La primera vez
Nos cuesta aceptar nuestra paridad con las hormigas.
Echarle valor a la vida, si se piensa un poco, no tiene mayor mérito. Quien más, quien menos, todos hemos tenido que afrontar el peligro, la vergüenza, la miseria o el asco en alguna ocasión.
También, como al involuntario jugador de Babilonia, nos rozan a lo largo de nuestra existencia el triunfo, el placer y la fortuna, Y a ese equilibrio nos confiamos para aceptar los días que se van sumando.
Lo duro es tener que echarle valor a la muerte.
Admiro al patriarca gitano que acudió al médico ante la sospecha de que aquel dolor en el costado era algo muy serio. Como viera que el doctor se andaba con rodeos, le dio pie para que le contara la verdad con un escueto “dígame lo que tenga que decirme, que yo he venido a que me desengañe.”
Por más que lo repitamos, somos incapaces de aceptar que la muerte forma parte del proceso natural de la vida y que todo aquel que nació ha muerto (palabra de Cela). Y a nosotros nos tocará.
Ya lo creo que nos tocará.
Puede que semejante negación de lo evidente tenga que ver con la religión aún incrustada en nuestro cerebro, que nos promete un castigo eterno y terrorífico por el mero hecho de ser humanos y comportarnos como tales. “Yo no creo, pero tengo miedo”, me confesó el ilustre científico mexicano al que ya les presenté en una nota anterior. Tan ufanos estamos en nuestra supremacía que nos cuesta aceptar la desaparición como destino, sin más perduración que la de la especie.
Nos cuesta aceptar nuestra paridad con las hormigas.
Además, ¿cómo no iba a creer en el más allá, si soy de Robledillo?
Pero hay ocasiones en que el aviso de los galenos anticipa el infierno en este lado, cuando el diagnóstico augura un tránsito a través del dolor insoportable, la invalidez progresiva y el sufrimiento siempre creciente; un menú que, como la sopa cuartelera, nunca imaginamos tener que tragar. Ante esa realidad, muchos se plantean si es preferible la duración al sosiego; si unos cuantos meses menos no son más sensatos que la tortura sistemática contra nosotros y quienes nos rodean.
En ese momento, tropezábamos con la ley.
“Dueño el hombre de su vida, lo es también de su muerte”, afirma infinitamente Borges. Pero hay gentes que no son partidarias de semejante multipropiedad y han ejercido durante siglos el monopolio sobre las muertes ajenas, ya repartiéndolas a discreción, ya negándolas a quienes las buscaban como remedio a cualquiera de las mil formas de la desgracia. A estos individuos, que, curiosamente, son los mismos que se asquean ante los placeres de la vida cuando no coinciden con su muy estrecho criterio, la modificación en los códigos que nos permite el acceso a la eutanasia les repugna.
Desde que se aprobó la ley que previene y posibilita el ejercicio de esta, más de ciento setenta personas se han acogido a ese último rasgo de piedad que durante tanto tiempo se les negó. Y considero que demuestran más valor al decidir conocer la respuesta que al demorarla entre calmantes que más pronto que tarde resultarán insuficientes, o intervenciones lesivas que los descuartizan con meticulosidad no exenta de sadismo (el de la ley que obligaba a la supervivencia, no el de los cirujanos, quede claro).
“Mi cuñado -me cuenta un amigo- pasó su última semana sin garganta, roída por el cáncer. La morfina le hacía el mismo efecto que la sal de frutas, y él se ahogaba con los trozos de carne podrida que se le desgajaban sobre la tráquea. Tuvo que aguantar porque el aumento de dosis que le hubiera permitido descansar incurría en lo delictivo, y ningún doctor se jugaba la cárcel por ahorrar una agonía.”
A mí me encontraron el temido signo zodiacal adueñándose de mi cuerpo, y solo la casualidad de un dolor que nada tenía que ver con él me llevó ante el galeno con tiempo suficiente para, amancebado con la quimio, atacarlo y mandarlo a tomar por culo.
Nunca se me borrará la intensidad que adquirió cada pequeño gesto que había ejecutado automáticamente durante años y cada sensación: el agua de la ducha sobre el rostro, el aroma de los chiles, el del vino, el incomparable roce de un cuerpo contra otro (lo que viene a ser sexo, vamos), el bravío de los estofados de caza, el almizclado olor de los caballos cuando retornan tras la carrera, sudorosos y exhaustos… cuando supe que tales ocasiones iban a terminar más pronto que tarde, apuraba cada una de ellas con la avaricia y la ansiedad del drogadicto.
También ahora, que sé que mis achaques son consecuencia de la edad y me sobresalto el día en que no me duele nada, los disfruto con la misma pasión que los orgasmos que, ay, ya van costando un poco. Y es, créanme, muy placentera esta etapa de la vida, cuando, como Fosbury, de espaldas al vértigo, hemos saltado el listón de los setenta.
Tenía razón, ahora lo sé, quien inspiradamente escribió “lo que perdimos en el fuego, lo encontramos en las cenizas.”
Entiendo a quienes quieren escapar de su cuerpo cuando descubren que, más que la cárcel de la que hablan los místicos, es una refinada y atroz sala de tortura de la que no los librará ni la delación ni la confesión de algún crimen.
Y les admiro por excavar, consciente y serenamente, un túnel sin salida conocida ni posibilidad de retorno.
Aunque no dejo de aplaudir a quienes optan por resistir hasta el último momento posible (y a los que se despiden blasfemando). Y no estoy seguro de no inscribirme en sus filas, llegado el caso. Para un descreído como yo, todo viene demasiado pronto.
Lo que no creo que logre alcanzar es la elegancia de la anciana que vomitó el puré en que se había diluido el toxico salvador (al parecer, si es posible, se prefiere la ingesta a la inyección; supongo que para reforzar el carácter voluntario del acto):
-Discúlpeme –le dijo al médico como avergonzada- Son los nervios. Como es la primera vez…