‘La golondrina’, el público tiene razones que la crítica no entiende
Cuando uno se acerca al Teatro Infanta Isabel a ver La golondrina va con muchas expectativas. Por su autor, Guillem Clua. Por su director Josep María Mestres. Por su actriz protagonista, la queridísima Carmen Maura, icono del cine ochentero y almodovariano por excelencia, de calidad suficientemente probada. A lo que los espectadores televisivos añaden, por ver en vivo y en directo a Félix Gómez, que ha tenido papeles protagonistas en muchas series populares, un actor muy eficaz que cae en gracia. ¿Se satisfacen esas expectativas?
Desde el punto de vista del crítico, no, no se satisfacen. El principal problema es que el texto está dicho pero no está hecho en escena. Nadie pone en duda que la historia pudiese ser real. A saber, una salida del armario en diferido. En diferido, porque el sujeto que sale del armario murió en un ataque terrorista a un bar de moda y gay, elementos descriptivos que en nuestra sociedad suelen estar asociados, y el novio, que sobrevivió al ataque, se presenta mucho tiempo después en casa de la madre para invitarla al homenaje que le está preparando. Visita que usa para ponerla al día.
Situación esta que da lugar a una obra de teatro confesional. Se reprochan verdades. Se informan. Se comentan el uno al otro. Y lo hacen de una manera que no parecen presentes en escena, sobre todo en el caso de Carmen Maura. Una conversación a la que el público parece no estar invitado, pues el director ha decidido que estos reproches, la información que intercambian, los actores se la digan a la cara produciendo, al menos en el crítico, la sensación de que esa intimidad no tiene nada que ver con uno. Un espectador al que se le deja mirar y escuchar sin más.
Si a lo anterior se añade una escenografía recargada sin mucha necesidad, pues la protagonista no deja de ser una profesora de canto que está contando sus penurias económicas. Sigue con una canción, La golondrina que da título a la obra, poco afortunada pues parece sacada de una antigua cinta de casete de gasolinera y musicalizada con una caja de ritmos. Además tiene una coartada cultural forzada recurriendo a Sonetos del amor oscuro de Lorca, como autor mártir y homosexual (¿no funcionaría la historia igual sin la necesidad de esta referencia?). Y, por último, incluye una frase afortunada sobre qué es ser humano demasiado marcada para obligar a una lectura determinada de la obra. Todo ello deja poco margen para la alabanza crítica.
Sin embargo, esta visión del crítico no coincide con la del público asistente. Un público que ha llenado el teatro un martes. Formado fundamentalmente por grupos de mujeres de unos sesenta, y que uno piensa que podrían ser esa madre protagonista. Mujeres entre las que se ven hombres solos, en parejas o con amigas y familias que llevan a los padres mayores a ver en directo a un icono del cine español.
Este público hace silencios que se podrían cortar con un cuchillo. Silencios que se sienten ante las verdades como puños que se dicen y cuya intensidad llega al máximo cuando se hacen las revelaciones claves de la función. También se ve alguna que otra lágrima, gente tocada por lo que está escuchando. Reacciones que invalidarán cualquier cosa buena o mala que pudiese decir la crítica y que harán que entre su público potencial, mucho mayor de lo que a priori podría parecer, la obra funcione y funcione muy bien gracias al boca-oreja y a la fibra sensible que les toca.
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