La 'operación Groenlandia' de Trump y la 'operación Crimea' de Putin
El presidente de Estados Unidos querrá pasar a la historia por haber aumentado la superficie territorial del país.
Tanto Putin como Trump comparten algunos ‘valores’. Los dos son declarados supremacistas; los dos son líderes populistas y ególatras; ambos tienen parecidos discursos patrióticos: Donald Trump tuvo como lema para su campaña electoral aquello de ‘Hacer América Grande de Nuevo’ (Make America Great Again). Vladimir Putin, antiguo agente de la tenebrosa KGB soviética en Berlín, nunca ha ocultado su nostalgia del poderío de la extinta URSS. Su implosión y posterior disgregación, con la abrupta ruptura de la unidad territorial alrededor de la ‘Madre Rusia’ la considera la mayor catástrofe del siglo XX.
El discurso nacionalista del presidente ruso tiene varios ángulos. Uno de ellos es la justificación de los hechos más controvertidos y denostados por una mayoría de rusos, como el pacto entre Hitler y Stalin (Molotov-Ribbentrop, que fueron los firmantes delegados) y que incluía el reparto de Europa entre ambos: la Unión Soviética se quedaba con Finlandia, las repúblicas bálticas y el este de Polonia.
Por esta poderosa razón, tras la anexión forzosa de Crimea y la presencia del largo brazo (armado, pero disfrazado) de Moscú en las provincias limítrofes de Ucrania, tanto Polonia, como Estonia, Letonia y Lituania, sienten en la nuca de su democracia el aliento del lobo.
Los ejercicios tácticos y movimientos amenazantes de tropas rusas en sus fronteras han forzado a la OTAN a mantener importantes retenes militares de disuasión, en los que participan unidades del Ejército del Aire español.
Y si Putin nunca ha ocultado su aspiración de ‘hacer grande a Rusia de nuevo’, Donald Trump le copió el lema, la estrategia y más cosas. Entre los dos hay otra afinidad: una tentación que de momento puede llamarse ‘personalista’, porque desborda el término ‘presidencialista’. Putin con decretos y un régimen a su medida; Trump, con su gobierno por Twitter y su desprecio al sistema de contrapoderes y equilibrios entre el ejecutivo, el legislativo y el judicial, que es la columna vertebral de EEUU desde los padres fundadores.
La reciente filtración, confirmada por la Casa Blanca, de que Donald Trump quiere comprarle Groenlandia a Dinamarca, porque es “una buena operación inmobiliaria y estratégica para Estados Unidos”, viene a ser un equivalente ‘práctico’ pero más ‘comercial’ y menos Rambo de la toma de Crimea por su admirado y más cosas Vladimir, cuyas conexiones continúan investigando en Washington.
Pero este es un poliedro con muchas caras. Unas se ven a simple vista, y otras no. Hay una especie de ‘primera derivada’: tanto la anexión o ‘recuperación’ rusa de Crimea y la desestabilización de Ucrania, así como la constante presión sobre los estados bálticos… como la ‘compra’ de Groenlandia (la isla más grande después del continente australiano, 2.522 millones de kilómetros cuadrados) pueden verse como maniobras en tenaza contra la Unión Europea.
La ocurrencia de Trump, que es sin duda un señuelo más para su próxima campaña electoral, ha roto todas las reglas entre aliados: los trata en realidad como súbditos. La altanera ‘pre-oferta’ de compra ha sido recibida en Dinamarca como una ofensiva impertinencia. La reacción de su primera ministra, Mette Frederiksen, que consideró algo “absurdo” semejante “gran operación inmobiliaria y estratégica”, primer paso diplomático para tomarlo a coña, enfureció al presidente estadounidense, que la consideró una “falta de respeto” y canceló una visita oficial prevista para la siguiente semana, y que incluía una audiencia de la Reina Margarita II.
Como es lógico, el Gobierno danés rechazó siquiera hablar del asunto. ¿Cómo podría aceptar, en estos tiempos, vender no solo una parte clave de su territorio nacional, sino a sus 56.000 habitantes?
La compra de Groenlandia no solamente habría que enmarcarla en la peculiaridad psicológica e intelectual de Trump sino, ‘a mayores’, en una estrategia coincidente de Washington y Moscú para debilitar a la Unión Europea, un proceso en el que hay que incluir el apoyo denodado al Brexit ‘duro’ por parte de Trump. Todo el mundo coincide en que un portazo así es malo para las dos partes, pero sobre todo para Reino Unido. Eso le interesa a Trump porque debilita a Bruselas… y a Londres. Su promesa al nuevo premier, Boris Johnson, de que en cuanto salga Gran Bretaña habrá un acuerdo comercial fantástico, el mejor del mundo, y muy rápido, es solo la mosca en el anzuelo para pescar truchas y truchos.
No. Steve Bannon, su antiguo estratega jefe, sigue tejiendo en Europa una alianza de la extrema derecha. El ‘trumpismo’ odia a la Unión Europea, porque la unidad europea, con un mercado de más de 400 millones de personas, una potencia económica colosal sumando todos sus PIB nacionales, todas sus inversiones nacionales en investigación, o en gasto militar, o en diplomacia dura o blanda, harían ‘sombra’ a Estados Unidos actuando como ‘contrapoder’ por su propio interés comunitario.
Muchas veces ha dicho Javier Solana que Europa tiene que dejar de ser espectador en el concierto internacional para ser actor; y a pesar de sus serios problemas internos, que parecen insuperables cuando están calientes, al final la Unión puede haber frenado o desacelerado su proceso, pero nunca ha retrocedido, por ahora, en aspectos sustanciales. Y con la retirada inglesa muchos recuerdan el proverbio de que “no hay mal que por bien no venga”.
Ese retroceso del espíritu europeísta lo confía Trump (y Steve Bannon) al fortalecimiento del movimiento populista de extrema derecha. Sin embargo, si bien en un primer momento parecía que toda la ultraderecha era igual de eurofóbica, poco a poco algunas se moderan en este aspecto. Pueden haber comprendido que Europa, sin unidad, sería para el ‘imperio’ una mera provincia de ultramar dividida en tribus. Y que siempre hay el riesgo de que aparezca otro Trump; igual o peor.
La fantasía trumpiana de quedarse con Groenlandia, aunque formalmente la gran isla helada no esté dentro de la Unión Europea y forme parte geográfica del norte del continente americano, sería un duro golpe para Dinamarca, y por lo tanto para Europa.
Groenlandia está en un punto geoestratégico que, a causa del cambio climático y el deshielo de las rutas árticas, ha cobrado una insospechada importancia y un interés creciente tanto para Estados Unidos como, en cuanto a las rutas de navegación, para Rusia. Lo que parece evidente es que tanto Washington como Moscú están preparando planes para adaptar a la nueva realidad geográfica (derivada del cambio climático) su presencia en las regiones polares.
Europa, en este contexto, no puede aceptar la pérdida del estatus actual de Groenlandia como región autónoma de Dinamarca. Su escasa población (no llega a 60.000 personas) reduciría a sus habitantes a la irrelevancia frente a los planes que en cada momento pueda tener el presidente de turno de la superpotencia. Como han proclamado alto y claro tanto Angela Merkel como Emmanuel Macron ante los rimeros desplantes y amenazas de Trump: Estados Unidos ha dejado de ser un aliado fiable.
Sin duda, Donald Trump querrá pasar a la historia como uno de los presidentes que han aumentado la superficie territorial del país, para hacerlo aún “más grande”; en 1803, EEUU compró la Luisiana a Francia, por 15 millones de dólares de la época; en 1863, compró Alaska a Rusia por la ganga de 7.2 millones; en 1898 obligó a España a venderle las Filipinas por 20 millones, aunque el archipiélago se independizó en 1946, al rebufo de la oleada descolonizadora tras la II Guerra Mundial; y en 1917 compra Washington en las Antillas Menores las islas Vírgenes a Dinamarca, por 25 millones de dólares.
Pero desde 1917 el mundo ha cambiado. Y sobre todo Europa. Su Unión es un proyecto que aspira a convertirla en una potencia entre las potencias, las actuales y las emergentes, a las que no se puede perder de vista en la configuración del mundo futuro, y a ser un baluarte de una civilización del bienestar y las libertades civiles y derechos humanos, que ha nacido en ella y de ella ha tomado su nombre. Difícilmente consentirá amputar su unidad por un puñado de dólares.
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