'Je t'aime' Agnès Varda
Conocí a Agnès Varda una mañana muy fría en París. Serena y radiante, la directora de la nouvelle vague trastocó mi vida del modo en que lo hacen las grandes personas, demostrando una inmensa fuerza tras su aparente fragilidad. Le robé un par de horas y ella me robó el corazón cinéfilo, un intercambio en el que me consta que salí ganando.
Vi su completa filmografía en ediciones extranjeras, cómo no, porque en nuestro país, salvo pequeños retazos insuficientes, la obra de la cineasta todavía no estaba, o yo no la encontré, en circulación. Lástima para una artista con una obra tan radical, tan distinta, tan brillante.
Precisamente por ello, por su heterogeneidad y subversión cinematográficas, este año le ha sido concedido el Oscar Honorífico, un galardón que, a decir verdad, siempre se me ha antojado mal planteado: en lugar de una recompensa pareciera un premio de consolación. Poco ayudan su 'desubicación' y carácter extemporáneo, a qué viene conceder el premio cuatro meses antes, descontextualizarlo de la ceremonia oficial, entregarlo de puntillas con nocturnidad y alevosía.
Por qué un gesto tan sombrío para unos premiados tan sobresalientes. La propia Varda sostiene mi mismo razonamiento, y por ello no da la menor importancia a que se le otorgue el Oscar: "Ni siquiera es en febrero, es en noviembre. Son los Oscar de los pobres", arguye la directora belga, con su incomparable genialidad.
A pesar de su importancia, pocos conocen su trabajo; es más, pocos saben de su existencia, y muchos menos que fue ella, y ningún otro, quien en 1956 inició la nueva ola francesa. No Jean-Luc Godard y su Al final de la escapada (1959) ni François Truffaut con Los cuatrocientos golpes (1959), por lo demás dos obras maestras. Fue Agnès Varda y su La Pointe Courte los que dieron comienzo a la nouvelle vague. Quienes no supieran el dato, les ruego no se culpen; como en otros muchos ámbitos, la huella de la mujer se borra con sorprendente facilidad.
Podría hablarles tanto y tan apasionadamente del trabajo de Varda que, a buen seguro, pecaría de entusiasta y, paradójicamente, de académica. Podría decirles por qué el tratamiento de la luz en manos de Varda adquirió otra dimensión, por qué fue precursora de muchos de los planteamientos de iluminación asumidos como consustanciales a la propia cinematografía; podría contarles cómo Varda ha firmado muchas de las películas más extraordinarias de las últimas décadas y podría hacerlo con ardor y celo. Sin embargo, como una columna apenas alcanza para ponderar a la oscarizada cineasta, mencionaré si me lo permiten Cléo de 5 a 7 (1962), una portentosa cinta protagonizada por Corinne Marchand y Antoine Bourseiller.
Su introducción, debo admitirlo, es uno de los comienzos más inspiradores de la historia de la cinematografía. Una joven artista (Marchand) acude a una cartomante para que lea en las cartas su futuro. Pese a su éxito profesional, la preocupación inunda su vida desde que le hicieron una biopsia. Extrae una carta, otra nueva, una más. La muerte aparece en la baraja. La expresión de la mujer no puede ser más clara, Cléo va a morir. Atemorizada sale a la calle, recorre ese París que ya no existe con el convencimiento de que jamás va a volver a vivir. Ella lo intuía, está enferma y el diagnóstico es grave.
Con la mente aturdida conoce a un joven soldado (Bourseiller), quien ha sido llamado a filas para embarcarse hacia la guerra de Argelia. Su destino es incierto, le asusta morir. En su desesperación, ambos se enamoran. Ella tiene que ir al médico y confirmar su diagnóstico; él la acompaña antes de acudir a su propio internamiento. En un instante, lo que separa las cinco de las siete, sus existencias se fusionan, ya no son un soldado ni una cantante, son dos personas quebradizas ante su propia vulnerabilidad.
Quien no haya visto esta obra maestra de la nouvelle vague tiene ante sí una ocasión única para acercarse a ella. En sí misma tiene tantos valores cinematográficos loables que solo podía estar firmada por uno (sin género) de los mejores cineastas de la historia. Pero no está dirigida por alguien cualquiera, sino por una mujer, una belga que comenzó a dirigir cuando en Francia apenas existían tres directoras, y que ha reivindicado desde el principio la necesidad de paridad en el cine: "todos los trabajos de la industria pueden ser realizados por mujeres. Son inteligentes. Y son fuertes".
No sé qué haríamos si Agnès Varda no hubiera existido, pero lo cierto es que allanó el camino a cuantos hemos crecido y creído en el mundo del cine.
Gracias por existir, Agnès Varda.