La muerte es mía
Los primeros lectores la califican de audaz, insólita, divertida, adictiva, fascinante, sorprendente, absorbente… ¡no se puede pedir más!
Aunque la mayoría de mis novelas son históricas, de vez en cuando me gusta abordar una de género negro. Supone un cambio de esquema que me permite mayor libertad de acción y tramas más disparatadas, sin renunciar al trasfondo del realismo social, una constante en mi obra.
Hay sucesos que te conmocionan, y más cuando suceden en un entorno que considerabas controlado y seguro. Yo era responsable de un equipo de trabajo que había llegado a convertirse, casi, en una familia. Nadie esperaba que alguien cometiera una fechoría. El suceso tuvo repercusión judicial y mediática, pero, más allá del incómodo peregrinaje de los testigos, lo que realmente me llamó la atención fueron los daños colaterales: además de depresión y ansiedad, hubo varios casos de cáncer, un par de ellos mortales, y un suicidio. Incluso personas que se vieron afectadas tangencialmente sin tener implicación directa en el caso, sufrieron unas consecuencias físicas y psicológicas inesperadas y dignas de ser tenidas en consideración. La presión, el estrés y la situación de cada una de ellas supongo que fue determinante, pero a mí no dejó de sorprenderme tanta patología asociada, que revelaba, al fin, la fragilidad humana. Por supuesto el proyecto se fue a pique y el delito trajo aparejada la desconfianza hacia el equipo y dentro de él. Aquello supuso el fin de muchas ilusiones.
Después fui comprobando como esa respuesta se producía en cualquier empresa o grupo donde el cuchillo de la traición entraba, violando la lealtad debida entre compañeros. De ahí que quisiera universalizar la enseñanza desprendida de aquel triste acontecimiento y, recurriendo a Marc Augé, busqué un no lugar, algún sitio con el que todas las personas que leyeran la novela pudieran identificarse.
A medida que nos hacemos mayores, visitamos con más frecuencia los tanatorios. Hubo un par de meses que iba todas las semanas. Y pensé que no sería un mal escenario, al fin y al cabo, los hospitales, aeropuertos y hoteles, entendidos como esos lugares transitorios y anónimos, estaban más usados en la ficción. Además, siempre me gustó el trabajo de campo asociado a cada novela y me apetecía ver qué había detrás de aquellas salas, en aquellos sótanos, cómo y quiénes eran esas sombras cuasi invisibles que se ocupaban discretamente de que todo transcurriera a la perfección.
Ni corta ni perezosa, escribí a Funeraria Gijonesa, responsable de los tanatorios de mi ciudad. Por una de esas carambolas di con José Antonio Martínez, que me acompañó a visitarlos en un revelador y aleccionador recorrido. Aprendí mucho de su mano. A través de él contacté también con Nieves Concostrina, cuya frase de apoyo figura en la portada. Ya era fan de Acontece que no es poco y había leído sus libros antes de saber que era la redactora jefa de la Revista Adiós, en la Revista Funeraria. Este portal del sector funerario es un caudal inagotable de información, por cierto. Pronto descubrí que se trata de un área de innovación permanente y en continua reinvención, que mueve un importante capital. Está claro que nunca les faltará clientela: aquí, no queda nadie.
Una vez bien documentada sobre la historia de los tanatorios y los recursos humanos y materiales con que cuentan, tanto los pequeños como los grandes, decidí que mi protagonista, Claudia, sería tanatopractora. Para ello tuve la suerte de contar con Manu Martín, que me resolvió sobre la marcha pequeñas dudas. Para Claudia, la muerte se convirtió en su forma de vida y, por tanto, pasaba a ser el eje central de la novela. Tenía un elefante encima de la mesa. ¿Y cómo se come un elefante? A filetes. No quedaba otra que diseccionarlo. Y así, me dispuse a recorrer los escenarios de la muerte como fondo de la trama de intriga.
La primera pregunta estaba clara: tenemos derecho a vivir, pero ¿tenemos derecho a morir? Suele coincidir que quien esgrime con pancartas a la puerta de las clínicas el “Derecho a la Vida” penaliza y condena el “Derecho a la Muerte”. Son incongruencias fruto de un rancio catolicismo que pasan factura a la sociedad. La libertad de elección es un derecho fundamental del ser humano. Y la clave para ese ejercicio de libertad pasa por una ley que regule la eutanasia. Son muy interesantes las visiones de Caitlin Doughty y de Alex Jadad, citados en el texto.
En la novela se aprueban la Ley de Muerte Digna y la Ley de Muerte Voluntaria, que contempla el suicidio asistido. De hecho, la etiqueta #LAMUERTEESMÍA va a ser el emblema de la campaña de comunicación. Del pequeño Tanatorio de la Villa, con los cuatro protagonistas que forman la Vieja Guardia (chófer, administrativa, florista y tanatopractora) se pasará al Tanatorio de la Corte, pilar de Memento Mori, un holding de servicios funerarios formado por un montón de empresas que suman casi cien empleados.
Pero no es oro todo lo que reluce y extrañas muertes introducirán al lector en una trama tan creíble como real, pues políticos mediocres y aprovechados, los fiscales que te lo afinan o los frikis, conviven a diario con nosotros. Añade a lo anterior perversiones, asesinatos, secuestros, violaciones, delincuencia de guante blanco, allanamiento de morada, magia, visiones y resurrección… Los primeros lectores la califican de audaz, insólita, divertida, adictiva, fascinante, sorprendente, absorbente… ¡no se puede pedir más!
‘La muerte es mía’, de Pilar Sánchez Vicente (Roca Editorial)