La danza del fuego
No deja de sorprenderme la obsesión por dar de lado cuanto el mundo ofrece de hermoso para elegir lo morboso, lo dañino, lo terrible.
El verano se nos hace largo por más que lo hayamos deseado durante todo el año y nos merezcamos descansar de la rutina que, en puridad, no tiene nada de rutinaria de tres años a esta parte.
Justo es que durante unos días no tengamos más vista que nuestros pies al final de la hamaca ni más preocupación que no repetir las raciones del chiringuito, no nos vayamos sin haberlo probado absolutamente todo. Pero llega un momento en que hemos puesto nombre a cada grano de arena de la playa y a cada gaviota del crepúsculo y ya no sabemos de qué hablar ante el gin-tonic nocturno. Es tiempo de buscar experiencias nuevas y darle un empujón excitante a los últimos días de asueto.
¿Y qué mejor que aprovechar que a unos cuantos kilómetros del apartamento se ha desatado un incendio brutal para acercarse, contemplar su furia, el denuedo con el que bomberos, militares y voluntarios se juegan la piel y los pulmones apaleando las zarzas ardientes, desde las que no habla Dios sino el caos, y la desesperación de los campesinos al ver como el aire avienta las pavesas que fueron su pasado y tendrían que haber sido su futuro?
Dicho y hecho. Tarde redonda, emocionante, concienciada, rematada con unas cuantas cervezas frías para reponer la garganta y el alma después de tanta ceniza. Por supuesto, no han faltado el selfi con el frente de llamas al fondo, ni la foto del grupo de amigos apoyados en el camión bomba, que lucirán tan lindas en la pertinente red social acompañada de un compungido y motivador texto.
Por plantear algún reparo a la actividad, creo que los aventureros deberían procurar no sonreír, guiñar el ojo ni poner morritos cuando posan para la sádica fotografía.
Puede que ya hayamos olvidado la distinción entre ficción y realidad, y hayamos perdido esta última en el cajón en que guardamos las circunstancias a no tener en cuenta. Demasiados parques temáticos y demasiado minuciosos nos han llevado a pensar que lo que sucede, sucede siempre como espectáculo, que los parajes arrasados son atrezo y sus habitantes, actores con un contrato de temporada. Aunque es justo señalar que tal indiferencia no es nueva ni nos la ha implantado Internet: en 1861, la alta sociedad de Washington vistió sus mejores galas y se subió a sus más lujosos carruajes para asistir a la batalla de Manassas desde la segunda línea del frente. Tan solo le chafó el plan a tan distinguido público el que los confederados ganaran la batalla y le obligaran a salir escopetado, teniendo por perdida la capital del país.
Y en 1918, cuando todavía humeaban los escombros, avispados agentes de viaje organizaron tours por las trincheras europeas, para que los ociosos se deleitaran con el olor residual de la cordita y el gas mostaza. Especial éxito tuvo el jardín de bayonetas surgido cuando una explosión enterró la trinchera en que una compañía se hallaba dispuesta para el ataque.
Visita guiada al bosque que los japoneses prefieren para suicidarse; estancia en las zonas más pobres de África, sintiendo la solidaridad entre obscenos privilegios de turista; un paseo por los pueblos asolados por el calentón del reactor de Chernobyl… El catálogo de nuestra temeridad engorda día a día y, aunque siempre he tenido por bueno que cada cual haga de su capa un tanga si así le place, no deja de sorprenderme la obsesión por dar de lado cuanto el mundo ofrece de hermoso para elegir lo morboso, lo dañino, lo terrible. Me da que muchos piensan que vivimos en una película de Marvel (aprovecho para dar las gracias a mis hijos por haber crecido y librarme de la muy paterna obligación de tener que acompañarlos a ver semejantes bodrios) en la que el superhéroe de turno resolverá el problema meando.
Mi hija Yedra, a quien ya les presenté, investiga la regeneración vegetal tras los incendios. Ella me consuela contándome milagros: el de las especies cuyas semillas han mutado y ahora no solo resisten el calor, sino que este las aguija para salir de su vaina y fructificar cuanto antes; o el de las especies autóctonas que regresan cuando el fuego acaba con las invasoras.
Tardará, pero llegará el día en que tantos parajes arrasados vuelvan a oler a jara.
Y es que la naturaleza sabe defenderse.
Aunque el tiempo del bosque no es tiempo de humanos. Para los agricultores y los ganaderos, la tragedia tiene poca solución, y tardía.
Los turistas del fuego tampoco se conformarán con visitar cerros romos y oscurecidos.
Quizás se consuelen escandalizándose porque una mujer bailó en una fiesta durante su tiempo libre.
No puedo aplaudir la decisión de la primera ministra finlandesa de aceptar el test de drogas que la derecha rancia le exigía, ni la de pedir disculpas por una actitud que no las precisa.
Los biempensantes (que nunca piensan bien, ni en el sentido moral ni en el práctico) han disparado su inquina contra una mujer por ser, me parece a mí, mujer. Como es sabido, un dirigente varón y borracho siempre luce más.
A veces pienso que el fuego se equivoca de dirección.