Johnny cogió su fusil
"No deja de sorprenderme que, si el viento derriba la casa, no se llame al albañil, sino al maestro armero".
Para Johnny he preparado algo especial, asegura Cristo (extraordinario, sádico y estremecedor Donald Sutherland) mientras pule el enésimo ataúd de su inacabable jornada laboral. Tras él, el vagón de tren en que marchan al frente los destinatarios.
Johnny, recuerden, queda convertido en un tronco lacerado por la metralla e incapaz de comunicarse con el exterior. Cobaya para los doctores que, erróneamente, piensan que aquel amasijo viviente carecía de toda sensibilidad. (Lo más estremecedor que he leído en García Márquez fue la hiriente imagen de un niño que, cegado tras un atentado en Bogotá, despertó en la doliente camilla suplicando a su madre “mami, ¡mami! no puedo despertarme’’).
Y yo, que ni siquiera llego a imaginar semejante horror a pesar de haberlo visto en la pantalla, me pregunto si la sociedad estadounidense no lleva décadas emulando a los albos carniceros y al Hijo del Carpintero imaginado por Dalton Trumbo.
Leo que la festividad del 4 de julio se ha llevado por delante la vida de 150 personas en un cóctel de incidentes en que se mezclaron la fiesta y las armas de fuego. Supongo que el macabro recuento incluye los accidentes en el tiro a la lata de cerveza, los cazadores confundidos con ciervos (además de cornudos, acribillados), las peleas resueltas a lo John Wayne y los borrachos tomados por asaltantes.
Por otra parte, la noticia no especifica el número de heridos; y no creo que nadie sepa cuántos disparos erraron el blanco.
Desde entonces, la guadaña ha continuado su tenaz labor con la efectividad de los antiguos segadores toledanos: cincuenta, sesenta o setenta muertos cada día (si no aparece el justiciero que ha visto el mal en un instituto o en un centro comercial), en nombre del derecho a la defensa de la vida y de la propiedad.
No insistiré en la facilidad con la que puede adquirirse un arma en los Estados Unidos; todos recordamos aún Bowling for Columbine. Pero no me resisto a anotar algunas curiosidades que un “guirigringo’’ con el que comentaba la noticia me hizo saber.
Por ejemplo, que es legal poseer un fusil de asalto automático si está recamarado para un calibre de caza.
También es lícito tener en casa un fusil de asalto con calibre de guerra si se anula el disparo automático, dejando solo el modo “tiro a tiro”. (Y yo, que fui feliz con un tirachinas).
Incluso es posible comprar un rifle del calibre 50, de los llamados “antimaterial”, capaz de atravesar un coche a más de un kilómetro de distancia. Algunas empresas ponen a disposición del público modelos de semejante monstruo adaptados para “usos civiles” (no creo que se refiera a agrandar los orificios del emmenthal).
Si cualquier ciudadano va a juicio por haber empleado su arma de manera legítima (signifique lo que signifique), multitud de asociaciones filantrópicas le facilitarán la defensa automática si él no se la puede permitir.
Recuerdo las justificaciones de un cocinero del estado de Georgia que trasteó por mis fogones hace años (y del que aprendí sabrosos secretos sobre la barbacoa y sus salsas), que esgrimía para el arsenal que guardaba en su casa familiar. Según él, era imprescindible estar preparado para defender los víveres acumulados en caso de desastre, desde los tornados anuales a los frecuentes huracanes, de cuyos coletazos raramente se libraba su cuerpo: comida, agua potable, medicinas… que los saqueadores buscarían con ahínco. Yo le pregunté si no ayudaría, en ese caso, a los desgraciados que lo hubieran perdido todo, ya fueran desconocidos o vecinos. Con falsa pesadumbre, sacudió la cabeza y respondió:
-Un bocado que se lleve un extraño no podrá comerlo mi familia…
Supongo que el hambriento de la calle dispondría de una razón semejante para justificar el pistolón que columpia de su cintura.
No deja de sorprenderme que, si el viento derriba la casa, no se llame al albañil, sino al maestro armero.
La única solución que propone la Asociación Nacional del Rifle para acabar con las tragedias que genera el uso indiscriminado de las armas de fuego es la proliferación de más armas de fuego. A más gente buena con pistola, más pronto morirá el malo. Así, en algunos institutos del Medio Oeste, se ha acordado que los profesores vayan a clase armados para reventar el plan del chaval desquiciado que, rifle en mano, quiera pedir cuentas sobre sus malas notas.
Eso sí, se mantiene el anonimato de los docentes pistoleros para no dar pistas.
Vivimos una época clasista, como lo fueron las anteriores y serán, me temo, las siguientes. Y si a tantos prejuicios se le suma la certeza de que el otro, el enemigo tantas veces imaginario, va armado, el resultado es la tragedia cotidiana que viven muchos norteamericanos, que han preferido facilitar el enfrentamiento antes que la convivencia.
Y que, por lo visto, han desterrado de sus cabezas el dilema moral que supone acabar con la vida de un semejante.
Cuando una salva de disparos es la solución no hay reinserción posible; casi dos millones y medio de estadounidenses se hacinan en las cárceles del país, sin pósters de Raquel Welch con que esconder el túnel. Para casi todos ellos, que ya perdieron en la lotería del nacimiento (la pobreza es un color de piel, y un color de piel es pobreza), una pistola sucederá a la celda y una celda a la pistola, en una noria sin fin.
Sin embargo, nadie retiró sus dos arsenales (el de la vitrina y el del cerebro) ni su licencia para tenerlos a un anciano Charlton Heston (jamás me acostumbraré a tan sórdido final para alguien tan grande) cuando quiso justificar su perorata ante la NRA reconociendo alcoholismo y alzhéimer. La mano asesina que desconecta el interruptor de la memoria, dejándote sin muescas para atrapar el pasado, le impidió ver que se había transformado en el gorila que antaño le torturara.
Ahora, algunos iluminados pretenden que en España nos planteemos la necesidad de llevar armas para defendernos no sé muy bien de quién. Porque creo que nuestros barrios, aun en los precarios tiempos que padecemos, distan mucho del Bronx. Y porque a que los que patearon a Samuel hasta matarlo, posiblemente por considerarlo maricón, o a los machotes que deciden que la mujer que ya no es suya no puede ser de nadie, se los neutraliza mejor con educación y sentido común que con una bala.
Quizás las anhelan para defenderse de sí mismos.
Podemos empaparnos con el cine de Coppola, con la pintura de Hooper, los cuentos de John Cheever, las baladas de Dylan, los poemas de Louise Gluck… podemos perder el aliento ante el tranco demoledor del ganador del Derbi sobre la selectiva arena de Churchill Down, respirar con Moby Dick, congelarnos con London, hacer trampas con Tom Sawyer… perfumarnos con el seductor mint julep, escoltar el inigualable gumbo con excelentes pinot noir de Oregón.
Pero muchos prefieren las tóxicas hamburguesas industriales y el tarantiniano kétchup.
A semejantes tipos les recuerdo que Johnny termina suplicando que lo maten, harto del indecible sufrimiento que alguien le ha preparado.