La paz que no existe
El único camino a donde te conduce el rencor es hacia tus propias cicatrices emocionales, hacia esa versión de ti misma disminuida por la angustia y el temor.
Durante años, fui muy rencorosa. Por supuesto, yo no le llamaba así, sino que insistía se trataba de algo parecido a un “firme criterio”. Si alguien me había herido, ofendido o agredido de cualquier manera, la forma de evitar volviera a ocurrir era teniendo bastante claro qué había hecho y en cual circunstancia. Y recordarlo con frecuencia. Pensar en lo terrible de lo que había ocurrido y como me había afectado. Lo llevaba a toda parte y le llamaba “lecciones”, aunque en realidad, había aprendido muy poco sobre nada gracias a esa necesidad mía de tener muy presentes los momentos dolorosos en mi vida. Pero yo insistía en que sí. Me parecía sin sentido “olvidar”, mucho menos intentar comprender conductas que de alguna u otra manera me habían afectado. Lo real, lo importante, era el dolor que me habían provocado y mi intención de nunca olvidar la “culpa” de alguien más. ¿La mía? eso estaba fuera de toda discusión: era la ofendida, la que había sufrido. ¿Qué culpa podía tener yo con respecto al comportamiento ajeno?
Mi amiga Alba (es su nombre real) solía juzgar mi hábito por el rencor como “un arma contra mi propia cordura”. Siempre que me escuchaba enfurecerme o estallar de ira al recordar algún suceso doloroso, me preguntaba si esa insistencia mía en llevar un detallado registro de todo lo que provocaba dolor me parecía sano. Cuando le respondía que más me valía recordar — y bien — el comportamiento ajeno para evitar que me hicieran daño de nuevo, insistía en que eso era una visión poco menos que perniciosa sobre el dolor y la experiencia cotidiana. Una forma de construir un andamiaje de cólera insustancial que llevaba a todas partes, tan pesado y aplastante, que consumía parte de mi necesidad de comprender el mundo de una manera sana. Solía reírme de su interpretación de las cosas, de lo que insistía en llamar, su inocencia.
- Es la única manera segura de evitar vivir de nuevo lo que sea te haya herido — le expliqué en una oportunidad — . No necesito reabrir mis heridas, pero tampoco infligirme nuevas por no recordar como me lastimé en primer lugar.
- Estás juzgando constantemente — me respondió Alba — , para perdonar debes asumir, que no hay manera de reparar los errores, sino a través de un final concreto de lo que haces o no.
Mi amiga tenía una inquebrantable fe en la humanidad, pero sobre todas las cosas, estaba convencida que el cambio espiritual no es algo tan abstracto ni tan idílico como podría imaginarse. Había algo utilitario y hasta pragmático en sus reflexiones: El único camino a donde te conduce el rencor es hacia tus propias cicatrices emocionales, hacia esa versión de ti misma disminuida por la angustia y el temor. Juzgas el comportamiento de los demás, y te victimizas en consecuencia. Juzgas lo que ocurre a tu alrededor desde una mirada tan limitada que no miras el contexto, la versión que une y construye las historias a tu alrededor. El odio es un sentimiento de frustración, el no encontrar la manera de justificar ni comprender la conducta ajena. Y esa incapacidad te deja a ciegas, abrumado y debilitado por el hecho de lidiar con una situación que te desborda.
Poesía, pensé con cierto cinismo. O mejor dicho, esa mirada el mundo como un gran planteamiento filosófico. No obstante, lo que decía Alba parecía coincidir con algo en lo que solía insistir mi abuela: El odio solo es un ciclo incompleto de miedo. Mi abuela era una mujer liberal, flexible y optimista. Estaba convencida que todo tenía un sentido y una razón. Piezas en un entramado amplísimo sobre la realidad que parecían construir un paisaje intimo sobre quienes somos y como nos comprendemos. Me pregunté si Alba analizaba las cosas bajo ese mismo supuesto de la justificación necesaria, o mejor dicho, si asumía esa idea de la responsabilidad como una forma de sostener esa necesidad suya del perdón.
¿En que consiste el perdón, después de todo? ¿Un olvido selectivo y probablemente conveniente de un hecho que analizado por separado tiene un valor destructor? ¿Quién o qué te brinda el poder de justificar, de limpiar las culpas o mejor dicho, construir una idea sobre la actuación ajena? Pensé que la religión era una manera muy sencilla de asumirse como superior moral y perdonar. El dios cristiano, omnipresente y bondadoso, perdonaba por naturaleza. Cada religión tenía un entramado de ideas sobre la absolución y la admisión de culpa sutilmente complejo, pero todos conducían a la misma conclusión: se perdona por una naturaleza intrínsecamente bondadosa. Un don divino. Pero para Alba la idea no era tan sencilla.
- No hablamos de religión, tampoco de dogma religioso. Perdonas porque llegas a la conclusión que estás brindando significado, peso y un lugar en tu vida a un tipo de dolor que ya no puedes remediar — dijo —. Cuando llegas a ese convencimiento, perdonar es sencillo.
Pues, para mí no lo era. Aunque no tenía muy claro qué evitaba que pudiera comprender la idea en toda su amplitud, seguía bastante convencida que ese “perdón” superficial, elemental y sobre todo, abierto a cualquier interpretación, era parte de esa consciencia contemporánea sobre la banalidad de la responsabilidad del otro, sobre las acciones y nuestra capacidad para mirar a la sociedad como un mero ejercicio de convivencia. Pero la idea continuó preocupándome. No solo porque “perdonar” no me parecía una forma de paz sino porque, además, no incluía necesariamente lo que interpretaba como necesario para encontrar ese equilibrio espiritual entre lo que deseamos y quienes somos. Y es que después de todo, es desconcertante asumir que el perdón puede reinventar una historia, construir una nueva perspectiva sobre lo que asumimos real y lo que no lo es. ¿Qué ocurre con el dolor? ¿Y las consecuencias de un hecho eminentemente hiriente? Y si vamos más allá: ¿Que sugiere el perdón con respecto al dolor de un asesinato, de una pérdida irreparable? Eran ideas que me atormentaban con frecuencia, que me dejaban abrumada por una sensación de inevitabilidad. El rencor existe y también el sufrimiento que produce. ¿Que hay más allá de eso?
Investigando, encontré que de hecho, la incertidumbre sobre la naturaleza del sufrimiento, es la base de muchas de las reflexiones sobre el poder del perdón y la asimilación del remordimiento como una forma de reconstrucción social. En Ruanda, por ejemplo, el perdón se había convertido en una política nacional imprescindible. Luego de sufrir uno de los peores genocidios registrados en la historia durante el año 1994, el país intenta reconciliarse — perdonarse — con esfuerzo. Una de las primeras actividades auspiciadas por el Gobierno elegido inmediatamente después, fue llevar a cabo ceremonias y establecer días para recordar lo ocurrido y la reconciliación. Las víctimas — cuyos cuerpos aún llenaban calles y avenidas de país — fueron enterrados por grupos del “perdón” en fosas comunes en diferentes regiones. También se construyeron casi dos centenares de cementerios pequeños, con la intención de brindar cierta dignidad a las multitud de victimas anónimas que aún continuaban encontrándose en la calma frágil de un país en recuperación. En esos pequeños espacios neutros, silenciosos y casi escalofriantes, el Gobierno realiza anualmente “los días del recuerdo y la reconciliación” en memoria de los asesinados en el país durante los cruentos días del genocidio. Y es que ninguna familia ruandesa escapó a la violencia: todo sobreviviente en Ruanda perdió al menos un familiar. El perdón es por tanto necesario para la reconstrucción del país. Un punto y aparte que permita levantar una visión nacional conjunta y viable. El perdón como exigencia e incluso como obligación.
Las ceremonias del perdón ruandesas, por tanto, carecen de verdadero sentido emocional e incluso ideal. Son una manera de aceptar la responsabilidad y sobre todo, concluir que Ruanda, como país, necesita de ese profundo reconocimiento de la existencia del otro para sobrevivir a su tragedia. La ceremonia, de hecho, intenta desarrollar en cada ciudadano ruandés una identidad general, que impida mirarse como los extremos en disputa y esa visión étnica que desencadenó la violencia. La insistencia de perdón como herramienta de reconstrucción. Una forma de reconocimiento del otro, de la posibilidad del temor, de todas las cosas perdidas y rotas en medio del odio.
Lo medito, a solas, tratando de comprenderme a través de ese pensamiento elemental, duro y agresivo. ¿Qué es el rencor? Es como una vuelta de hoja de mi necesidad de mirarme, de comprender el motivo por el cual durante tanto tiempo me importó tanto recordar y jamás justificar el dolor que alguien pudo infringir. ¿Cuándo comenzó el proceso? Pienso en la primera vez que pensé en el perdón no como una idea que trascendiera a mí misma, sino como un análisis del tiempo que vivo, de mi identidad y más allá, mi percepción del futuro.
- Lee esto — me dijo entonces Alba —, te hará bien analizar un poco sobre el odio y el rencor desde la perspectiva de alguien que lo sufrió.
Me puso el libro entre las manos. Leí el titulo Mírame volar de Myrlie Evers. Recordé el nombre de la autora: era la esposa del luchador de los derechos civiles norteamericano, Medgar Evers, asesinado en el 63 por un supremacista blanco. Cuando sostuve el libro, me pregunté qué podría encontrar en él. Si habría algún tipo de idea filosófica que pudiese consolarme.
La encontré, por supuesto. Porque lejos de intentar disminuir o menospreciar el dolor en beneficio de una redención basada en el dolor, Myrlie Evers pareció encontrar justamente una visión de la responsabilidad y la culpa mucho más concisa y profundamente sentida. Para Evers, quien por años sufrió en silencio el dolor de haber visto morir a su esposo asesinado, el perdón no era una opción fácil. Era una manera de sobreponerte a ti misma, a las heridas y grietas que el sufrimiento ocasiona en tu punto de vista sobre el mundo. Con una serenidad que me desconcertó, Evers cuenta su largo proceso desde el odio insistente hacia el asesino de su esposo, hasta el día en que se liberó por completo del rencor. Y renació.
“El día en que comprendí que el rencor es un veneno que tomas esperando que dañe a otro, miré el perdón como el antídoto a la angustia, no una disculpa”, dice la autora. Y añade: “Sin embargo, comprenderlo no hizo que abandonara mis pequeños hábitos de odio. Lo hizo asumir que el asesino de mi esposo tenía poder sobre mí, uno muy fuerte. Podía hacerme sufrir, incluso cuando ni siquiera recordaba mi nombre. Porque yo se lo permitía. Nunca renunciaría a mi búsqueda de justicia. De lo que me liberé fue de las líneas que me unían a esa parte terrible de mi pasado”.
Lo pienso, mientras medito en la libertad de escoger cómo continuar con tu vida después de ser herida, de sobrevivir a los pequeños grandes dolores cotidianos. Y aun cuando continúo de vez en cuando debatiéndome entre la frustración y el desconcierto, también hay un momento de silencio donde puedo permitirme comprender que soy el fruto de mis propias decisiones. De mi derecho a creer y crecer.