La resurrección de Lombroso
En uno de mis ya demasiados cumpleaños, revisando en un periódico las personas relevantes que habían nacido el mismo día, descubrí a Cesare Lombroso. Entre los miembros de la lista de celebridades, Lombroso era una de las que desconocía, por lo que la curiosidad me lanzó a una investigación del personaje.
Lombroso fue lo que hoy muchos calificamos como un ser intelectualmente deleznable. Fue un hijo de esa época oscura que fue la segunda mitad del siglo XIX, donde están las raíces de las tragedias que marcaron los primeros cincuenta años del siguiente siglo. Representante del positivismo criminológico, defendía una estricta teoría del origen físico y biológico de la delincuencia, de la que después bebieron ideólogos nazis. El criminólogo italiano, tras examinar a distintos delincuentes, llegó a la conclusión que el criminal podía ser identificado por sus rasgos morfológicos y psíquicos, especialmente, por sus características faciales. Lombroso llevaba sus teorías hasta sus últimas consecuencias. En sus obras, junto a galerías de rostros característicos de criminales, incluía la recomendación que, una vez identificados por sus características faciales, los delincuentes natos fueran encerrados para siempre, incluso aunque no hubieran cometido delito.
Recientemente, Lombroso ha vuelto a mi memoria. En las jornadas previas al Día del Orgullo de 2018, entre los muchos artículos de temática LGTBI+ publicados en medios nacionales e internacionales, descubrí una investigación que proclamaba que la orientación sexual puede ser identificada mediante reconocimiento facial. Firmaba el estudio un heredero del pensamiento del criminólogo italiano llamado Michal Kosinski, profesor en Stanford. Me sorprendió que la investigación tuviera más de un año de antigüedad y no haber tenido noticia de ella antes, más estando profesionalmente ligado al mundo tecnológico y personalmente a los colectivos LGTBI+. La repercusión en medios de ésta resurrección de la eugenesia fue sorprendentemente limitada.
Según el estudio publicado por el profesor de Stanford, el algoritmo de reconocimiento facial que usó pudo distinguir correctamente entre hombres gays y heterosexuales el 81% de las veces, y mujeres lesbianas y heterosexuales el 71% de las veces. El aviso con que concluye el final del resumen del estudio, alertando de la amenaza que supone su hallazgo para la privacidad y seguridad de las personas homosexuales, no calma las sospechas sobre las intenciones reales que Kosinski pudiera tener con el experimento realizado. La simple idea de de realizarlo sitúa su mentalidad entre aquellos inclinados a violentar la intimidad de las personas y el determinismo biológico. Estemos satisfechos con que, por lo menos, no recomiende el enclaustramiento de las personas LGTBI+.
Dejando a un lado sus motivaciones, el experimento de Kosinski es cuestionable en sus resultados por muchas razones. Para empezar, sería necesario en primer lugar estudiar a fondo los posibles sesgos de la algoritmia. Adicionalmente, la organización GLAAD (Gay and Lesbian Alliance Against Defamation) identificó una serie de imperfecciones entre los datos (rostros) tomados para el estudio. Entre las carencias más que significativas denunciadas por la organización están la ausencia de personas ajenas a la raza blanca, el limitado rango de edades de las personas cuyo rostro ha sido estudiado o la selección de las fotos faciales usadas en el experimento de una web de citas. Todo apunta a un caso más de dudosa calidad de los datos analizados, y es que no todo es cantidad de información.
En su obra La locura del solucionismo tecnológico, Morozov avisa que con el algoritmo adecuado y los datos de aprendizaje precisos, todos podemos ser clasificados en un grupo cualquiera. El Reglamento General de Protección de Datos introduce herramientas para que un ciudadano pueda demandar conocer cómo se realiza una clasificación algorítmica de él. Sin embargo, la indiferencia ciudadana ante el experimento de Kosinski hace augurar que ni siquiera eso sea suficiente. Como algunos en la propia industria solicitan, quizás es hora de comenzar a pensar en regular la finalidad con que se usa una herramienta tan potente como el reconocimiento facial.
El craneógrafo y el estesiómetro figuraban entre los rudimentarios instrumentos que Lombroso utilizaba para validar sus teorías. El italiano sería hoy feliz con los sistemas digitales de reconocimiento facial, que le ayudarían a ser más preciso en sus obscenas mediciones. Incluso podría llevar sus herramientas de trabajo cómodamente en su bolsillo, integrados dentro de un smartphone con una app que es incluso capaz de diferenciar entre hermanos gemelos. Es preocupante pensar que, en este mismo momento, probablemente existan hijos intelectuales del criminólogo positivista validando los algoritmos de Kosinski con esas mismas apps sin control alguno.
La digitalización parece estar haciendo renacer las ideas más oscuras de la segunda mitad del siglo XIX. No resulta preocupante que Lombroso pudiera tener nuevos instrumentos para validar sus inmundas teorías si naciera de nuevo. Lo realmente inquietante es que surjan personajes como Michal Kosinski, que reviven las ideas lombrosianas sin pudor alguno y ante la indiferencia social. El hecho que un experimento así haya pasado relativamente inadvertido, sin su difusión como ejemplo de mala praxis, y no haya despertado la ira global, sólo refleja la incapacidad de la sociedad y medios de advertir los riesgos a la largo plazo de ciertos inventos. Un vacío que sólo puede cerrarse con intervención política y regulatoria.