La felicidad artificial del nuevo milenio
¿Qué es la felicidad entonces? ¿La nueva búsqueda de creencia que indica ese gran vacío espiritual de una época sin dioses ni diosas?
Mi buen amigo P. es un hombre triste. Jamás le he visto reír a carcajadas, ni tampoco bromear en voz alta. Y aún así, se considera un hombre “satisfecho”, que bajo su interpretación es mucho más válido y comprensible que “feliz”. Cuando le pregunto por qué, suele explicarme que se niega en redondo a sucumbir a lo que llama “la sonrisa congelada del nuevo milenio”.
—Todos necesitan estar felices, como si debieran convencerse o, mejor dicho, asumir que la tristeza es algo vergonzoso. No lo es. La tristeza es una manera de ver el mundo tan válida como cualquier otra.
Una idea curiosa, aún más en un mundo que insiste y presume de su optimismo. Seguramente una consecuencia directa de esa visión heredada de décadas anteriores que aspira a una evolución hacia lo bueno. Porque en realidad la evolución social se encuentra signada no sólo por esa necesidad de mejorar, sino por algo más turbio e impredecible: la visión humana sobre sí misma. De manera que la felicidad, es sin duda, un objetivo difuso en medio de una lenta construcción de una certidumbre cultural. ¿Y la tristeza?
—La tristeza se ha comenzado tomar como un síntoma de algo grave que se debe de inmediato “curar” o “sanar” — me explica —. En realidad no estoy deprimido, tampoco angustiado. Mucho menos abrumado por algún dolor espiritual insospechado. Simplemente no necesito esa búsqueda maniaca de la felicidad y tampoco, me dedico a buscarla.
Muy válido por supuesto, aunque desconcertante para una época y una sociedad que se encuentra bastante obsesionada con la búsqueda de la felicidad y la satisfacción personal. Y mientras en épocas anteriores la tristeza y el pesimismo se consideraban estados del ser, incluso formas de comprender el mundo totalmente apropiado, lo contemporáneo parece insistir justo lo contrario. Desde una cultura que promueve el éxito profesional y de consumo como una forma de satisfacción personal, hasta una estereotipación de la tristeza como un esquema cultural, lo cierto es que la tristeza — la melancolía — parece no formar parte de esa novísima cultura que promueve la alegría como principal objetivo. Todo eso a P. le parece inquietante, cuando no directamente incómodo.
—Lo encuentras en todas partes. Es una necesidad casi ciega de consolar ese vacío interior que es natural en cualquiera de nosotros — me dice—. Desde que somos conscientes que la felicidad no es divina ni tampoco terrenal, sino una interpretación de lo que somos y el lugar a donde pertenecemos, todo se hizo más obsesivo e insistente.
Es verdad. Desde el siglo XIX, con la muerte de ese dios filosófico y el nacimiento del positivismo, la psique humana parece recorrer un camino tortuoso en la búsqueda de una creencia. Y es que probablemente, esa ausencia de la divinidad que asuma la responsabilidad y otorgue sentido a lo que podría no tenerlo, resulta descorazonador para una buena parte de la población mundial. En una ocasión leí que durante el Tercer Reich las masas anónimas y oprimidas por el totalitarismo necesitaron creer en la superioridad aria para justificar su sacrificio por una guerra incomprensible. Sostener el ídolo de barro de un enfrentamiento incomprensible. Por supuesto, esa convicción se derrumbó apenas el conflicto arrasó Europa entera bajo la represión, el hambre y el dolor. Y sin embargo, continúa siendo una buena muestra de esa necesidad de la creencia, de lo que asume necesario entender y más aún, predicar.
—¿La felicidad como religión? — le pregunto a P.
—Toda doctrina y dogma comienza por una necesidad que se asume irrevocable: necesitas creer para considerarte parte de un todo, de una idea que te supere, te rebase y te justifique — me dice —, pero también una que te consuele. Sin un dios que se asuma creador y redentor, el mundo puede ser un lugar muy solitario.
Es inquietante: la mayoría de los crímenes de la historia se han cometido bajo el nombre de dios o de sus proclamas. Ejércitos enarbolando símbolos santos para justificarse o más allá, para asumirse reivindicados. ¿Qué nos reivindica actualmente? Recuerdo los textos de Margaret Mead y otros antropólogos que insisten en que la necesidad de creer es un elemento natural que define al hombre y también su expresión cultural. Algo parecido señaló Robert Graves, quién por años buscó la Diosa Primigenia y encontró que la creencia en la divinidad es parte de todo un esquema de valores espirituales que se repite de manera más o menos parecida. ¿Qué es la felicidad entonces? ¿La nueva búsqueda de creencia que indica ese gran vacío espiritual de una época sin dioses ni diosas?
—De manera que actualmente, eres un ateo de felicidad — bromeo. Pero en realidad me sobresalta un poco el pensamiento. Y es que somos una sociedad que se oculta detrás de una imagen lozana y brillante, una sociedad tan niña como fútil, que es muy poco consciente de su propia fragilidad.
—Ya lo decía Orwell, la felicidad es una ilusión rota — me responde —. Una dosis de felicidad y olvidas cualquier otra necesidad, incluso la inmediata.
¡Ah, qué idea cruel es esa! Y sin embargo tan antigua. Después de todo, ya los romanos insistían en el “pan y circo” para entregar la República, Cleopatra atravesaba el Nilo envuelta en belleza para asombrar a sus súbditos y distraerlos de la derrota frente a Octavio. Los nazis mostraron una bella propaganda alabando sus propios y férreos prejuicios. Cada siglo y época parece tener su propia deidad de la felicidad, ese que te hace sonreír a la fuerza, mirar a otro lado en medio del dolor.
—Ateos de la felicidad, sin duda — insiste —, y quizás ese es nuestro mayor pesar.
No sé como contradecirle. Y quizás no quiero hacerlo.