Lo personal y lo colectivo son casi la misma cosa
Lo primero que pensó parte de la población cuando escuchó las normas del toque de queda y el estado de alarma fue qué podría hacer para saltárselas.
Lo crean o no, lo primero en lo que pensó una parte de la población cuando escuchó esta semana las normas sobre el toque de queda y el estado de alarma fue qué trampas podría hacer para saltárselas. “Rafa”, dice la señora que está delante de mí en la cola de la pescadería −sesenta y pico, apariencia de clase alta, un cierto desdén soberbio en la voz−, “¿hay controles policiales en la carretera cuando vienes del pueblo a trabajar por la mañana? Tengo que salir este puente sin que me pillen. A ver si te crees que me voy a quedar aquí”. La mujer no desaprueba las normas de limitación espacial y temporal de la movilidad. Las aprueba para que se apliquen a los demás. ¿Pero qué va a pasar porque una sola persona se las salte -concretamente, ella-? “Todo el mundo va a lo suyo. Menos yo, que voy a lo mío”.
Ocurre por igual a los veinte, cuarenta o sesenta años. Recibir una orden o una prohibición −incluso cuando hay una justificación sanitaria como la actual, y la norma la dicta una autoridad democráticamente elegida− activa en muchas personas las respuestas emocionales que sentían de niños cuando sus padres o profesores les castigaban, la misma oposición a cumplirla, o, si es inescapable, el mismo intento de aceptarla estrictamente por los pelos, agarrados al pie de su letra, aunque eso suponga vaciar su contenido. Pueden ser contables en una aseguradora, directoras de una oficina bancaria o periodistas. Probablemente ejerzan sin miramientos su propia autoridad sobre sus subordinados. No importa: es tener que cumplir una norma e inmediatamente se convierten en aquel niñato que caía mal a toda la clase.
Quede claro: las nuevas regulaciones no excusan de ejercer también la responsabilidad personal. Ante la imposibilidad de que el legislador prevea la infinita casuística individual, dichas reglas son prescripciones de mínimos que buscan fijar un rasante común a toda la población, y que cada uno completará después en el ejercicio de su responsabilidad dadas sus circunstancias particulares. La desafortunadísima fiesta que El Español ofreció en la misma semana en que se reactivó el estado de alarma fue acompañada de unas desafortunadísimas excusas dadas por organizadores y asistentes: “ah, cumplimos escrupulosamente las normas”, como los niños que agitan sus manos a un centímetro de la cara de otro niño al que quieren molestar y que, al ser reprendidos por su conducta, contestan “ah, no le estoy tocando”.
Sí, cumplieron escrupulosamente las normas, pero no las completaron con su responsabilidad personal, lo cual resulta inaudito hablando de periodistas mediáticos y cargos políticos ejemplares −¡Illa! ¿pero cómo es posible tal torpeza en la comprensión de la lógica de la conducta individual por parte del mismísimo ministro de Sanidad?−. Sin el complemento de esta responsabilidad, las normas comunes sólo serán molestias sin eficacia que la mayoría cumpliremos inútilmente. Sin ella, habrá que sustituir las prescripciones de mínimos por prescripciones de máximos. Demos por perdida a la mujer del primer párrafo; no entenderá esta columna, sobre todo porque no le conviene entenderla. Pero quizá los demás sí veamos que este reto desborda las regulaciones concretas y exige entender que lo personal y lo colectivo, cuando se comprenden bien, son casi la misma cosa.