James Rhodes, el último español
El Gobierno ha concedido la nacionalidad al pianista británico... y yo me pregunto: ¿por qué quiere ser español?
El pasado 29 de diciembre el Gobierno concedía la nacionalidad a James Rhodes, célebre escritor, pianista y luchador por los derechos de la infancia. A las pocas horas Santiago Abascal escribía “a su amiguete le dan la nacionalidad, como premio al odio que tiene a la mitad de los españoles. Y a un perseguido por Maduro le deniegan el asilo, y si pueden lo entregarán a Venezuela, para que allí lo maten”. Yo no me pregunto por qué le han concedido la nacionalidad a Rhodes sino por qué Rhodes quiere ser español.
Todo esto ocurría en un momento de excitación. Para acabar el año se vacunaba en Cataluña contra el COVID a Josefa Pérez, y el tuit correspondiente, a cargo de Andreu Monrós, rezaba: “La primera persona vacunada en Cataluña ni es catalana, ni habla catalán. Llamadme racista o xenófobo, pero como país deberíamos hacérnoslo mirar”. Menos de 48 horas después se celebraba la Nochevieja en una vacía Puerta del Sol y la presidenta madrileña mandaba proyectar, sin previo aviso, una bandera española gigante mientras alguien volaba un dron con otra bandera con el correspondiente crespón negro. La bandera nacional, que fue de casi todos, es ahora solo de esa mitad de españoles que utilizaba Abascal en su tuit.
Estos exacerbados nacionalismos no son, de momento, el peor problema de España, pero sirve de introducción a mi pregunta: ¿por qué Rhodes quiere ser español? Es un hombre célebre internacionalmente, un ejemplo moral que ha contado la verdad de sus abusos para evitar que otros niños los sufran, podría haber elegido cualquier país. Entonces, ¿por qué una España asfixiantemente conflictiva? En Reino Unido hay fascistas mucho más peligrosos que los de aquí, como Nigel Farage. No creo que los ataques en Twitter le afecten a Rhodes, que ya ha vivido en el infierno. También tiene algo cómico cuando los que atacan su españolidad se llaman Hermann Terstsch y se visten de tiroles cada vez que pueden. No, la cuestión es que Rhodes quiere ser uno de nosotros cuando nosotros no sabemos ni lo que queremos ser, cuando nuestros símbolos se han politizado convirtiendo banderas en palos con los que pegar al otro, cuando la división es tal que hay familias que cenaron en Nochevieja separadas no por la pandemia, sino porque las peleas por WhatsApp acabarían a puñetazos. O a banderazos.
He escrito siempre para aclararme, para entender qué significa ser español desde la historia, la política y el arte, y detesto los nacionalismos que devoran a mi gente. No me gustan mucho las banderas en general, pero me repugna lo que se ha hecho con la mía. Amo con todas mis fuerzas a la gente de mi país (como amo a los de que pueblan Italia), pero me aburre que seamos la primera potencia mundial en tiro al propio pie. Nadie nos gana saboteándonos a nosotros mismos y, a pesar de todo eso, amo España en sus infinitas grandeza, miseria y contradicción. Tal vez Rhodes comparta algo de esto, pero sospecho que lo que él quiere, por encima de otras cuestiones, es a nosotros.
He tenido que estudiar incesantemente idiomas, y el inglés ha sido uno de los esfuerzos de mi vida. Todos tenemos que pasar por eso para poder trabajar con ingleses, americanos o coreanos. Rhodes ha hecho ese esfuerzo para hablar conmigo (como muchos otros, es cierto) pero esto no solo va de hablar, sino de amar. Sigo irregularmente los tuits de este tipo que se emociona con croquetas y expresiones, que se vuelve loco oyendo en un taxi música española (sí, sé que era Café Quijano, pero qué le vamos a hacer) y que ha hecho suya nuestra bandera, que quema como si fuese un hierro candente. Mientras la casi totalidad de habitantes de Gibraltar se declaran británicos, Rhodes renuncia a lo que vivir en Londres representa y se viene a Madrid, que mola todo pero profesionalmente es otra cosa, renuncia al orgullo británico y pide ser de los nuestros.
A mí no me ha costado ningún esfuerzo ser español. Nací aquí. Llámese azar, destino o divina providencia, pero me dieron el pasaporte al nacer. El pianista ha aprendido mi idioma, ama mis costumbres y ha renunciado a formar parte de un imperio ganador para ser parte de esta infinita y eterna trinchera. La más bella del mundo, sí, pero trinchera. Este tío es más español que Abascal y Tertsch juntos. Hay otro frente de críticas a su nacionalización que proviene de Ramón Espinar, ex de Podemos. Denunciaba una realidad, y es que Rhodes es español por ser quien es, mientras casi dos mil inmigrantes murieron intentando llegar aquí y otros muchos miles luchan por que sus hijos sean españoles. Y tiene razón.
Creo que todos ellos desean tanto como Rhodes ser españoles, incluso más, y no lo serán por ser pobres. Podemos pensar que son cosas distintas, que las razones del Estado son otras pero no, aunque el Estado ha venido concediendo graciosamente la nacionalidad a deportistas para que jugasen con nuestros colores o, simplemente, para que ganasen más dinero. Tengo la certeza de que a Rhodes, en este tema, le sale a devolver.
Tampoco estaría mal recordar el Visado de Residencia por Adquisición de Bienes Inmuebles en España en nuestra legislación, que da la residencia a quien se gaste medio millón de euros en una casa aquí. Cosas nuestras. A mí me gusta que Rhodes sea español. Quisiera que otros más lo sean, como piden Abascal y Espinar, pero sobre todo me gusta que quiera ser español, de hecho me gustaría que quisiese ser murciano.
Hay algo que, a pesar de los pesares, siempre hemos sido los españoles, seamos de donde seamos: hospitalarios. En Murcia lo espero para enseñarle los Salzillos y los paparajotes al último español. O al primero, según se mire.