La ilusión de la belleza y otras luchas mínimas
Tener sobrepeso en una cultura en la que se te insiste de todas las formas posibles en que debes ser delgada, no es sencillo
Hace unos cuantos meses, alguien en mi timeline Twitter dedicó al menos una hora a ponderar, tuit a tuit, lo “bendecida” que era por ser una mujer delgada. Lo hizo dejando en claro que su contextura era poco menos que un obsequio de la naturaleza y que, además, la colocaba en la poco alentadora posición de levantar la “envidia y odio” de las mujeres a su alrededor. Por último, concluía la reflexión con una única frase: “Todas quieren ser delgadas, lo admitan o no. Por eso nunca tengo amigas”.
La intrincada perorata me dejó preocupada y confusa. Sobre todo, porque me pregunté si realmente era cierto que un accidente físico como la delgadez — de la misma manera como lo es tener algunos kilitos de más — era el deseo inconfesable de una mujer a cualquier edad. Un pensamiento pragmático pero que, sobre todo, parece coincidir con esa percepción tan popular de la belleza y aún más, esa imposición estética que insiste en que todos debemos ser delgados y esbeltos. Me pregunté en voz alta, con toda la sinceridad que fui capaz, si realmente mi mayor deseo — el secreto, el íntimo, el que no le confesaría a una sola alma — era ser delgadísima. Tanto que no tuviera que preocuparme por lo que como, por el conteo de calorías, por la constante presión estética sobre mi aspecto físico. Por la sensación de ser constantemente juzgada por cómo me veo, de sentir con enorme claridad, esa mirada crítica social por el hecho de lucir como se supone debería verme. Así que me miré al espejo — sin estirar el cuerpo para verme más delgada, sin presionarme el vientre con las manos delgadas para verlo más plano — y me cuestioné con directa sinceridad: ¿Lo único que deseo es ser delgada?
He luchado contra mi peso durante toda mi vida. De hecho, mi relación con mi cuerpo siempre ha sido complicada y dura. Fui una adolescente delgadísima, huesuda y sin ninguna curva femenina hasta que, en la universidad, comencé a aumentar de talla y peso debido con toda seguridad al nuevo estilo de vida y, sobre todo, a esa desfachatez alimenticia de la primera juventud. Fue toda una bendición: por entonces, era tan delgada — sólo ángulos en un cuerpo huesudo y enclenque — que el súbito aumento de peso me hizo sentir hermosa. Pude llevar la ropa que siempre había deseado lucir — y de la manera en que siempre quise hacerlo — pero más allá de lo superficial, el súbito florecimiento de mi cuerpo me hizo sentir profundamente femenina. Como si de alguna forma, el escote recién descubierto y la línea de las caderas visibles me brindaran un nuevo lugar bajo el sol. Hasta entonces, nunca había comprendido mi cuerpo de esa manera — crecí en una familia donde las mujeres maduran, engordan y encanecen y lo hacen con toda dignidad — pero lo cierto es que, el hecho de tener un cuerpo curvilíneo me hizo sentir atractiva de una forma como nada lo había hecho hasta entonces. Una especie de comprensión sobre esa feminidad corporal y biológica de la que nunca disfrutado antes.
Por supuesto, el breve período de gracia duró poco. Perdí el control del peso que aumentaba y muy pronto, rebasé esa saludable imagen que tanto me gustaba. De pronto, comencé a sentirme incómoda por los mismos motivos que antes había celebrado. Y es que tener sobrepeso en una cultura donde se te insiste — en todas las formas posibles — en que debes ser delgada, no es sencillo. Comencé a sentirme abrumada por esa noción de mi cuerpo como inadecuado y aún más, que estaba cometiendo algún tipo de equivocación cultural, un error imperdonable por no coincidir con esa imagen ideal de la mujer en la que no parecía encajar. El mensaje estaba en todas partes: en las portadas de revista que me dejaban bien claro que los kilos de más me restaban no sólo belleza, sino feminidad. O al menos, como se comprende en mi país y en mi cultura. En las pantallas de televisión y de cine, donde beldades delgadísimas parecían disfrutar de un tipo de belleza a la que sólo podía aspirar. Incluso de esa noción sutil que parece rodearte de las maneras más imprevisibles: las vitrinas de las tiendas llevando ropa diminuta y ajustada, los afiches de moda con imágenes de mujeres de extraordinaria e imposible delgadez. Muy pronto, los kilos de más no sólo se trataban de un asunto de salud e incluso estética, sino de algo mucho más profundo, doloroso e íntimo: afectaban a la manera en la que me concebía a mí misma.
Así que, desde ese punto, la respuesta podría haber sido ‘sí’, pienso mirando mi cuerpo imperfecto, con sus pequeñas marcas y desigualdades. Con las minúsculas franjas de estrías en algunas partes, con sus blanduras indiscretas. Me cubro los senos — quizás demasiado pequeños para la aspiración cultural de una cultura obsesionado con el escote voluptuoso—, contemplo con los labios apretados, las caderas amplias, las piernas sin definición muscular. Soy una mujer que no encajo en el ideal estético que se supone debería aspirar, al que necesito alcanzar. Como bien comentaba mi follower en Twitter, esa insistencia en cómo debo verme debería haberme empujado a intentar lograrlo a toda costa. A llevar a cabo todo tipo de dietas y ejercicios, a enfurecerme y frustrarme ante la idea de lo bello y lo perfecto. A sentir que el terror de no alcanzar esa espléndida visión sobre lo físico que se vende como natural, en ocasiones me aplasta, me deja afligida y vulnerable a la crítica. Me planto de pie frente al espejo. Levanto los brazos, aprieto los labios. ¿Ocurrió de esa manera? ¿La violenta voz cultural me empujó hacia el pensamiento que debo envidiar y sentir rencor por lo que físicamente debo aspirar pero no puedo tener?
Desde luego, pasé un buen tiempo obsesionada con la idea. Llegué a los veinte años convencida que el sobrepeso era mi enemigo. También lo era mi cuerpo: desobediente y díscolo, empeñado en continuar acumulando grasa en lugares incómodos a pesar de mis esfuerzos por evitarlo. Me obsesioné con lo que comía, sufrí de un trastorno alimenticio de considerable gravedad. Entonces fui delgada. Tan delgada que regresé a una adolescencia biológica que apenas recordaba. Volví a ser la misma chica huesuda y enclenque, solo que esta vez, me alegré de serlo. Disfruté de llevar la ropa que siempre había querido lucir, de agradecer los piropos por “mi fuerza de voluntad”, de verme como se suponía debía hacerlo. Todo eso, mientras me consumía de miedo, aislada y deprimida, obsesionada con cada alimento que me llevaba a la boca, aterrorizada por la posibilidad de engordar, luchando contra mi cuerpo con más saña y crueldad que nunca. Me veía delgadísima: por una vez pertenecí al ideal estético. Pero nunca me sentí peor, más atacada, más herida. También entonces me miraba al espejo, con una curiosidad cruel y despótica que tenía mucho que ver con la crítica. Miraba las costillas sobresalientes, la piel tirante y seca, los huesos prominentes de la cadera y me preguntaba si era realmente era suficiente verme de esa manera — y maltratar mi cuerpo así — para encontrar algún alivio a la presión social. Era una extrañísima noción sobre mi feminidad, sobre cómo me percibía y sobre todo, cómo asumía mi peso intelectual y físico. Más de una vez lloré de pura frustración por esa extraña sensación de alivio y terror que me producía el acto físico de comer y peor aún, la mera idea de recuperar el peso perdido.
Pero me recuperé — o mejor dicho, asumí la responsabilidad sobre mi salud — y poco a poco, comencé a transitar el trayecto hacia comprenderme de una manera integral. Recuperé kilos y autoestima, pero sobre todo, con el transcurrir de los años, comencé a comprender que mi autoimagen era una combinación de elementos, ideas y referencias culturales con las que debería lidiar por el resto de mi vida. Comprendí que la delgadez o la gordura, o el simple hecho de tener un cuerpo imperfecto en un mundo donde se me exige la perfección, es una cuestión de analizar mi propia expectativas e ideas sobre quien soy con sinceridad. De contemplarme con amabilidad y de aprender — ese lento y complicado camino de asumir quien soy, antes de lo que se me exige ser — el valor de mis propias luchas y percepciones sobre la identidad. Un reflejo de mi íntima individualidad.