Jacques Rivette: el cineasta que quería jugar
A quienes no conozcan todavía el trabajo de este director, he de advertirles de que no se trata de un director al uso.
Cuando todo parece visto y dicho y oído, siempre hay alguien que hace recobrar la fe en la renovación. Porque no, no está todo dicho sobre el cine, ni se ha podido ver todo ni existe persona que lo vaya a conocer jamás del todo. Existen muchas sorpresas ocultas en la historia del cine, con multitud de películas, personajes y cineastas aún por descifrar.
Conocí el trabajo de Jacques Rivette durante mi adolescencia, si bien no fue una aproximación cinematográfica en sentido estricto. Es más, no me da apuro confesar que lo primero que supe de Rivette es su faceta como crítico cinematográfico, leyendo aquel mítico libro Lang, Hawks, Hitchcock escrito al alimón con Claude Chabrol, François Truffaut y Jacques Becker. Por aquel entonces no entendí, porque lo desconocía, que el Rivette cineasta me subyugaría de una forma indescriptible.
Cierto es que Rivette fue el director de Cahiers du cinéma, que además ha escrito largo y tendido sobre cine, y que su verdadera pasión parece ser el lenguaje teatral, pero todo ello no ha hecho sino amplificar la hondura de su filmografía.
A quienes no conozcan todavía el trabajo de Jacques Rivette, he de advertirles de que no se trata de un director al uso. Su cine no es fácil, su tesitura no es la ordinaria y su punto de vista -divertido, inconformista, radical- no es lo acostumbrado. Vaya por delante la honestidad en este punto. Si no se está dispuesto a ver películas que superan holgadamente las dos o tres horas de metraje, quizá no es el momento de adentrarse en el mundo particular de Rivette, lo que no obsta para que lo siga recomendando sin ambages.
Aquellos que, pese a la advertencia, se sientan intrigados por conocer el trabajo de Rivette, descubrirán un mundo repleto de ensoñación, de tiempo dilatado, de surrealismo y de juego. Porque si algo define a este cineasta de la nouvelle vague es, precisamente, su espíritu de juego, pero no en el sentido naïf que tanto me incomoda en según qué directores, sino enfocado hacia otra dirección, la de la promiscuidad artística, la exuberancia, el riesgo y el apasionamiento.
Su primer largometraje, París nos pertenece (1960) ya apuntaba maneras. Esta obra fundacional de la nouvelle vague, escrita con el célebre guionista Jean Gruault (autor de cabecera de Truffaut, para el que escribió los libretos de Jules y Jim, Diario íntimo de Adela H., Las dos inglesas y el amor, El pequeño salvaje e incluso La habitación verde, entre otros), es una recóndita historia de intriga protagonizada por Anne (Betty Schneider) una joven virginal que se ve envuelta en una trama noir de conspiración política. Con ella están dos intelectuales, Gerard (Giani Esposito) y Pierre (François Maistre), así como una femme fatale perversa llamada Terry (Françoise Prévost). La estudiante, enamorada del teatro y de su director, tendrá que desentrañar el porqué de que en su grupo vayan muriendo, uno a uno, todos quienes se relacionan con Juan, un español que recaló en Francia huyendo del mal, y se lo encontró de bruces en París.
A lo largo de sus casi dos horas y media de trama, y con más de treinta personajes diferentes, Anne tendrá que protagonizar idas y venidas incomprensibles, para escapar de un destino incierto que puede implicar su propia muerte.
Aunque tras París nos pertenece vinieron otras muchas películas, entre ellas la controvertida La religiosa (1966) o la experimental Out 1 (1971) de casi trece horas de duración, el reconocimiento internacional le llegaría con Céline y Julie van en barco (1974), una película de culto protagonizada por Céline (Juliet Berto) y Julie (Dominique Labourier,) dos jóvenes que son introducidas en un universo paralelo al más puro estilo de Alicia en el País de las Maravillas. Con bastante más dosis de surrealismo y cinefilia que la obra de Lewis Carroll, Céline et Julie vont en bateau: Phantom Ladies Over Paris es una de las mejores películas de Rivette, con unos primeros veinte minutos de puro cine mudo absolutamente míticos.
Poner en valor a Rivette también implica no solo mencionar toda su carrera (sostenida aunque intermitente durante más de cuarenta años), sino también hablar de su postrera película, 36 vues du Pic Saint Loup (2009) protagonizada por los espléndidos Jane Birkin y Sergio Castellitto. La trama es tan intrincada y teatral como toda su filmografía, con personajes que, aparentemente, emergen sin razón y desaparecen sin motivo. Sin embargo, un estudio pormenorizado de sus personalidades desvela el ideario de Riveette sobre la humanidad, sobre el estímulo que nos impulsa a seguir adelante y la necesidad de estrechar los lazos profundos con nuestros congéneres.
Porque este es, sin duda, el móvil que espolea el cine de Jacques Rivette: La necesidad imperiosa de entender un mundo incomprensible y de aproximarse a unos semejantes tan perdidos como él mismo. Un cine estimulante y único que, en definitiva, merece la pena ser conocido.