horas te deja agotado, y después de eso, Pilar debía salir a correr 5 o 6 millas. "Cerca de la fecha del maratón lo tomé más en serio. Iba a dejar a mi hija a la escuela y de ahí al parque de mi casa. También conseguí permiso con el dueño de Lula Café para no trabajar sábados ni domingos", cuenta. En todo esto Rufino fue esencial. "Él me forzaba a hacer mis carreras. Me motivaba".
"Pasando la milla 18 o 20, los dedos se me empezaron a acalambrar, pero me faltaban 6 millas", contó Pilar de cuando ella corrió en 2012. "Yo había quedado en un punto en el que mi esposo me iba a esperar, y dije 'yo tengo que llegar a agarrar mi medalla'".
"La última subida se me hizo eterna. Cuando lo logré, oí la música y vi la meta todo se fue, todo cambió". Pilar agarró su medalla y se encontró con Rufino. "Ahora sí te creo, ¡lo hiciste!", su marido la celebró.
Al cruzar la línea de meta, dicen, tu vida cambia para siempre.
Ha valido la pena. Todo ha valido la pena, incluyendo el dolor, incluyendo el dolor de las encías que me impedía masticar la barrita energética que me ofrecieron después de darme la medalla.
El primer trago a la cerveza que me ofrecieron pasos más adelante supo, literalmente, a gloria. Ahora puedo personalmente decir que sí, que es cierto que mi vida cambió para siempre.
Este post se publicó originalmente en el HuffPost México.