Iceberg a la deriva

Iceberg a la deriva

NASA

Un iceberg diez veces más extenso que toda la ciudad de Madrid se ha desprendido de la Antártida. Bien podría ser este el titular de una novela postapocalíptica, o incluso una metáfora útil para para que algún columnista hablase del secesionismo catalán. Pero resulta que es un titular descriptivo de una realidad acontecida la pasada semana.

Pocas imágenes podríamos concebir tan asombrosas, bellas y, al mismo tiempo, atemorizantes como la de un continente de hielo navegando a la deriva por el océano. Los románticos llamaban "sublime" a ese sentimiento a la vez de admiración y de horror que suscita la contemplación distante de fenómenos de magnitudes inconmensurables, como tempestad que se avecina. No en vano, el pintor romántico por excelencia, Caspar David Friedrich, pintó en 1824 un cuadro que bien podría servir para ilustrar la noticia que hoy comentamos: en un paisaje gélido de ruinas de hielo, se vislumbra la popa de un barco hundiéndose, entendemos que como consecuencia del choque con el imponente iceberg. Este cuadro (El mar de hielo) ha sido siempre interpretado como una alegoría de la superioridad de la naturaleza sobre la técnica, una de las tesis más definitorias del romanticismo.

Trasladada a nuestro presente, la alegoría seria esta: en la era del antropoceno, la huella de la técnica está suscitando una reacción de la naturaleza que pondrá en dificultades el rumbo de la civilización. Aparte de potenciales colisiones marítimas, parece ser que el desgajamiento de este "mar de hielo" supone que los glaciares de la Antártida no encontrarán frenos en su avance, con lo que acabarán derritiéndose y aumentando peligrosamente el nivel del mar.

¿Será esta información suficiente para que nos rasguemos las vestiduras, nos hipotequemos en la compra de un coche eléctrico, o nos agolpemos en las puertas de las embajadas estadounidenses para exigir su retorno al Acuerdo de París sobre el cambio climático? No soy ningún cenizo si me adelanto a responder que no será así. Las cuestiones ecológicas, pese a que lentamente hayan ido calando en nuestra conciencia colectiva, siguen sin suscitar movilizaciones políticas significativas. En España, sin ir más lejos, Equo solo tiene representación parlamentaria por haber pasado a integrar las listas de Unidos Podemos, grupo en el que ni sus representantes ni sus propuestas tienen una mínima visibilidad.

Para que la noticia sobre un mar de hielo a la deriva nos conmueva, será necesaria una importante transformación cultural.

¿Por qué el ecologismo no logra ser hegemónico, como lo está logrando ser, por ejemplo, el feminismo, una corriente hasta hace poco mucho más denostada y marginalizada? Aventuro algunas ideas para tratar de comprenderlo:

  1. "No me digas que recicle". Aunque sus buenas prácticas estén cada vez más aceptadas, existe un cierto desdén intuitivo hacia el ecologismo como principio moral individual (debes reciclar, debes moderar tu consumo, debes ahorrar energía, etc). El controvertido filósofo Slavoj Zizek explica por qué. Aunque en efecto debamos tender a incorporar esos buenos hábitos, ese mandato contiene un engaño, a saber: pensar que somos totalmente dueños de nuestros actos, de modo que será nuestra responsabilidad si no actuamos con total coherencia ecológica. En realidad, diría Zizek, somos productos sociales, y no nos podemos abstraer individualmente de la necesidad social de consumir ciertos bienes y de hacer ciertos usos contaminantes. En conclusión, la responsabilidad de lograr un mundo sostenible no es de los individuos, antes es preciso cambiar la sociedad. Aunque no hayamos leído al esloveno, en nuestra desconfianza hacia el moralismo ecológico hay una aplicación intuitiva de esta crítica.
  2. "Ni nosotros ni nuestros hijos lo veremos". Los cambios climáticos parecen acercarse más al tiempo geológico que al humano. Pese a que los efectos palpables del calentamiento climático contradigan esta afirmación, sigue existiendo un contraste en relación a la aceleración de las transformaciones técnicas y sociales que en la actualidad experimentamos. No solo el fin del planeta parece lejos, sino que se tiene la impresión de que si una inversión en sostenibilidad genera un retorno, este se pospondrá a un futuro intangible. Resulta por ello urgente promover una lógica económica en la que el gasto ecológico no sea un coste de producción sino una inversión inmediatamente rentable. Es aquí donde las políticas públicas y los acuerdos internacionales tienen una mayor responsabilidad.
  3. "Los asuntos humanos van antes que los animales". La asociación del ecologismo al preservacionismo, común en nuestro imaginario, ha supuesto una importante rémora, pues lleva a pensar en la naturaleza como algo separado de las sociedades humanas. Pensamos la naturaleza como un parque natural, un recinto cerrado a la nefasta influencia de la civilización. El ecologismo queda así asociado en el imaginario a las subculturas naturistas (ya sean hippies, montañeros o boys scouts), y sus correspondientes rituales y signos identitarios. Las personas no amantes de la naturaleza, en consecuencia, no se sienten concernidas por ese espíritu. Otra trampa, porque el ser humano solo puede relacionarse con la naturaleza por mediación de la técnica. El palo que nuestros ancestros usaron para bajar el fruto de un árbol o la piel con la que se protegieron del frío no es menos técnica que nuestro último smartphone. Por lo tanto, el modelo de imaginario ecologista no debería ser solo un ambientalista un poco hippy, como también un urbanita aficionado a la tecnología limpia. Solo así otras identidades y subculturas harán de la sostenibilidad el horizonte común de nuestra civilización.

Lo descrito son maneras de pensar implantadas que dificultan que el ecologismo sea una prioridad. Para que la noticia sobre un mar de hielo a la deriva nos conmueva, por tanto, será necesaria una importante transformación cultural. No la demoremos más.