La encrucijada colombiana, a un año de la paz
Gloria Luna apenas recuerda un momento de su vida en el que la guerra no ha protagonizado cada segundo de su existencia.
Gloria es representante afro descendiente de la Red Departamental de mujeres del Chocó, en el Pacífico colombiano, y su vida ha estado marcada por las constantes acciones de control de la región de grupos guerrilleros, paramilitares y militares durante las más de cinco décadas de guerra en el país, que aún continúan.
Hace ya un año, y tras lo que parecieron interminables meses de negociaciones, el gobierno del Presidente Juan Manuel Santos firmó un Acuerdo de Paz con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), la que fue la fuerza guerrillera más extensa y poderosa del país.
Sin duda, la firma del Acuerdo marcó un hito histórico en el país sudamericano; una esperanza para el fin de un conflicto entre las partes, que ha causado la muerte de miles de colombianos y colombianas y el desplazamiento forzado de casi siete millones de personas.
Sin embargo, doce meses después, la pregunta pendiente de respuesta por parte de las autoridades Colombianas es si ha cambiado algo en las vidas de las personas más afectadas por este conflicto sangriento.
En Amnistía Internacional nos hemos dado a la tarea de escuchar las voces de las víctimas más vulnerables del conflicto armado, aquellas comunidades que han sido históricamente silenciadas, y cuyos testimonios deberían de ser la base de una verdadera paz sostenible, en donde los derechos humanos de las personas estén en el centro de su implementación.
En nuestra más reciente investigación, decidimos enfocarnos en el departamento del Chocó, en el oeste del país. El Chocó es tierra de extensos recursos naturales, incluyendo platino y oro, y de ubicación estratégica para todos los actores del conflicto, el departamento ha sido una de las áreas más afectadas por esta guerra de medio siglo, una especie de botín de guerra.
De hecho, más del 60 por ciento de la población del departamento del Chocó, en su mayoría Afro-descendientes y de pueblos Indígenas, están registradas como víctimas del conflicto.
Las desapariciones, los asesinatos, la violencia sexual, el reclutamiento de niños y niñas y los desplazamientos forzados han sido una realidad diaria para la mayoría de las personas del departamento.
Las condiciones de vida en Chocó están marcadas por la falta de garantías respecto a los derechos a la salud, a la educación y al trabajo, entre otros. Esta realidad ha permanecido invisible, bajo la excusa de dar fin primero a la guerra y luego trabajar en fortalecer la presencia del Estado en esa zona del país.
No hay duda que tras la firma del Acuerdo y la entrega de armas por parte de las FARC, las muertes de civiles han disminuido estrepitosamente, y eso lo reconocen las comunidades con esperanza, pero también con la preocupación de lo que parece una momentánea pausa de la tormenta de la violencia.
En cada una de las conversaciones que tuvimos con miembros de las comunidades que visitamos, la respuesta fue la misma: a doce meses de la firma de uno de los documentos más importantes de la historia reciente del país, la situación continúa siendo crítica, y el riesgo de un aumento en la violencia de guerra es persistente.
En áreas como el Chocó, la salida de las FARC no ha traído la paz esperada, sino que ha abierto la puerta para que otros grupos, incluidos el Ejército de Liberación Nacional (ELN) y grupos paramilitares y militares tomen control, posponiendo la prometida presencia del estado.
En este escenario, los asesinatos, la violencia sexual, los desplazamientos forzados, las desapariciones y el confinamiento de comunidades enteras a merced de los grupos armados continúan.
Quienes denuncian estas realidades, dejan su vida en el camino. Según cifras del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en lo que va del 2017, más de noventa personas defensoras de derechos humanos han sido asesinadas en Colombia.
Datos de la organización Colombiana de derechos humanos Somos Defensores apunta a un aumento del 30% en estos casos en la primera mitad del 2017, en comparación con el mismo período en el 2016. Y son cientos de denuncias de amenazas y ataques en contra de las personas defensoras, principalmente aquellas que defienden derechos relacionados a la tierra, el territorio y el medio ambiente, así como aquellas que denuncias la falta de justicia.
Esta trágica realidad deja a cientos de personas sin más opción que escapar de sus hogares en búsqueda de algún tipo de seguridad y mejores condiciones de vida. A un año de la firma del Acuerdo de Paz, el número de personas que se desplazan forzadamente en el departamento del Chocó sigue en aumento.
En algunos casos, las comunidades se desplazan hacia zonas que también sufren altos niveles de violencia. Con frecuencia, forzadas a vivir en alojamientos abarrotados, sin acceso a agua corriente, sin comida suficiente y sin perspectivas de volver a sus territorios.
El Ejército de Liberación Nacional (ELN), aunque ha comenzado su propio proceso de negociación con el gobierno colombiano, han roto el cese al fuego, acordado y anunciado hace algunas semanas, en el Chocó con el asesinato del líder social Aulio Isama; y los grupos paramilitares, quienes supuestamente se habían desmovilizado en el 2005, continúan funcionando como si nada hubiera pasado.
Esto, combinado con una presencia casi nula del Estado, se convierte en una receta mortífera.
Negar esto es intentar tapar el sol con una mano.
No hay duda de que Colombia se encuentra en una gran encrucijada.
La pregunta es cómo el Gobierno va a salir de ella y cómo la sociedad colombiana se compromete a trabajar en la construcción de paz y en las garantías de no repetición para las víctimas de este largo conflicto armado.
Si el gobierno del Presidente Santos no aprovecha esta oportunidad para proteger a las comunidades que llevan tanto tiempo sufriendo el terror de los grupos armados, el futuro seguirá siendo sombrío y el Acuerdo de Paz será únicamente un sueño que se escapa de las manos de las grandes mayorías en el país. La participación activa de las víctimas del conflicto en la toma de decisiones sobre la implementación de los acuerdos tiene que ser central en los planes a futuro.
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