La 'dura lex' del mercado
Francia ha vivido siempre en la opulencia. Hoy, comprada con petrodólares, la plateada Torre se entrega a los excesos que reclaman los turistas de tarjeta platino.
Cierra la empresa Duralex, apuntillada por la pandemia, tras lustros de agonía motivada por los veleidosos gustos del público.
Pocos objetos encarnaron la felicidad de los empleados y los comerciantes en racha como aquellos platos circundados por pétalos, los vasos verdes en los que se escondía el vino y las tazas de falso ámbar en que naufragaban las pastas de media tarde.
Recuerdo incluso un bar de postín, casi secreto, que en el Madrid ochentero servía su cóctel más señalado en altos vasos Duralex sin que desentonaran con el añejo cuero de los asientos o el gastado mohín del camarero.
Son piezas casi imposibles de romper. De hecho, muchas vajillas han sobrevivido a su fábrica. Eso sí, cuando se suicidan, lo hacen a lo grande, como si se desplomara Kripton, dejando una siembra de lascas minúsculas y afiladas que aún se cosechan semanas después del deceso.
La última trinchera de los vidrieros franceses fueron nuestros tabernáculos y bares “vintage”, que aprovecharon los muebles de la abuela y los calendarios de Agromán para la decoración, mientras que torturaban a los parroquianos con infames canciones de Raffaella Carrá a toda hostia.
Mientras tanto, la horda de cocineros de quiero y no puedo colocaba sobre la mesa dudosas versiones chinas de la loza exhibida por los restaurantes más vanguardistas.
El mercado es implacable y no admite excepciones. “Dura lex sed lex” musitaba el romano cada vez que un edicto lo puteaba. No sabemos si filosofaba o pedía un vaso para servirse vino de Falerno.
El virus de marras se está llevando por delante a todo quisqui (“quisque”, en la lengua de Cátulo, llama a cada uno, que no se nos va el latín de la boca, aunque no lo sepamos) que precisa del público para sostenerse. Francia afronta la pérdida de dos símbolos del lujo, incapaces de resistir la desaparición de los visitantes adinerados y la de los turistas que andan justitos de billetes, pero reservan el último para comprar una tarrina diminuta con la codiciada etiqueta.
Uno de ellos es Hediard, que desbordaba de tentaciones la Place de la Madeleine, círculo sagrado para el bon vivant, en la que los granos de la mostaza son mimados, calibrados, separados por variedades y añadas, mezclados con meticulosidad rayana en la obsesión y tutelados en sus frascos con la codicia del coleccionista. Aderezando la etimología, bueno es recordar que “mostaza” deriva de “mostum”, es decir, el mosto en que se diluían los granos tras la molienda.
De lo inabarcable de sus variedades puede dar noticia el hecho de que publiciten una mostaza para acompañar el confit de pato y otra, muy distinta en aroma y punto, para condimentar el pato asado.
He sido fiel cliente durante décadas y ahora me duele saber que no llegaré a probar todo su catálogo.
Tampoco, por lo visto, Fauchon será capaz de sobrevivir al confinamiento (y eso que en París no ha sonado Resistiré tarde tras tarde). Tantas veces, desde la acera, que la calle es de todos, pasmado ante el escaparate que exhibía tan lujuriosa bacanal, dejé el vaho de mi aliento en los asombrados cristales.
De Gaulle afirmó que Fauchon duraría más que Renault. Para el general (mejor no comparar con el que nos desgastaba aquí) cualquier símbolo de la grandeza de Francia, de su rutilante y elaborado modo de vida, aspiraba a la eternidad. A esa eternidad en que se mece la burguesía, rodeada de presente y ajena al mundo.
(Bombardean ahora la pantalla de mi memoria las imágenes de aquella familia gabacha que, contagiada de feudalismo, habitaba al margen del río y de la vida, y se sentía dueña del territorio. Y aún más asiática que los infortunados paisanos de ojos amarillos en la pesadilla del capitán Willard.)
Pero de Gaulle no valoró la implacable cuenta atrás de las cajas registradoras.
Sus dos más emblemáticas tiendas parisinas echan el cierre, tras el que quedarán los estantes altivos que jamás se han rebajado a productos mediocres, si exceptuamos la plebeyez del Moet et Chandon, Coca-Cola de los champagnes, y tributo, supongo, que hay que pagar al chauvinismo.
Ya no recibirán los dependientes, perfectamente uniformados con chaleco y pajarita, educados, dignos y sabios, que tomaban entre sus manos los frascos de trufas conservadas en coñac con el cuidado que pone un restaurador en una talla gótica (catafalco de cristal que, emborrachándolas, convertía a las trufas en patatas de luto).
Ni girarán los anacrónicos cortadores de fiambre movidos con manivela -sabroso art decó- y a fuerza de brazo, cuyo silencio proclamaba con orgullo la perfección de su mecanismo, la excelencia en el corte y el filo de su cuchilla.
Solo recuerdo semejante entrega en la siempre concurrida Peck, tienda milanesa donde pedí un salami sin precisar, y el charcutero, curvado sobre su hermosa máquina, también de manivela alargó el brazo para laminarme de un salame felino.
–¡De ése no! –importuné– ¡Finnociona! ¡Finnociona! –y elevé la voz.
Años más tarde supe que finnocciona (con semillas de hinojo) es la manera más despectiva de aludir a los homosexuales. “Mariconaza”, para entendernos.
Quizás porque los condenados por sodomía (“pecado nefando” lo llamaban los esbirros de la Inquisición) eran purificados en una hoguera a la que, crueldad sobre crueldad, se le añadían gavillas de esta hierba que, exornada de clorofila, arde mal y despacio.
Y algo influiría, me pongo en lo peor, el hecho de que el hinojo sea hermafrodita.
El virus se ha convertido en el epílogo de la belle époque francesa, que ha querido resistir ante la fealdad del tiempo presente, aunque ha pagado el precio de transformarse en su peor caricatura, como esos mausoleos-restaurantes tan exornados de heráldica que sorprende que la becada no tenga dos cabezas.
La primera vez que visité La Tour d´Argent, un templo del servicio no menos importante que su vecina catedral de Nôtre Dame (pero menos ahumado), aún ejercía su magisterio con mano dúctil y férrea, sirope y angostura, el ilustre Claude Terrail. Allí pude asistir al fusilamiento, primero con la mirada y luego de palabra, al que condenó a un camarero que había olvidado servir el pain d´épices que acompañaba a los quesos. Y se me enfrió la comida, pasmado de admiración por aquel ballet digno de Diaghilev en el que, en mesas de hasta ocho comensales y sin mediar palabra, un pulpo de brazos levantaba al unísono las deslumbrantes campanas que cobijaban los platos. Más tarde le pregunté cómo había conseguido reunir un grupo con tan envidiable formación. ”La formación se la doy yo; esto no se aprende en las escuelas de hostelería. La mayor parte de mis camareros han sido “valets” en mansiones exquisitas”, y chasqueó la lengua.
Francia, exceptuando los periodos de guerra, ha vivido siempre en la opulencia. Aún no es extraño ver en el tapete de los Campos Elíseos, próximos al Arco del Triunfo, cientos de perros paseando a sus uniformados mayordomos.
Hoy, comprada con petrodólares (y puede que traspasada a un emporio de ojos rasgados), la plateada Torre se entrega a los excesos que reclaman los turistas de tarjeta platino, a los que se les ofrece un espectáculo tan lujoso y caro como desabrido. Puede que aún preparen el numerado pato a la sangre, pero estoy seguro de que, si alguno de aquellos viejos leones con mandil todavía se mueve entre las mesas, esbozará una sonrisa a medio camino entre la nostalgia y el cinismo.
Y me consta que algunas noches, al llegar a su casa, se servirá un fondo de calvados hors d´âge, robado, en un vaso de duralex, con el que brindar contra la pared del comedor.