La nación es una maldición
El nacionalismo, sea periférico o centralista, no es de izquierdas ni lo puede ser.
Hubo un tiempo a partir del siglo XVIII en el que los movimientos nacionalistas que contribuyeron a alumbrar el estado nación moderno fueron fuerzas creadoras de espacios de libertad. Pero en las actuales sociedades democráticamente avanzadas como las que integran la Unión Europea, los movimientos nacionalistas se han convertido en movimientos liberticidas que buscan quebrar espacios consolidados de ciudadanía y libertad, y de libertades individuales en particular, con el pretexto de supuestas aspiraciones colectivas que por el mero hecho de serlo (colectivas) son presentadas como superiores y cargadas de una mayor legitimidad. Legitimidad supuestamente no atendida.
Poco importa que la nación sea grande o pequeña, tenga estado propio o no lo tenga, coincida éste con su autodefinición como nación o no lo haga, el resultado de estos movimientos es siempre la homogeneización identitaria y la exclusión del disidente de la comunidad (nación) definida desde el nacionalismo. En este proceso se niega la pluralidad intrínseca de las sociedades modernas, se quiebra en mayor o menor grado la convivencia y la paz social, cuando no la paz a secas. Ejemplos hay unos cuantos y bien conocidos.
Frente a esta amenaza antiliberal y retrógrada, la izquierda se encuentra dividida entre aquella izquierda de tradición comunista que ve en la nación el equivalente al pueblo y aquella de tradición republicana que no entiende ni la fraternidad ni la igualdad sin la libertad individual y por tanto tolera mal que se busque quebrar espacios de ciudadanía y libertad ya constituidos y con derechos concretos en pos de una reivindicación etérea con más connotaciones simbólicas e intangibles que otra cosa.
No se trata de minusvalorar ni menospreciar la fuerza y la capacidad tractora del concepto de nación, al contrario. Bien ha demostrado la historia que la idea de nación, debidamente agitada tiene una gran capacidad de movilización y una fuerza inusitada que sabe apelar a las bajas pasiones por muy etérea y difusa que nos pueda parecer a algunos.
En este sentido la izquierda española debiera en efecto abandonar su candidez respecto a la cuestión de los nacionalismos periféricos pero no tanto optando por la nación española como reclaman algunos, sino por la defensa de su Constitución y sus estatutos que son el pacto ciudadano de derechos y obligaciones que consagra a España como espacio de ciudadanía y libertad y como Estado de derecho. No se trata de elegir entre naciones como insisten los nacionalistas, ni de elegir entre nación de naciones o nación única, sino defender que España es un país de libertades en el que se puede sentir, opinar, hablar o actuar de muy distintas maneras pero en el que buscar la quiebra de ese sistema de libertades no es admisible, por mucho que nos guste más una bandera que otra.
Conviene no olvidar también que el nacionalismo de estado, por así decirlo, que algunos quieren oponer al periférico y liberticida, puede serlo también (o lo es de hecho), a su vez con respecto a Europa, cuya Unión a través de distintos tratados e instituciones ha convertido al continente entero en un espacio integrado de ciudadanía. Ejemplos también sobran. Y las comparaciones podrán ser odiosas para algunos, pero no dejan de ser validas.
En suma, se trata de defender desde la izquierda que España no es tanto una nación de naciones, pueblos o regiones sino de personas con muy distintos criterios de pertenencia e identidad que gracias a la libertad de identidad amparada en la Constitución se autodeterminan, por así decirlo, todos los días.
El nacionalismo, sea periférico o centralista, no es de izquierdas ni lo puede ser. Ojo, tampoco es necesariamente incompatible con la democracia moderna que contribuyó en parte a alumbrar. Más lo ha podido ser cierta izquierda en según qué momentos históricos, todo hay que decirlo. Pero cuando queda patente que un movimiento nacionalista busca quebrar un sistema democrático de libertades como es España hoy en dia, la izquierda, al menos la izquierda que lucha por la libertad tanto como por la igualdad debiera ser más contundente frente a él y en defensa de aquello que nos ha hecho más libres e iguales que no es otra cosa que la Constitución (y no la nación, por muy unitaria que esta sea).
La nación, esa especie maldición bíblica que nos persigue a lo largo del tiempo en forma de dictadura, terrorismo o populismo mesiánico, desde el centro o desde la periferia, no es la cuestión. La cuestión es que con el pretexto y el señuelo de la nación lo que se busca una vez más es el suicidio de la razón frente a la emoción exacerbada. Si la religión es el opio del pueblo, como decía Marx, la nación es su anfetamina. Y la verdad es que la sobredosis está siendo últimamente bastante fuerte. Algún día deberíamos superar la adicción a la nación por mucho mono que tengamos... Y para ello el mejor antídoto es una izquierda lúcida que sepa realmente lo que nos estamos jugando. Y nos estamos jugando mucho.