Interrogantes que ya no se plantean
La crisis internacional en torno al atentado contra Sergei Skripal, ex espía británico en el seno del Servicio de Inteligencia Militar en Moscú, hizo gastar mucha tinta desde hace más de una semana. Gran Bretaña expulsó a 23 diplomáticos rusos bajo la acusación de ser agentes de inteligencia. Habiendo seguido el debate televisado en directo desde la Cámara de Comunes, escuché los llamamientos de parlamentarios británicos para que se adopten medidas robustas, desde el boicot del Mundial de Fútbol en Rusia a la ruptura de relaciones diplomáticas. La noble indignación estaba en su apogeo.
Pero, al mismo tiempo, Scotland Yard afirmaba que la investigación continuaba y que en esa etapa no se había llegado a una conclusión sobre el motivo y el autor del atentado. Es por eso que la señora Theresa May no podía calificar la supuesta culpabilidad de Rusia de otra manera que como "altamente probable". Este artículo no es para declarar la inocencia de Rusia o para desvelar los verdaderos culpables, sino para identificar los interrogantes de base que ya no se plantean: el motivo y quién se beneficia con el crimen.
La cuestión del motivo es importante. Si el Estado ruso es el autor, es difícil de comprender por qué no lo hizo desaparecer durante los años que pasó purgando su pena de prisión por traición en Rusia. Otra cuestión bien conocida desde la antigüedad es ¿quién se beneficia? Es claro que no el Estado ruso cuya reputación quedará más empañada a pocos meses de la Copa Mundial de Fútbol. El presidente ruso no habría comandado tal asesinato dirigido (que practican varios países, entre ellos Israel y Estados Unidos) con el fin de realzar su popularidad a pocos días de las elecciones presidenciales: simplemente, Rusia no tenía necesidad alguna.
La cuestión del motivo no fue planteada en el caso del ex agente de seguridad Litvinenko, ni en el del avión de Malasyan Airlines abatido sobre Ucrania. ¿Qué beneficios podría haber logrado Rusia? Para esos casos, por otra parte, ninguna prueba irrefutable fue producida en lo que toca al autor de esos actos, aun cuando los políticos occidentales y los consagrados medios de prensa señalaron con el dedo a Moscú. En realidad se trató de una presunción de culpabilidad de Rusia.
Otro caso célebre en el cual Rusia fue puesta rápidamente en el banco de los acusados es la mini-guerra lanzada en Georgia en el 2008, en el mismo día que comenzaban los Juegos Olímpicos de Pekín. Según el consenso occidental y los titulares de los periódicos, el ejército ruso habría comenzado el conflicto. Empero, una Comisión de investigación de la Unión Europea constató, después de un detallado estudio de los hechos en el terreno, que fue Georgia la que había atacado a las fuerzas rusas que actuaban bajo el mandato de Naciones Unidas.
Finalmente, la saga de la alegada injerencia del Estado ruso en las elecciones en Estados Unidos, en las campañas para los referendos en Escocia y Cataluña, el efectuado para el Brexit, etcétera, demuestra que el "pensamiento único" triunfa sobre la obligación de examinar los hechos y plantear las cuestiones de base. De hecho se trata de un fenómeno bien conocido de movilización de la opinión pública con el fin de fabricar un enemigo.
A finales del siglo XIX, la prensa estadounidense bajo la batuta de William Hearst y de Joseph Pulitzer (sí, el del Premio Pulitzer), fomentó literalmente la guerra contra España bajo el pretexto de un ataque contra el Maine, un navío de guerra estadounidense atracado en el embarcadero de La Habana. Fue España la que "gozó" entonces la presunción de culpabilidad: "Remember the Maine. To hell with España" (Recuerden el Maine. Al diablo con España) clamaba entonces la prensa, sin que el misterio haya sido aclarado hasta nuestros días. Y, bien entendido, no se planteaba la cuestión de "¿a quién beneficia el crimen?". Es seguro que no benefició a España, ni a Cuba que seguidamente fue ocupada por las tropas estadounidenses.
Este artículo pone de relieve la peligrosa tendencia de reemplazar el examen racional de los hechos por la indignación y la diabolización. Esta tendencia es más peligrosa que en la época del Maine. En nuestros días puede provocar una confrontación nuclear de consecuencias inimaginables.