Lo que la muerte de mi hija me está enseñando sobre el duelo
El 24 de julio, una orca llamada Tahlequah (también conocida como J35) dio a luz a una cría que vivió menos de una hora.
Desde ese momento, Tahlequah cargó con el cadáver de su cría a lo largo de 1600 kilómetros durante 17 días hasta que finalmente se desprendió del cuerpo el 11 de agosto, momento en el que el Centro de Investigación de Ballenas de Washington anunció que el duelo de Tahlequah había terminado. El duelo por su cría (¿qué otra cosa podría ser?) cautivó al mundo entero. Fue tan doloroso, conmovedor y terrible porque encarnaba uno de nuestros temores más profundos y primitivos: la muerte de un hijo.
Yo comprendo ese duelo.
Perdí a mi hija Ana hace 16 meses. Le diagnosticaron una extraña forma de cáncer cuando tenía 11 años. Su adolescencia estuvo marcada por la enfermedad. Ana murió en su habitación, en su propia cama. Sus últimas palabras fueron: "Te quiero. Está bien si tengo que irme".
Pero lo cierto es que nada volverá a estar bien.
Mantuvimos el cuerpo de mi hija en su habitación durante tres horas antes de llamar a la funeraria para que la recogieran. La vimos una última vez al día siguiente, tendida en una camilla con una sábana que le cubría hasta el mentón.
Su rostro estaba tranquilo. Tenía los ojos cerrados. Su frente estaba fría como el hielo. La misma frente que había tocado innumerables veces para ver si tenía fiebre. La misma frente que había besado cuando era un bebé, una pequeñaja y una niña sonriente a la que le encantaban las ranas y las fresas. Conocía su rostro mejor que el mío.
Aun así, tuve que despedirme. Tuve que alejarme. Eso es lo que se hace cuando muere alguien. Solo que, en este caso, no era alguien. Era Ana, mi dulce niña.
Quería acurrucarme a su lado y morirme ahí mismo en ese momento antes que perder lo último que me quedaba de ella: su cuerpo físico. Incluso durante las primeras horas de mi duelo, supe que tratar de retener su esencia sería cada vez más difícil a medida que el tiempo me distanciara de la última vez que pude ver su amado rostro.
De modo que sí, comprendo por qué Tahlequah siguió cargando con su cría durante más de dos semanas, pese a lo agotador que resultaba y pese a que ponía en riesgo su propia vida. Comprendo por qué, cuando finalmente dejó que el cuerpo de su cría se sumergiera en las profundidades del océano, el mundo suspiró de alivio. Es tremendamente duro ser testigo de ese tipo de sufrimiento. No puedo evitar preguntarme si de verdad Tahlequah ha concluido su duelo. Solo porque la aflicción no sea visible no quiere decir que no esté ahí.
Estoy humanizando a una orca, soy consciente de ello. Sin embargo, creo que Tahlequah tiene mucho que enseñarnos sobre el duelo, unas lecciones que yo llevo 16 meses aprendiendo.
He aprendido que, en lo relativo a la muerte, el tiempo equivale a distancia. El segundo año sin Ana prosigue su curso, de primavera a verano, luego a otoño y a invierno, y su presencia va pareciéndome mucho más lejana.
A veces pienso que estoy loca y me pregunto si de verdad existió. Eso también es algo nuevo. Al principio, no podía creerme que su muerte fuera real. Solía evocar los últimos minutos de su vida y esos últimos agónicos momentos en la funeraria para recordarme la cruda verdad. Jamás volvería a mandarme mensajes. Jamás volvería a pedirme que le hiciera sándwiches calientes de queso. Su dormitorio seguiría vacío.
¿Y ahora? Su nacimiento, su infancia y la promesa de una juventud brillante... ¿de verdad fue real? En mis peores días, este pensamiento me atormenta. Se ríe de mí. Me llena de vergüenza. ¿Cómo puedo dudar siquiera de que mi propia hija existió?
El duelo cambia de forma. Esa es otra cosa que estoy aprendiendo. En el primer año, era punzante y doloroso. Hacía que me doliera el corazón como si me lo estuvieran estrujando con un puño. Ahora el duelo es más bien una capa que pende de mis hombros. A veces hace que me duela el cuerpo entero, pero otras veces puedo librarme de él y volver a encontrar la felicidad.
La felicidad también ha adoptado otra forma. El hecho de que pueda sentirla sin Ana es sorprendente y aterrador. ¿Significa que estoy pasando página? ¿Que me estoy curando?
Como madre afligida por el duelo, odio hablar de "pasar página" y de "curarse". Son pensamientos que me hacen sentir mal. Aún estoy cargando a Ana conmigo. La siento cerca, pero no puedo acariciarla. Me muero por tocarle la mano y oír su voz, pero sé que jamás lo volveré a hacer. Lloro por la promesa de su vida, por las cosas que nunca vivirá y por la mujer adulta que no llegaré a conocer. No puedo partir desde la idea de un futuro sin mi hija. Solo puedo avanzar hacia esa idea, quiera o no.
He empezado a asimilar que es una pérdida permanente. Sé que mi duelo durará siempre.
A medida que transcurran los años y aumente la distancia con la realidad física de Ana, creo que mi experiencia de Ana evolucionará, tal y como habría sucedido si siguiera viva. Su infancia empezará a difuminarse, así como todos esos momentos detallados, los olores, los sonidos y los colores, y otra cosa ocupará su lugar. Ya ha empezado a ocurrir.
Me encuentro imaginándome su espíritu en un lugar inalcanzable. A veces estoy segura de que puede verme y oírme, pero da igual lo fuerte que lo intente, no puedo encontrarla. Hablo con ella a todas horas. Le escribo cartas. Me imagino su voz en mi mente respondiendo a mis preguntas y dándome consejos.
La llevo conmigo porque no puedo olvidarla. En ocasiones siento que me he quedado sola con el peso de su recuerdo y que si sigo cargando con ello eternamente, me arrastrará a las profundidades, pero dejarlo marchar no es una opción. Seguro que Tahlequah me comprendería.
Esto es una confesión que puede que no les guste a quienes quieren que siga adelante: no hay forma de recuperarse de la pérdida de un hijo. Solo queda aprender a vivir en una nueva realidad. El amor sigue ahí. Es infinito, pero mi duelo, también.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.