La UE debe madurar deprisa, espoleada por Putin
La UE se sitúa en la Historia ante un momento decisivo para la preservación de su proyecto y valores en su presente y su futuro.
Es generalmente aceptado que la identidad de Europa se ha construido de la mano del instrumento del Derecho; esa es la lección aprendida para conjurar la guerra como herramienta o instrumento de resolución de conflictos. La narrativa de la UE se ha justificado siempre como una vacuna y antídoto contra un flagelo tan cruel como el que ha impuesto a la memoria de las generaciones vivas esa sucesión histórica de guerras cada vez más sangrientas en el suelo de nuestro viejo continente, que alcanzan su paroxismo en la matanza inabarcable de la IIGM.
Exactamente por ello, ante la conmocionante brutalidad de la guerra de agresión de Putin contra Ucrania y su pueblo, la UE se sitúa en la Historia ante un momento decisivo —time changer, un breaking point— para la preservación de su proyecto y valores en su presente y su futuro.
Compelidos por la fuerza normativa de los hechos, los Estados miembros (EEMM) de la UE han de asumir la obligación de adquirir esa estatura global largamente demorada, abandonado esa etapa infantil y adolescente en que se ha resistido a crecer y madurar, asumiendo de una vez sus responsabilidades. Es hora de dejar atrás esa edad de la inocencia recreada en ‘poder blando’ (soft power). Y que lo haga cuanto antes, recuperando deprisa mucho tiempo perdido, para disponerse a actuar como un actor globalmente relevante, parejo
en su capacidad de influencia diplomática y de promoción eficaz de sus valores e intereses a su posición de campeón mundial de los pesos pesados en Ayuda Humanitaria y Cooperación al Desarrollo, capítulos en los que suma más que EEUU, Rusia y China juntos, sin que haya conseguido nunca capitalizar ni menos optimizar el rendimiento de ese esfuerzo.
Forzada por el dramático acontecimiento epocal de la agresión bélica de Putin contra el pueblo ucraniano y su derecho a preservar tanto su soberanía en el orden internacional como su integridad territorial, la UE se encara al apremiante desafío de desarrollar su autonomía estratégica, su autonomía energética y una capacidad militar de intervención rápida en situaciones de emergencia, en el marco de una Política Exterior de Seguridad y Defensa (arts. 42 a 46 TUE). Una PESD fundada en la constatación de que su actual fragmentación equivale
punto menos que a una condena a la impotencia sobre todos sus EEMM, incluida Francia, que no solamente es (tras el brexit de Reino Unido) la única potencia nuclear europea, sino que además es la única con asiento permanente en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.
Ninguno de los países europeos tiene, por sí solo, ninguna opción verosímil de hacerse escuchar, aquí y ahora, por Putin. La única oportunidad es aunar todas las fuerzas y actuar con contundencia allí donde puede hacerlo, hasta recrear las condiciones que reabran una ventana creíble a la vía diplomática hacia una nueva arquitectura de seguridad global (la cumbre en España de la OTAN el próximo mes de junio será una ocasión invaluable para fijar ese objetivo).
¿Es preciso recordar que el presidente de turno de la UE, Emmanuel Macron, acudió a Moscú, reunión con Putin, habiendo reiterado después sus empeños diplomáticos en largas conversaciones telefónicas, y que todo ha sido inútil, como lo fueron también los esfuerzos de Olaf Scholz, nuevo canciller alemán? Si fueron tan infructuosos los esfuerzos diplomáticos de los jefes de Gobierno de los dos países más grandes de la UE en PIB y en población es por una razón simple: con taimada ocultación, Putin preparaba hace tiempo su alevosa guerra de invasión contra la soberanía de Ucrania, contra los valores de la UE, contra toda legalidad internacional y contra la paz mundial. Hora es ya de hacerle frente a una verdad tan ineludible como exigente, por incómoda que nos pueda parecer ante los costes que acarree: la única interlocución posible en estos momentos con Putin es la de la UE unida en su determinación de emplear todas sus capacidades en forzarle a modificar su estrategia y su injustificable dirección de la ofensiva militar.
Es imposible no evocar cómo Gran Bretaña y Francia reaccionaron inicialmente ante la patente amenaza que suponía el régimen nazi intentando concesiones que, lamentablemente no solo resultaron estériles, sino que brindaron ventajas y tiempo para que el Tercer Reich completase sus designios para desencadenar la inconcebible mortandad de la IIGM. Son las lecciones de la historia: nos enseñan que no sirve la disuasión diplomática ante quien está dispuesto a utilizar la fuerza bruta sin contemplaciones morales y sin reparar un segundo en
el coste de sacrificar todas las vidas humanas que se interpongan en el camino de sus tanques.
Quien actúa como lo ha hecho Putin ahora contra Ucrania lo había predeterminado desde hacía mucho tiempo ocultando, sin embargo, sus intenciones bajo un pretendido casus belli que incluye imputarle a la OTAN “defraudar” sus compromisos de los años 90 (no expandirse hacia la vecindad inmediata de Rusia) y haber invitado a Ucrania a formar parte de la OTAN.
Cualesquiera que sean sus argumentos o pretextos, sigue siendo simplemente
intolerable que Putin decida a su antojo sobre el futuro de los que, por mucho que fueran parte de la URSS, han sido y son Estados soberanos e independientes desde hace 30 años sacrificando a millares de civiles inocentes.
Y nadie se engañe al respecto: no estamos ante ninguna amenaza de ese “fantasma del comunismo” con que principió el legendario Manifiesto de Marx y Engels (1848), sino ante un nacionalismo reaccionario e irredento más próximo a la extrema derecha autoritaria y represiva, que emplea con ferocidad la violencia de la fuerza para restituirle a su ensoñada gran Rusia la misma área de influencia que tuvo en su día la URSS.
¿Acaso resulta posible ignorar, subestimar, o —aún peor— hurtar la vista a esta realidad y a su potencial impacto desestabilizador o destructivo, sin más, de cualquier aspiración al orden y la paz mundial?