La memoria son unas nubes al atardecer
Una vez conocí a un hombre que llevaba años leyendo la misma novela. Decía que la memoria le fallaba y que cuando llegaba al final ya no era capaz de recordar el comienzo. Así, decidía volver al principio. Y una vez recomenzaba ya no recordaba el final, por lo que se entregaba de nuevo, con una mezcla de desazón y esperanza, a la enésima conquista de la última página.
Yo estaba sentado en la terraza de un bar de pueblo, silencioso, solitario en lo alto de una montaña, después de haber hecho una ruta a pie de varias horas junto a unos amigos. El hombre estaba sentado en un banco corrido de madera, a mi lado, con las manos apoyadas (la una encima de la otra) sobre la cabeza curva de su estrecho y nudoso bastón; su mentón, impasible, arrugado sobre unas manos de esparto. Si se lo miraba con atención quizá pudiese afirmarse de él que tenía algo de estatuilla de santo desatendido, de roble severo y venerable. O puede que nada de eso.
Hablábamos de libros cuando nos interrumpió, posando sus dedos sobre mi brazo, para contarnos, con un laconismo proverbial, la tragedia que estaba atravesando su memoria. Al instante recuperó su postura, aunque esta vez elevando sus ojos al cielo para vigilar a los pájaros que se perdían en las alturas. Soy incapaz de recodar la respuesta que le di. Aunque puede que no la hubiese por mi parte. Lo que es seguro es que aquello me hizo pensar, una vez más, que la memoria, por su fragilidad, es una carga perturbadora, traicionera, y quizá por ello (sin el quizá más bien) yo escriba: ¿no parece que al hacerlo esté salvando algo?
En todo caso, la memoria no me interesa o preocupa de la misma forma que a los políticos (para la venganza) o a las parejas (para echar en cara algo si se da la ocasión), sino como absoluto fundamento de una existencia provechosa. Al menos para mí, resulta obvio que cuanto menos somos capaces de recordar, mayores posibilidades tenemos de orientarnos de forma irresponsable: el riesgo de releer involuntariamente el mundo, una y otra y otra vez, sin ser capaces de renovar nuestra mirada, nos introduce, como a niños insulsos en un tiovivo destartalado, en una circularidad pueril, anuladora.
Además, todo lo valioso que ha conseguido el mundo hasta hoy nace de la capacidad que tenemos de recordar: desde la literatura hasta la medicina, la física o la agronomía, toda conquista auténtica hecha por la humanidad se debe a que no olvidamos lo que nos precede, a que somos capaces de salir de las circunstancias arbitrárias de nuestro tiempo y apoyarnos en los logros de innumerables hombres y mujeres que despejaron tramos anteriores del camino que hoy vamos recorriendo nosotros. Tenía razón Bernardo de Chartres cuando decía que somos como enanos a hombros de gigantes: la memoria es un gigante que, si se desvanece, nos dejará caer para acabar como chicles en el suelo.
Por eso, al menos para mí, la memoria es un agradecimiento constante, y por eso precisamente las enfermedades que se ensañan con la memoria individual son aniquiladoras, miserables, desagradecidas siempre: te hacen olvidar a las personas que amas, y eso, más que otra cosa, es imperdonable. Es imposible pensar, vivir con autonomía, si no hay un cosmos de recuerdos que nos sostenga, y si no pensamos, si no podemos pensar y repensar, no dejamos de ser más que un bulto, un mineral al que le crecen las uñas.
Creo que adquirí, gradualmente, un mayor respeto e interés por la memoria al leer asombrado, desde mi adolescencia, textos tan dispares y necesarios como las indagaciones que hicieron en sus propias vidas Joseph Brodsky, Arthur Koestler, Thomas Bernhard, Susan Sontag, Bertrand Russell o Paula Fox. Pocas cosas son tan hermosas y complicadas como hacer arqueología en uno mismo (o asistir a cómo la hacen otros) para ver por qué está uno como está, cómo ha llegado a ser lo que es. Por eso aquel hombre, con su mirada atenta a los movimientos de los pájaros, como si quisiese coger alguno en un descuido y guardárselo en el bolsillo, lejos de divertirme con su anécdota expresada con total naturalidad, me pareció que se estaba difuminando lentamente en los vacíos de su memoria a pocos centímetros de mí.
Ya se iba poniendo el sol cuando se levantó del banco, sin haber dicho mucho más mientras nosotros estuvimos allí, acompañado de un leve quejido y un esforzado arrastrar de pies. Avanzó lentamente cuesta abajo, añadiendo antes, eso sí, que la única ventaja que le veía a su situación era que la pensión no se le iba en libros, porque a él le gustaba mucho leer.
A veces me da por pensar que yo tengo que leer por él, por los que ya no pueden ni podrán hacerlo. Y a veces también me da por pensar que la memoria tiene la consistencia de esas nubes que se deshacen ante nuestros ojos, sin quererlo, al morir el día.