“Cuando uno sale del armario en un pueblo, sale toda la familia”
En el mundo rural no hay necesariamente más LGTBIfobia, aunque la experiencia es distinta: "Existe presión, pero no hay grupos de extrema derecha bien organizados".
La imagen clásica de los homosexuales nos lleva a las ciudades: las cabalgatas del Orgullo, las discotecas de ambiente, el grupo. Los pueblos pareciera que están vacíos de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales. Pero no es así. Están, cada vez menos solos y menos silenciosos, y no necesariamente viven una vida de ocultación y miedo. No todo es blanco o negro, no siempre es peor la vida en el campo para quien ama a alguien de su mismo sexo o para quien es trans. Diferente, sí. Porque sus condicionantes son otros y porque una vida mueve a un clan entero: “Cuando uno sale del armario en un pueblo, sale toda la familia”.
En noviembre de 2019, en el marco de la III edición de Presura (la Feria Nacional para la Repoblación de la España Rural), se dio un importante paso al frente en organización y en visibilización con la presentación del germen de la primera red de ciudadanos rurales LGTBI. Apenas una quincena de personas procedentes de Soria, Navarra, Rioja, Guadalajara, Castellón, Teruel, Zaragoza, Huesca y Burgos, que se unieron con el doble propósito inicial de identificar iniciativas similares en todo el país y de poner en valor las experiencias personales de un colectivo olvidado. La pandemia de coronavirus ha impedido que se robustezca como pretendían, pero no han dejado de fluir ideas, de sumar adhesiones y de hacer planes.
Chusé Aliaga, uno de aquellos pioneros, reconocía que, “en esencia, los problemas a los que se enfrenta la población LGTBI en el medio rural son similares a los de los entornos urbanos, pero el aislamiento es mucho mayor” y eso complica las cosas. “Encontrar a iguales es difícil, por invisibilización, por silencio, porque han acabado yéndose de los pueblos...”, resume. Abiertamente, son “pocos” aún los que no esconden su sexualidad ante sus vecinos, por lo que uno de los problemas esenciales en el mundo rural es tan sencillo como “dar con alguien con quien compartir tu visión”. “A veces no hay nadie a la vista con quien identificarte”, apunta.
Su visión no es forzosamente negativa, reconoce que si consigues hacer comunidad y ser aceptado por tus vecinos, “el entorno te protege” en sitios pequeños, porque se conoce todo el mundo, “y ya no hace falta ni que estés para afrontar una agresión verbal, porque la gente te va a defender”. Si no tienes esa red es cuando “el aislamiento es mucho más grande que en una ciudad”.
Las situaciones, afirma, son muy variadas, tampoco se puede hacer una lectura uniforme de la homosexualidad y el mundo rural, pero en el denominador común sí suele estar el reto de mostrarse “como uno es” sin miedos. Y en eso las mujeres aún lo llevan peor. Recuerda esos comentarios de “son amiguitas”. “Son pareja, tienen una relación, son matrimonio, no son amiguitas”, se duele Aliaga.
“Sentía los ojos del pueblo en mi espalda”
Raquel tiene 29 años, es de un pueblo de Ciudad Real de unos 3.000 habitantes, es bisexual y, aunque salió del armario hace tres años, prefiere no dar su nombre real. Todavía recuerda la “angustia” que la oprimía al pensar que sus vecinos se podían enterar de que tenía novia. “Sentía los ojos del pueblo en mi espalda”, dice. Temía que sobre ella cayera el peso del “estigma” y la “marginación”, como veía que ocurría en las personas homosexuales mayores de su pueblo. “Es complicado salir del armario cuando ves que sólo hay tres o cuatro maricones y para la gente del pueblo son lo peor”, lamenta.
La joven cuenta que se junta “con un montón de maricas que no se atreven a salir del armario”, o que esperan a irse de su pueblo para hacerlo, pero al mismo tiempo siente que algo ha cambiado entre las generaciones más jóvenes. “Veo que ahora la gente se muestra abiertamente gay y no pasa nada, lo llevan con naturalidad”, celebra. “Creo que ya no hay ese señalamiento que había con la generación boomer”.
Raquel cree que en su familia, bastante conservadora, también pesó esa visión marginal del pueblo sobre los homosexuales más mayores. Además, Raquel considera que “la bisexualidad se entiende poco todavía”, y sus padres se tomaron con “incredulidad” la noticia de que ella estaba con una chica, sobre todo porque hasta ese momento había tenido novio formal durante diez años. “Los dos tenían un discurso un poco paternalista, tipo: ‘No lo cuentes a tus amigos’, como si temieran que el pueblo me pusiera esa etiqueta y ya no pudiera librarme de ella”, cuenta la joven. “Tenían miedo a la reacción del pueblo, a que los demás juzgasen… Pero en realidad a mí no me importaba que el pueblo me pusiese la etiqueta, es lo que soy”, zanja.
“Los trapos sucios se lavan en casa”
Jesús Muñoz, presidente de la Asociación Plural LGTB Mancha Centro, sabe de lo que habla Raquel. “Venimos de una cultura en la que ser diferente está mal visto, y eso en los pueblos tiene mucho peso todavía”, explica. Muñoz lo ilustra con el dicho “los trapos sucios se lavan en casa”, que muchos jóvenes LGTB han tenido que escuchar de boca de su propia familia. “Son los típicos comentarios de: ‘¿para qué vas a contárselo a la gente del pueblo?’, ‘mejor que no se sepa’, ‘¿para qué te echas novio?’, etcétera”, dice. “Se vive con miedo a que la gente reaccione mal”, afirma, sobre todo porque “en los pueblos, cuando uno sale del armario, sale toda la familia”, describe.
Robin Olmeda, un chico trans de 25 años de Miguelturra (Ciudad Real), no tuvo ningún problema con su familia cuando decidió hacer su transición hace dos años. Sin embargo, tuvo que empezar una vida en Madrid para darse cuenta de lo que le estaba pasando. Con 5 o 6 años, él ya decía ‘yo soy un niño’, pero pasaron diez años y nunca nadie, ni en el instituto, ni sus psicólogos, ni en su entorno le habló de las personas trans. “¿Cómo voy a identificarme con algo o alguien que ni siquiera sé que existe?”, plantea el joven. “Con 15 años, no sabía nada. Sabía que tenía ese sentimiento, pero no podía luchar contra eso, y asumí que no podía ser, que era algo con lo que me tenía que aguantar el resto de mi vida”, relata.
“Cuando yo estaba en el instituto, no había absolutamente nada, ningún referente, ni una guía que te pudiera ayudar a saber qué estabas sintiendo ni qué era lo que estaba pasando”, lamenta Robin. Las únicas charlas que le dieron en las aulas de su pueblo fueron “las típicas de cómo poner el preservativo y otra en la que te ponen unas gafas que simulan cómo ves cuando vas borracho”, cuenta entre risas.
Los “mil psicólogos” por los que pasó tampoco supieron ayudarle. “Es complicado encontrar psicólogos y psiquiatras que tengan formación de género, y más en Ciudad Real”, se queja. La última psiquiatra a la que vio antes de hacer la transición le mandó ansiolíticos y antidepresivos, y cuando Robin se decidió a contarle qué era lo que le pasaba realmente, ella le contestó: “Bueno, tómate tu tiempo”. “Yo le dije: ‘¿Tiempo?’ Llevo ya 23 años esperando. No tengo más tiempo que perder”, recuerda el joven, que ahora vive en Madrid aunque planea volverse a Miguelturra.
Desde que en 2019 empezó la terapia hormonal, los únicos problemas con los que Robin se ha encontrado han sido “burocráticos”. A las miradas y los comentarios que ha recibido en su pueblo, no les da tanta importancia. “Acostumbrado a Madrid, que no te mira nadie, vas al pueblo y todo el mundo se gira, todo el mundo comenta. Pero bueno, por un lado lo entiendo, y digamos que ya no me afecta”, cuenta.
Su próximo reto llegará en septiembre, cuando tiene pensado mudarse de nuevo a Miguelturra, y no sabe cómo hará para seguir con su tratamiento. En Madrid acude a una Unidad de Identidad de Género (UIG) en el hospital, donde cuentan con un equipo multidisciplinar especializado en cuestiones de género, y donde Robin se siente “más seguro”; el problema es que la única UIG de Castilla-La Mancha está en Cuenca.
“No nos engañemos: las personas trans todavía lo tienen complicado con la sanidad de Castilla-La Mancha”, reconoce Jesús Muñoz. El presidente de la Asociación Plural LGTB admite que ya hay personas que tratan de quedarse en su pueblo para hacer la transición, pero para mucha gente del colectivo trans “lo más fácil sigue siendo irse, generalmente a Madrid”.
La asociación Plural LGTB Mancha Centro nació precisamente con la vocación de evitar este éxodo. En 2015, a un amigo de Jesús le diagnosticaron VIH en Alcázar de San Juan (Ciudad Real) y, aunque sí pudo recibir tratamiento en su pueblo, echaron en falta una red de apoyo que lo salvara del aislamiento. “No encontramos ningún recurso, ninguna asociación cercana, así que nos dimos cuenta de que ya era hora de montar una aquí en La Mancha”, explica Muñoz.
Entonces comenzaron a organizar actos por el Día del Orgullo y el Día de lucha contra el VIH, pero, sobre todo, fueron por los pueblos de la zona para que los conocieran, dieron charlas en ayuntamientos y en colegios, y empezaron a hacer grupo. “Creemos que la visibilización era muy importante, porque se rechaza aquello que no se conoce”, sostiene Muñoz. “Cuando la gente ve que estamos y que hablamos, hay un reconocimiento entre iguales, una empatía y un querer saber de los demás”, coincide Jesús Ángel Rubio, miembro también de la Asociación Plural.
Este año, la asociación organizó un Orgullo Provincial en San Carlos del Valle, un pueblo de Ciudad Real con 1.100 habitantes, y están contentos con el resultado. “En los pueblos en los que nos movemos, la percepción hacia el colectivo cambia”, sostiene Jesús Ángel Rubio.
A sus 40 años, él salió del armario hace 17, y está convencido de que las experiencias de los chicos homosexuales de ahora en su pueblo, Alcázar de San Juan, son distintas a la que vivió él. Jesús Ángel asegura que su salida del armario “no fue dramática ni traumática”, pero sí le costó el rechazo de una buena parte de sus amigos.
“Muchas personas me dieron de lado”, cuenta. “Cuando se enteraron de que estaba con un chico, mi pandilla pasó de ser de 15 personas a ser de cuatro”. Jesús Ángel todavía recuerda que uno de sus mejores ‘amigos’ de esa época directamente le dijo: “No me voy a juntar más contigo porque van a pensar que soy gay”.
Ahora lo recuerda como algo casi anecdótico, pero en su momento “fue un choque” y Jesús Ángel se vio “aislado”. En su casa la cosa tampoco fue muy bien al principio. “Mi familia es muy religiosa, sobre todo mi madre y mi abuela, que vivía con nosotros”, señala. Él fue a un colegio de curas, y “el ambiente iba muy en contra de salirse de la norma”, explica.
“La típica reacción de madre manchega”
Jesús Ángel cree que su madre ya sabía que era gay, pero lo duro fue “verbalizarlo”. La confirmación vino porque un día le pilló una carta, y entonces el hijo tuvo que ‘confesar’. “Al principio fue traumático. Luego me dijo: ‘Mira, eres mi hijo y te quiero como eres, y ya está’”, recuerda.
Es lo que Raquel, la joven bisexual del principio del artículo, describe como “la típica reacción de madre manchega”. Cuando ella estaba muy “triste” porque sentía que la relación con su familia se había enfriado después de salir del armario, recibió una llamada de su madre. “Se puso a gritarme y a decirme que si es que era tonta, que ella me quería lo mismo”, recuerda. Para Raquel, “eso fue un antes y un después” porque acercó definitivamente sus posturas.
Jesús Ángel es consciente de que su madre “también debió pasar su proceso para asimilar que tenía un hijo que se salía de la norma, y enfrentarse a familiares, comentarios y miradas”, enumera. A día de hoy, la relación con su familia sigue siendo muy fuerte y, de hecho, fue uno de los motivos por los que Jesús Ángel decidió quedarse a vivir en su pueblo.
“En su momento, me rebelé un poco contra la idea de que tenía que irme a Madrid sólo por el hecho de ser gay”, reconoce. “Es verdad que aquí las cosas son un poco más limitadas a veces, sobre todo a la hora de conocer gente, porque entre los que se han ido y los que están dispersos por los pueblos, es más complicado”, explica.
Jesús Ángel, en cualquier caso, está “satisfecho” de haberse quedado en Alcázar de San Juan y, como casi todos, menciona la seguridad del pueblo, el no tener miedo a sufrir agresiones físicas. “Creo que en el pueblo no hay ese riesgo a que te den un palo, o una paliza por la calle”, sostiene.
“Agresiones homófobas he sufrido varias, y han sido siempre en la ciudad”
Francisco Artacho es un joven periodista de Benamejí (Córdoba) que trabaja en Sevilla. Su mensaje es radicalmente claro: “Es mentira que en los pueblos haya más homofobia que en las ciudades”, afirma. A su entender, en los dos entornos hay problemas similares. “El discurso este de ‘pobrecitos los maricones de los pueblos’ no lo comparto. Yo soy de uno de 5.000 habitantes, he pasado parte de mi adolescencia en Barbate (Cádiz), que es ya más grande, y la juventud en Sevilla. Agresiones de carácter homófobo he sufrido varias, una física y otras verbales, graves, y han sido siempre en Sevilla, en el centro de la ciudad”, explica. “Conozco gente en la ciudad que es súper libre y conozco gente en los pueblos que es súper libre. Como conozco gente de barrio de capital que tiene pánico a que se sepa su tendencia, lo mismo que en los pueblos”, enfatiza.
Algo similar le ocurre a Raquel, que ha vivido en su pueblo, en Ciudad Real, en Madrid y muy brevemente en Murcia, y asegura que sólo en esta última ciudad ha sufrido “acoso callejero” por ir de la mano con su novia. “Me han grabado en vídeo, me han intentado invitar a cenar, me han ofrecido pagarme por besarme con mi novia, me han gritado por la calle ‘¡os coméis el coño, eh!’”, cita. “Muchas veces, la vida en el pueblo es más respetuosa con el individuo, pese al estereotipo que hemos generado en torno a eso”, dice.
Artacho va más allá, y desdeña esa idea de adolescencias atrapadas sólo por residir en un entorno rural, porque es un tiempo “duro para cualquier persona”, sea o no de la comunidad LGTB y viva donde viva. “Yo no me fui por ser gay. Tú te vas del pueblo porque tienes que estudiar, trabajar… y si hay algo relacionado con la orientación sexual para irte del pueblo, para el exilio rural como lo llaman, es sencillamente que vas buscando diversidad, más gente como tú”, explica.
En su caso, el ansia tenía forma de librería. “Yo en el pueblo soñaba con una librería muy grande. En Benamejí no había, así que tenía que ir a Lucena o a Córdoba a comprarme los libros que a mí me gustaban. Y algo similar te pasa con todo, tienes que buscar unos servicios que no tienes. Ahora con internet eso desaparece un poco, porque puedes comprar cualquier cosa, pero a finales de los 90...”, rememora.
Artacho repite con contundencia y claridad que “tu orientación sexual es, al final, con quién te acuestas y, claro, quieres acostarte con gente. En el pueblo la cosa es muy reducida, y por eso te vas a los pueblos más grandes. ¿Dónde se concentra más gente? En las ciudades. Pues ahí te vas. Como el del barrio, que se va al centro —resume—. Al final se trata un poco de ligar”. En los pueblos, las posibilidades para ligar o conocer gente se resumen muchas veces al uso de internet y aplicaciones móviles.
Con todo, el periodista asume que en los pueblos pesa más el qué dirán, y esa es quizá la mayor diferencia entre lo urbano y lo rural: el grado de anonimato que se logra en las ciudades. “En un pueblo como el mío se conoce todo el mundo y sí, puede existir presión, pero eso no significa que el pueblo sea más homófobo que la ciudad”, repite con insistencia. En las urbes habrá menos intimidación, pero, “ojito, hay otras cosas, como grupos de extrema derecha bien organizados”. Frente a eso, su Benamejí, que ahora ve “con todo lleno de banderas LGTB”.
“En las ciudades puedes disfrutar de más anonimato, pero si tienes que ser anónimo para ser quién eres, no tienes más libertad, simplemente cambias de lugar para hacer cosas a escondidas, sin que te conozca nadie. Pero ¿y cuándo te conozcan en esa ciudad, ¿volverás a huir?”, incide.
Artacho cuenta que salió del armario por primera vez con sus amigos y algunos familiares cuando cursaba Primero de Bachillerato, en el pueblo. Con sus padres lo hizo algo más tarde. A la hora de afirmar su identidad ayudó “coger distancia, salir de tu casa”, pero no necesariamente hay que irse del pueblo para eso. Sostiene que lo importante es “salir del núcleo familiar”, y eso “puedes hacerlo también en el pueblo”.
A encontrarse y definirse le ayudaron un puñado de cosas. Una película, Sobreviviré (de Alfonso Albacete y David Menkes), que trata la bisexualidad y se estrenó en el pueblo. “Era un poco como una ventana”, rememora. También un grupo de coros y danzas benamejicense, donde el tema “no era tabú”. Pero, sobre todo, fueron clave tres profesores. Su tutora, Marisa Toledano, que les hablaba de tolerancia y diversidad, que aprovechó el centenario del nacimiento de Federico García Lorca para enseñarles su vida. El profesor de Lengua y Literatura, Manolo Lara Cantizani, la primera persona que le preguntó “con absoluta normalidad” si tenía novio o novia. Y Abigail, la seño de Inglés, “la primera persona a la que yo, angustiado, le conté que era gay, que me gustaban los hombres”. La voz se le va un segundo cuando los recuerda. “Son esenciales, para mí, referentes que me abrían el mundo sin tener que salir del pueblo”.
Cuando ahora regresa a Benamejí, Artacho no siente sus días diferentes a los que pasa en Sevilla, donde trabaja. Lo que cambia, dice, es la gente. “Conforme va pasando el tiempo, la gente se hace más madura y los mismos niños que con 10 años te hacían un poco la vida imposible diciéndote maricón, cuando ya cumples 18 son tus amigos. Y más con el paso de los años. Esa madurez no va tanto en el pueblo como en la gente que te rodea, y vale para más cosas que la homosexualidad”.
Jesús Ángel Rubio, en cambio, no ha retomado amistad con aquellos amigos que le dieron de lado hace casi 20 años. Pero hace no mucho, uno de los chavales que en el colegio no se quitaba el ‘maricón’ de la boca para dirigirse a él, se le acercó en un bar del pueblo, y al final acabó pidiéndole perdón. “Me dijo que en el colegio se habían pasado mucho conmigo, que en esa época eran tontos y no entendían las cosas”, cuenta. Para él, es una pequeña victoria.