Levántate y nada
Estamos tan acostumbrados a la vida que ya no nos damos cuenta de ella.
El monje zen le explicó a su interlocutor los milagros que llevaba a cabo su maestro:
— Es un hombre prodigioso: cuando come, come. Cuando duerme, duerme.
Estamos tan acostumbrados a la vida que ya no nos damos cuenta de ella. Respiramos, caminamos, pulsamos las teclas del ordenador y nos llevamos la comida a la boca mientras pensamos en otra cosa. Cuando tropezamos con el bordillo de la acera es porque hemos dado por supuesto que lo hemos visto bien. Y no es que la vista nos traicione, como soltamos entre imprecaciones nada más trastabillar, sino que vivimos separados de nuestro cuerpo, aunque nos las demos de tipos lúbricos y entregados al placer de los sentidos.
Sé de qué hablo; un bolardo me tenía ojeriza y caí con todas mis arrobas: triple fractura de hombro. Al menos, me sirvió para percibir cierta solidaridad y un amplio sentido de la observación en los transeúntes: durante los diez minutos en que permanecí tirado esperando al SAMUR, y como mi sombrero había caído boca arriba (caso de mala suerte con efectos retroactivos), habían depositado en él tres euros y un condón, convencidos de que mi mejor parte había salido indemne.
Sin embargo, basta con que un tropezón acabe en un mal golpe, que se venza el muro al que nos hemos subido para hacernos un selfi (esa costumbre deleznable), o que tampoco nos hayamos abrochado el cinturón el día en que nuestro coche viola al siguiente.
Entonces, en ese momento fatídico, puede que descubramos de verdad nuestro cuerpo.
Cuando ya no lo tengamos.
Llegué a conocer a un tetrapléjico, víctima de un accidente de tráfico, que, al despertar en el hospital, se cabreó con los bromistas que le habían atado piernas, brazos, dedos y cuello. Gritó amenazando a los graciosos y recordando a todos sus parientes. Era incapaz de aceptar que se había convertido en el prisionero de su propia carne.
Entiendo que la desesperación se adueñe de los infelices condenados a la cárcel perfecta, la que no precisa de barrotes, ni muros ni guardias; tan solo una cama y el insoportable tiempo vacío que ninguna compañía, ningún televisor, puede llenar.
Gestos tan sencillos como encender un cigarrillo o bajar a comprar el pan son pasado absoluto, recuperable tan solo en los sueños que los muestran con rencor.
Tuve el privilegio de entrevistar en un par de ocasiones (en Del Mar y La Zarzuela) a Billy Schumacher, a quien, en el léxico burrero llamábamos Zapato. Era un prodigio en la grupa; pertenecía a la extinta raza de los centauros “de quienes nunca sabremos si iban a pie o a caballo” (gracias, Botín Polanco).
Un mal día en que su ángel de la guarda había apostado a los otros, besó la arena y cambió las cuatro patas por dos ruedas de caucho.
No sé por qué maquino que esa zancadilla del destino debe de ser aún más dolorosa para quien conoce la libertad del galope.
No menos triste fue el aterrizaje de Christopher Reeve el aciago día en que perdió su capa.
Hasta el final, Superman clamó por los experimentos que pudieran haberle salvado y que un gobierno reaccionario había prohibido, mientras el malvado Lex Luthor se frotaba las manos.
Y es que no todos tenemos la mente de Stephen Hawking. La silla milagrosa que lo mantuvo conectado al mundo hasta el final fue, en realidad, un regalo del egoísmo: no se podía consentir que lo que aquel hombre de cera era capaz de investigar se perdiera en el camino que iba de su mente a ninguna parte.
Más normal, por desgracia, resulta la actitud de su segunda mujer, acusada de maltratar y menospreciar al científico.
Muchos millones de personas sometidas al mismo trato tampoco tienen la suerte de que la fama los ayude a paliar el abuso.
Y donde Dios no ha hecho nada, salvo en un capítulo de un libro fantástico (ese cachopo que contaminaba antaño las mesillas de hotel), ha obrado la maldita ciencia, enemiga acérrima de la superstición y el atraso, a la que seguimos sin hacer caso porque no nos gusta, en muchas ocasiones, lo que nos dice.
Un grupo de investigadores suizos ha conseguido que tres parapléjicos caminen, veinticuatro horas después de implantarles doce electrodos a cada uno en los lugares propicios de la columna vertebral.
Ha conseguido que puedan, incluso, nadar en horizontal (hacia abajo ya sabían).
De nuevo, el dinero bien empleado, las políticas sensatas y el entusiasmo de los científicos, han logrado enmendar la plana a lo peor que la naturaleza nos reserva.
Es solo un paso, nunca mejor dicho, pero es también una esperanza razonable, una más.
Ahora, solo falta el iluminado de turno que denuncie que están implantando electrodos para controlar las mentes de los inválidos, y que aproveche para proclamar que lo mejor para acabar con la paraplejia es beber lejía, que se lo ha dicho su cuñado.
Barrunto que, siendo suizos los electrodos, los afortunados que han recibido los implantes llegarán a destino con puntualidad.
Y lo único que lamento de la noticia es que, en esta ocasión, no haya ningún cerdo implicado en el asunto.
De haber sido así, tendríamos, seguro, un premio Nobel de pata negra.