La verdadera razón de las protestas masivas en Colombia
Las manifestaciones no son únicamente producto de una reforma fiscal imprudente y desatinada que intentó sacar adelante el Gobierno de Iván Duque.
En 11 días de protestas en Colombia, diferentes ONG como Temblores o Idepaz han documentado al menos 47 personas asesinadas y más de 500 desaparecidas. Muchos de estos crímenes están documentados en cientos, sino miles de transmisiones de colombianos a través de Instagram, TikTok, Twitter y Facebook. Para dar algo de perspectiva, el número de muertes en Colombia ya ha superado en 11 días, las de las protestas que dieron origen a Black Lives Matter en Estados Unidos (30 en 60 días) y a las del estallido social en Chile en 2019 (34 en 150 días).
Los medios tradicionales colombianos insisten en presentar una situación distinta de la real, con el fin de lograr lo imposible: sesgar la visión de los hechos para que parezca un enfrentamiento entre “inadaptados”, impulsados por maquiavélicos poderes externos que se mueven en las sombras, y el Estado Colombiano. Pero son millones de colombianos los que están en las calles. Principalmente los más jóvenes y pobres, que en Colombia son muchos. Otros millones, también jóvenes, pero con familias de mayores ingresos (o simplemente algún ingreso), siguen en vela y apoyan desde las redes sociales, en medio de la impotencia y el desespero, el devenir de los acontecimientos desde sus casas, por miedo a salir y no regresar y temiendo por la vida de quienes están afuera.
Sobre la desmedida represión gubernamental en cabeza de la policía colombiana que ha acompañado las manifestaciones, la cual incluye la militarización de facto de una de las principales ciudades de Colombia (Cali, mi ciudad natal) y el uso indiscriminado de la fuerza por parte del ESMAD (escuadrón antidisturbios de la policía de Colombia) contra los manifestantes, ya se han pronunciado distintas instancias de las Naciones Unidas, y figuras políticas en España, Alemania y Estados Unidos, entre otros lugares. Las manifestaciones en contra de este uso excesivo de la fuerza cada día dan la vuelta al mundo, allá donde quiera que haya un grupo de colombianos.
A pesar de esto, tal represión escala día a día, o mejor noche a noche, animada por los peligrosos discursos de odio de la ultra derecha colombiana, que han incitado la aparición de grupos de civiles armados que disparan contra los manifestantes y contra los pueblos indígenas que se ha unido a las protestas. Toda la situación, inevitable y trágicamente, recuerda la forma de operación de los grupos paramilitares en Colombia, que cometieron durante décadas masacres a toda escala en contra de la población civil inerme, sin que el Estado colombiano hiciera lo suficiente por impedirlo.
Estos discursos de odio y la respuesta del Gobierno de Iván Duque, que se niega a dar voz a los manifestantes para buscar una solución política al conflicto, presagian la declaración de una dictadura, a efectos prácticos, instrumentalizada mediante la declaración de un estado de conmoción interior, que daría al actual presidente poderes supra-ejecutivos, por encima de las instancias legislativas y judiciales que están llamadas a sopesar el poder ejecutivo en una democracia y que solo podrá devenir en una inestabilidad mayor, más muertes, y más violencia.
Las manifestaciones no son únicamente producto de una reforma fiscal imprudente y desatinada que intentó sacar adelante el Gobierno de Duque en las últimas semanas. Tampoco de la reforma al sistema de salud que sigue en marcha, que promete ahondar en las desigualdades en la prestación del servicio de salud a los Colombianos. Las protestas, responden a realidades complejas y encarnadas amargamente en la historia de Colombia, que es uno de los países más desiguales, de una de las regiones más desiguales del mundo, y también uno de los más violentos.
Sin embargo, sí fue esta reforma la gota que derramó el vaso de agua y la que proveyó el combustible inicial de lo que Colombia vive hoy. Lo que Colombia nos está mostrando es que cualquier reforma fiscal en la región debe ser construida desde el consenso político de los sectores más afectados. Y que un acuerdo fiscal no puede ser concebido en el vacío histórico, ignorando las tendencias recientes en el mundo (desde la academia y por fuera de ella) que alertan sobre la necesidad de incrementar radicalmente la progresividad del sistema fiscal si queremos que nuestras sociedades modernas no colapsen en sucesivos estallidos de violencia, sobre todo en regiones tan desiguales como Colombia.
Cualquier reforma fiscal en Latinoamérica que no contemple el extraer la mayor cantidad de recursos posible de las rentas devengadas por no hacer nada más que haber nacido rico, y de los grandes patrimonios, que se heredan de generación en generación, sin pagar los impuestos que deberían, y sin aportar con su existencia nada al desarrollo del país, está condenada al fracaso, y solo puede traer inestabilidad, sangre y ruina.
Los detalles y la implementación política de un nuevo acuerdo tributario son complejos y requieren mucho trabajo, pero la idea general que debe subyacer es obvia. Deben ser los muy ricos (ese famoso 1%) los que carguen con la mayor parte de la anhelada progresividad del sistema tributario.
El Gobierno y los técnicos no deben preocuparse por una potencial “huida” de los ricos, que, al menos en el caso de Colombia, no se irán a ningún sitio. No pueden, porque sus negocios básicamente se basan en la extracción de rentas monopólicas conservadas mediante capital político, ya por muchas décadas. No se trata de las multinacionales europeas o estadounidenses que amenazan con trasladarse entre estados en EEUU, o que buscan lugares más convenientes para repatriar los multimillonarios dividendos que se generan en la Unión Europea, pero que deben volver a Estados Unidos, y que por eso lo hacen a través de Holanda. Los negocios de los (muy) ricos colombianos no se pueden mover a ninguna parte por definición. Se trata por ejemplo de conglomerados financieros sin presencia global o fábricas de bebidas azucaradas ancladas a monopolios de la tierra construidos por décadas, que no irán a ningún lado.
Que las rentas de los mismos no se vayan a través de complejos entramados y vacíos legales, y de paraísos fiscales, es algo que puede y tiene que ser regulado. Al respecto, en latitudes cercanas a Colombia ya se empieza a perfilar el cómo de una reforma fiscal de este tipo. Según Ignacio Flores y Thomas Piketty (La Tercera, 10 de mayo de 2021) en Chile, una reforma fiscal que afecte a las personas de alto patrimonio implica que la autoridad fiscal estime montos gravables de forma independiente, para así no depender de la buena fe del contribuyente; que exista una base imponible amplia y sin espacio para exenciones; que la aplicación de impuestos se realice sobre el patrimonio neto de deudas, independientemente del tipo de inversiones que los constituyan, bien sean inmuebles o títulos valores. Entre otros puntos que son tanto interesantes como prácticos.
Sí son necesarios nuevos acuerdos fiscales en la región y en particular en Colombia. Se deben pensar y es posible implementarlos. Pero no es cierto que la reducción de la brecha fiscal deba recaer sobre la terriblemente empobrecida clase media, a la que la pandemia dejó en la ruina. Es hora de mirar al 1%, a pesar del inmenso poder que los cobija. No hacerlo es mucho más costoso, en vidas y en estabilidad política y económica. También hay tiempo para hacerlo. Ya que tampoco es cierto que obsesionarse con el saneamiento fiscal repentino es sinónimo de responsabilidad macroeconómica.