La percepción del tiempo en una ciudad china confinada por el coronavirus
La mayoría de personas se ven incapaces de gestionar la situación.
Creo que fue Martin Heiddeger quien sugirió que el tiempo existe en consecuencia de los eventos que tienen lugar en ese periodo. En efecto, la percepción del tiempo es subjetiva. La actual situación de aislamiento de cientos de miles de familias chinas habría proporcionado una muestra de dimensiones sin precedentes para demostrar de forma empírica su afirmación.
La sociedad china actual es un ejemplo de hiperactividad colectiva. Al margen del periodo vacacional del año nuevo lunar, un empleado chino promedio disfruta de unos exiguos cinco días de vacaciones anuales. Mi amiga Jin Jin, como tantas otras, ha pasado los dos últimos años de bachillerato durmiendo apenas cinco horas diarias para poder completar todos los trabajos de su instituto, incluyendo fines de semana.
De repente, para todas estas familias, el tiempo se ha paralizado. Alguien ha pulsado el botón de pausa del vídeo. La actividad frenética propia de las mega ciudades chinas ha dado paso a un vacío absoluto. El concepto de ocio tal y como lo conocemos en Occidente es un fenómeno relativamente reciente en China. Sus habitantes están acostumbrados a exprimir cada minuto de tiempo libre. Ahora disponen de tiempo ilimitado, pero las opciones de ocio son prácticamente inexistentes cuando se está en régimen de semi-confinamiento. La mayoría de personas se ven incapaces de gestionar la situación.
La televisión tradicional parece haber entrado en bucle. Creo que las palabras “Wuhan, Hubei y Xi Jinping” se repiten unas 100 veces por hora en cualquier canal. Esto tampoco contribuye mucho a aliviar la tensión. Llevamos ya cerca de tres semanas viviendo una situación absolutamente excepcional y lo peor es que no hay nadie capaz de pronosticar de forma inequívoca cuánto tiempo más se prolongará. A cada noticia mala, le sucede otra peor. La desinformación y las fake news corren como la pólvora a pesar de los esfuerzos del Gobierno chino para evitarlo. En general, la gente se refugia en Internet para todo. Mis hermanos chinos tratan de seguir sus clases online, pero rara vez lo consiguen por que la conexión a Internet es bastante inestable.
En las redes sociales chinas, unas perfectas desconocidas para la mayor parte de occidentales, sus usuarios intercambian mensajes de ánimo y esperanza. Muchos usuarios han aplicado un filtro a su foto de perfil que añade una máscara. Yo me he sumado a ese gesto.
También se han sucedido muestras de solidaridad. Hay personas que envían comida a los extenuados empleados de los hospitales a través de algunas de las plataformas de reparto a domicilio que aún funcionan, aunque sean unos perfectos extraños para ellos. En mi familia hemos hecho una donación anónima de máscaras, compradas en Corea, a uno de los hospitales de la ciudad.
El trueque se empieza a generalizar. Hace un par de días intercambiamos máscaras por alcohol con nuestros vecinos del piso 17.
Esta crisis ha creado un superhéroe en la figura del fallecido Doctor Li Wenliang que alertó de la peligrosidad del virus. Sin embargo, también ha creado a un supervillano en la figura de un ciudadano anónimo que viajó de Wuhan a Zhejiang y que, aun siendo consciente que padecía los síntomas del virus, se paseó por toda la ciudad contaminando a todo aquel que encontraba en su camino. De hecho Zhejiang, presenta un número de casos registrados anormalmente alto en relación a sus prefecturas vecinas. Todo el mundo espera y desea que este supervillano tenga un castigo ejemplar. El Gobierno chino ya ha advertido que actuaciones similares tendrán consecuencias penales.
Por lo demás, en régimen de semi-aislamiento, mi vida transcurre despacio. Uno de los momentos que suponen un pequeño punto de inflexión que ayuda a romper la monotonía es el paseo diario por la urbanización.
A este paseo, le precede una ceremonia bien definida. Localizar la máscara y el bote de gel antiséptico. Salir al rellano y agudizar el oído. Una vez que estamos seguros de que el ascensor no está en funcionamiento (para evitar la posibilidad de que llegue con algún ocupante), llamamos al ascensor. Esta tarea me corresponde a mí, puesto que suelo llevar mi monopatín, cuya punta uso como improvisado instrumento para pulsar los botones que accionan el elevador.
Con alguna frecuencia, durante nuestro paseo, nos encontramos con otras personas. Estos encuentros revisten momentos de cierta tensión. El otro día, en un punto donde el camino se estrecha entre dos zonas verdes, una persona caminaba en mi dirección. Nos miramos de forma furtiva. Es difícil de explicar. Es una mirada polivalvamente, que escudriña al oponente, advierte de tu presencia y al mismo tiempo le pide disculpas por algo que aún no ha sucedido. De pronto, el caminante avivó el paso y con una agilidad impropia de su edad, saltó el seto y continuó su trayecto por el césped. Situaciones similares se repiten a diario.
En las urbanizaciones es habitual la presencia de máquinas de vending de lo más variopintas; las hay que dispensan huevos, yogures... En mi recinto hay una que expende pollos asados. Cada vez que me acerco a esta máquina, una voz metálica de mujer intenta llamar mi atención. “Bienvenido estimado cliente, pruebe nuestro delicioso pollo asado”. Esta máquina fue instalada poco antes de la crisis del coronavirus y no tuvo ningún éxito. Con las primeras señales de alarma, la máquina despachó en un día lo que no había despachado en semanas. Ahora luce un solo ejemplar de pollo y un cartel hecho de forma apresurada y un tanto zafia advierte que no se puede comprar. Creo que será interesante seguir el presumible proceso de fosilización del pollo desamparado.