Las claves de la semana: Perder las formas; ganar el relato
Hace años, más de tres, que la izquierda parlamentaria advirtió a Mariano Rajoy de lo que podía pasar en Cataluña ("Si no hacemos nada, las cosas irán a peor"), le pidió un diagnóstico compartido, le emplazó al diálogo y le propuso la creación de una subcomisión parlamentaria en prácticamente idénticos términos a la que esta semana a vuelto a registrar el PSOE en el Congreso de los Diputados.
La respuesta del presidente del Gobierno fue el silencio, el desprecio, el "no es no", los tribunales de Justicia y la "bunkerización". De nada sirve ya lamentarse de lo que pudo ser y no fue, y tampoco de la ofensiva del PP contra Cataluña a cuenta del Estatut de 2006. Si se pretende arreglar, que no solucionar, el problema no hay nada peor que echar más leña al fuego desde la política o los medios de comunicación. Hoy más que nunca conviene serenar para pensar y encontrar el necesario espacio de diálogo que la derecha antaño despreció.
Estamos donde estamos y todo el mundo sabe a estas alturas por qué y quiénes tienen la responsabilidad. Pero decir que Mariano Rajoy ha entrado en shock después del esperpéntico espectáculo vivido en el Parlament de Catalunya es tan surrealista como la vulneración que el independentismo ha hecho del Estatut, de la Constitución y de los derechos de los diputados catalanes para aprobar por las bravas la ley de referéndum y la de transitoriedad.
A unos y a otros se les ha llenado la boca de democracia, la palabra sin duda más repetida en esta aciaga semana que ha dado para la historia la más pésima imagen del parlamentarismo y el mayor de los fracasos políticos. La democracia es, sin duda, el régimen político con mayor vocación de diálogo. Y en lo que respecta a Cataluña no se puede decir que el PP lo haya ejercido ni con mucho ni con poco entusiasmo. Pero a su inacción no se puede responder con otra actuación antidemocrática de la mayoría que suma JpS y la CUP. El independentismo ha cruzado el Rubicón, pese a la advertencia de los letrados del Parlament y el Consejo de Garantías Estatutarias de que iban a incurrir en una ilegalidad. Así que no es que hayan dado una patada a la Constitución, sino que han pisoteado su propio marco de convivencia.
Y, ahora, decimos que Rajoy no puede volver a delegar en los Tribunales de Justicia la respuesta para eludir o amortiguar el coste de su deber como gobernante. Precisamente ahora, después de mucho tiempo de inacción es cuando no le queda otra. Habrá un día en que miraremos atrás y veremos cómo y en qué momento el Parlamento español y todos los Gobiernos habidos en democracia -unos por acción y otros por omisión- permitieron que el independentismo ganara lo que ahora llamamos la batalla del relato, y consiguió que aquellos que no quieren la secesión cayeran en más de una contradicción a la hora de reclamar acciones políticas, y no jurídicas.
Y será entonces cuando nos preguntemos cómo y por qué fuimos capaces de sostener que la aplicación de la Ley de Seguridad Nacional -prevista para tiempos de catástrofes, guerras y sedición- o la imposición de multas coercitivas y la suspensión de autoridades por parte del Tribunal Constitucional -que ha puesto en duda la Comisión de Venecia- son más apropiadas que el artículo 155 de la Carta Magna. Lean el texto de tan cacareado precepto que, pese a lo dicho y escrito, en ningún caso habla de suspender ninguna Autonomía:
"Si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España, el Gobierno, previo requerimiento al Presidente de la Comunidad Autónoma y, en el caso de no ser atendido, con la aprobación por mayoría absoluta del Senado, podrá adoptar las medidas necesarias para obligar a aquélla al cumplimiento forzoso de dichas obligaciones o para la protección del mencionado interés general"
Felipe González estuvo a punto de aplicarlo en la Comunidad Canaria en 1989. De hecho llegó a hacer un requerimiento en el Consejo de Ministros para activarlo después de que el gobierno del ex presidente Lorenzo Olarte se negara a aplicar el desarme arancelario establecido en el Tratado de Adhesión a la Comunidad Europea.
Si la política ha de resolver los problemas políticos, y el de Cataluña sin duda lo es, ¿por qué todas las respuestas al problema catalán han venido hasta ahora de los Tribunales, y no de la aplicación de un precepto constitucional que no requiere de la participación de las institucionales judiciales, sino de las políticas?
La respuesta igual hay que buscarla entre el cúmulo de veces que el Estado hizo delación de sus responsabilidades, entre las múltiples cesiones de todos los Gobiernos al nacionalismo cuando éste tenía la llave de la estabilidad y, desde luego, en la habilidad del independentismo que, aún perdiendo las formas y saltándose todas las garantías democráticas, ha logrado imponer el relato de que aplicar la Constitución es lesivo para la democracia. Una narrativa que comparte la izquierda en su conjunto, pero también la derecha, y no sólo Ciudadanos porque una parte del PP -incluido Rajoy- cree que responder a la ilegalidad con el 155 ni es proporcional ni es acertado en estos momentos.
Pues de esto y de la viciada atmósfera que se respira en Cataluña es de lo que ha ido esta semana, en la que el portavoz de Catalunya Sí que es Pot ha sido calificado de "fascista" por denunciar el nivel de degradación al que ha llegado el president de la Generalitat y advertir al independentismo de "cogerle el gusto a la antidemocracia, al autoritarismo y a pisar los derechos de los parlamentarios". Si Coscubiela, histórico sindicalista catalán de CC.OO. es un facha; si quienes defienden la acción política del 155 son unos "golpistas" y si algunos alcaldes de Cataluña tienen que recordar lo obvio (que prometieron cumplir la Constitución) para no participar en la organización del 1-O, es que hemos perdido todos el oremus.
Y no sólo ante la mayor crisis institucional, también por la resignación con la que hemos aceptado que el Banco de España dé por perdidos 40.000 millones de euros del rescate a los bancos y no le recordemos a la vicepresidenta del Gobierno que eso, también, es una "vergüenza democrática".