La memoria o el arte de dar forma
Han pasado veinticinco siglos y el recuerdo pervive.
Desde 2020 la República Helénica viene conmemorando los 2.500 años de la batalla de las Termópilas. Esta renombrada contienda se enmarca en las llamadas guerras médicas (del 490 al 449 antes de Cristo) que enfrentaron a las polis griegas –ciudades-estado independientes– con el Imperio aqueménida, y se desarrolló durante varios días del verano del 480 a. C. en el angosto Paso de las Termópilas, donde 7.000 griegos confederados contuvieron audazmente el avance de 250.000 persas a costa del sacrificio final de, como mínimo, 700 soldados de la polis de Tespias, 400 de Tebas y los insignes 300 espartiatas –ciudadanos de Esparta de pleno derecho–, todos bajo el mando del rey Leónidas I.
Para la ocasión, el país heleno emitió en 2020 ediciones especiales de sellos y monedas, el Museo Arqueológico Nacional presentó una gran exposición –Victorias gloriosas. Entre el mito y la historia (hasta el 31 de octubre de 2021, Atenas)– y, entre otros eventos y homenajes, el Ministerio de Cultura y Deportes lanzó en enero de este mismo año la exposición virtual Demostrando la historia.
Por supuesto, siendo el bravo Leónidas y sus espartanos los héroes más aclamados del episodio histórico y resonando su eco de generación en generación –“Honor a aquellos que en su vida / fijaron y defendieron unas Termópilas”, escribía el poeta C. P. Cavafis en 1903–, Esparta también tenía que sumarse a la conmemoración.
El presente 2021 la ciudad ha llevado a cabo un programa de actividades que incluye la exposición colectiva de arte La antigua Esparta con una mirada moderna en los jardines del Museo Arqueológico, el concierto Instrumentos antiguos-Música nueva del conjunto LyrAvlos, la proyección del film 300 (Zack Snyder, 2006) o un homenaje ante la escultura erigida en 1968 a los pies del Estadio Municipal de Leónidas I, el diarca agíada –los antiguos espartanos tenían dos reyes simultáneos, los diarcas, uno de la dinastía agíada y otro de la euripóntida–.
Han pasado veinticinco siglos y el recuerdo pervive. De hecho, conmemoraciones como estas, lejos de resultar extrañas, se revelan necesarias. Del mismo modo que la memoria configura al individuo, también es el cimiento sobre el que se levantan las identidades colectivas. Incluso mucho más allá de lo material, como sucede en Esparta, cuyo esplendor no es el de la pompa arquitectónica o las efusiones monumentales, sino la evocación de personas y actitudes capaces de seguir brillando a través del tiempo.
Ya a finales del siglo V a. C., Tucídides afirmaba: “Si fuera asolada la ciudad de los lacedemonios y solo quedaran los templos y los cimientos de los edificios, pienso que los hombres del mañana tendrían muchas dudas respecto a que la fuerza de los lacedemonios correspondiera a su fama”. Ciertamente, ni entonces ni ahora la notoriedad de Esparta radica en lo tangible, y sí en la potencia de su memoria, que todavía nos interpela a través del firme patriotismo de Leónidas, de la inteligencia de su reina Gorgo, de la belleza de Helena de Troya –de origen espartano–, de las admiradas reformas del legislador Licurgo, e incluso mediante palabras que dan noticia de talantes aún respetados: “espartano” para el austero o “lacónico” –de la región lacedemonia– para el sobrio en el lenguaje.
Ahora bien, del mismo modo que la memoria en las personas nunca supone un registro objetivo de los acontecimientos, sino una reelaboración subjetiva –de ahí que, ante un hecho compartido, diferentes sujetos puedan desarrollar recuerdos antagónicos–, la memoria de los pueblos, siempre sometida a intereses de índole muy diversa, tampoco está exenta de transformaciones y sesgos.
Lo que creemos conocer de la Esparta antigua es en buena medida una construcción realizada por Plutarco durante el siglo II, asentada en una mitificación que ya venía de lejos, como afirmó Bertrand Russell en Historia de la filosofía occidental (1946) –“Esparta tuvo un doble efecto sobre el pensamiento griego: a través de la realidad y a través del mito»”– y que nunca ha dejado de acrecentarse y reelaborarse –valga el ejemplo de la imaginativa novela gráfica de Frank Miller 300 (1998) o su adaptación cinematográfica, ya citada–.
Entonces, ¿conmemoraciones como las de los 2.500 años de la batalla de las Termópilas se sustentan en brumas de dudosa consistencia? En absoluto. La cuestión no es si podemos fiarnos o no de la memoria compartida, sino de que debemos aproximarnos a ella con espíritu crítico. Asumir su alto grado de permeabilidad a la manipulación –consciente o no– hace que el propio acto de recordar se convierta en oportunidad para investigar, repensar y reflexionar.
César Fornis, experto en el universo espartano, se encarga de separar el grano de la paja en El mito de Esparta: Un itinerario por la cultura occidental (Madrid, Alianza, 2019) e insiste en que las falacias que puedan haberse perpetuado no restan méritos a una cierta idea de Esparta, porque sigue resultando inspiradora. ¿Cómo no emocionarse ante la respuesta de Leónidas cuando el emperador persa Jerjes I le exigió que depusiera las armas? Según Plutarco, “molòn labé (μολὼν λαβέ)”, le espetó, “ven y tómalas”.
Conmemorar nunca debería ser un acto ritual, basado en una repetición que podría derivar en automatismos vacíos de contenido; antes bien, tendría que constituir un ejercicio creativo. Qué adecuado, pues, que en la exposición La antigua Esparta con una mirada moderna –comisariada por Evgenia Preva– la artista gerundense Patricia Maseda participara con una escultura del dios Apolo, protector de las artes y, si seguimos la dialéctica de Friedrich Nietzsche en El nacimiento de la tragedia (1886), el guardián de la forma, el orden y la luz frente a lo informe, el caos y la oscuridad auspiciados por su antagonista divino, Dioniso.
Por supuesto, la presencia en la muestra del olímpico Apolo resultaba apropiada porque fue él quien, a través de su Oráculo de Delfos, vaticinara antes de la batalla de las Termópilas que Esparta sería arrasada o caería su rey –Heródoto lo explica en sus Historias–, y porque, como recuerda Camille Paglia en Sexual Personae (1990), era rubio el Apolo Lykeios (“Lobuno”), como lo eran el rey espartano Menelao y sus antepasados, los severos dorios, ya que “el cabello rubio representa la frialdad y el conceptualismo lobuno de Apolo”.
En la obra de Patricia Maseda, el rostro del dios toma forma emergiendo de un caos de papel arrugado. Esa es siempre nuestra historia: por muy caóticos que sean los fundamentos y por muy frágil que sea el resultado, debemos dar forma a la realidad. Y la memoria es una poderosa manera de dar forma.