Héctor Abad Faciolince: la escritura desde el corazón
"Conviene que suceda el fracaso, siempre que se salga de él, porque indica que quieres esta profesión con tantas ganas, que te atreves a seguir”.
De cuando en cuando me sucede que un estímulo cultural, especialmente artístico, me conduce al llanto. No es desconsuelo ni tristeza, sino una suerte de sublimación estética. Lo bello y emocionante me sobrecoge.
Un relato de Marguerite Duras, la fuente en la que Anita Ekberg danzaba bajo la mirada de Marcello Mastroianni o el Guernica de Picasso me han conducido a la emoción súbita. No importa cuántas veces haya estado en París, la torre que observaba a Antoine Doinel en busca de su libertad todavía me estremece; y en ciudades como Viena he temido llegar al extremo de la deshidratación.
Quizá sea por una infancia nómada de la que conservo un acusado sentido del presentismo, ese carpe diem que me hace aprovechar el momento mientras comienzo a añorar, antes de que se pierda, lo que está llamado a durar poco.
Lo que jamás había experimentado es este tipo de emoción durante una clase magistral. Esto sucedió el pasado miércoles 2 de marzo, cuando tuve la inmensa fortuna de poder asistir a la conferencia que Héctor Abad Faciolince ofreció a los estudiantes de Escritura Creativa y de Estudios Literarios de la Facultad de Artes y Humanidades de la Universidad Internacional de La Rioja (UNIR).
El encuentro fue para mí providencial. El autor colombiano se encontraba en España para asistir al festival ‘Escribidores’ en La Térmica de Málaga, y UNIR, que tiene un acuerdo de colaboración con la Cátedra Vargas Llosa, nos brindó a los directores académicos y docentes la oportunidad de tener acceso a la sesión magistral. Aquel fue el punto germinal de la emoción, al fin conocía al autor de El olvido que seremos, la magnífica novela que dio lugar a la cinta homónima por la que Fernando Trueba conseguiría el Premio Goya a Mejor película iberoamericana (2021), amén de cinco premios Platino, incluidos los de Mejor película y Mejor director.
Conducida por Mario Aznar, la sesión comenzó con cuestiones acerca del reconocimiento social del escritor: “Que lo lean a uno significa muchas cosas —arguyó Abad—, significa que uno gana alguna seguridad, la sensación de que el oficio y el tiempo empleado no se han desperdiciado del todo”. Con total honestidad, prosigue: “El fracaso es muy duro. Yo conozco muy bien el fracaso: cuando tus libros no los lee nadie, no hay eco y se siente la soledad. Perseverar es lo único que queda. Dedicarse a un oficio en el que la perspectiva más probable es el fracaso, y a pesar de ello conseguir abrirse camino en el mundo de la literatura, es interesante. Conviene que suceda el fracaso, siempre que se salga de él, porque indica que quieres esta profesión con tantas ganas, que te atreves a seguir”.
Tal vez fue el momento de escuchar a Abad el que me inspiró tanto como sus palabras. Inmersa en la escritura de un nuevo guion, con tantos interrogantes y dudas y sinsabores que conlleva esta tarea, su consigna revolucionaria consiguió atraparme. Perseverar se convierte, en manos de Abad Faciolince, en un bastión de la resistencia.
“Déjenme comentarles cómo ha surgido mi nueva novela”, continúa Abad, en uno de los pasajes más memorables de su intervención: “Aunque es hija de la pandemia, la idea es antigua, muy vieja en mi cabeza, aunque jamás fue emprendida en serio. Su semilla es sencilla: un sacerdote de mediana edad necesita un trasplante de corazón”. Así comienza todo.
En este punto es donde Abad Faciolince se revela de forma completamente desnuda, casi descarnada. Porque para hablar de su personaje, al que ama y conoce, el escritor confiesa debilidades de su propia existencia: “Cuando comenzó la pandemia tenía en proyecto otra novela más política, menos íntima. Pero me derrumbé, sentí un bloqueo. Para superarlo, comencé a traducir Just So Stories de Rudyard Kipling, lo cual me ayudó a reponerme; pero dos sucesos revelaron mi fragilidad”.
Es entonces cuando el novelista comenta que, en pleno confinamiento, dirigiéndose a regar las plantas de su estudio, atravesó un ventanal de cristal, lo que le provocó cortes por todo el cuerpo. “Aquello me hizo sentir imbécil, viejo, una ventana que tengo en mi propio estudio. No sabía cómo me había pasado algo así”. Sin embargo, otro revés llegaría al poco tiempo, ahondando más en su humanidad: “De pronto, me encontraron una enfermedad en el corazón. No podía hacer esfuerzos, el pecho me dolía. Ya no podía caminar ni nadar”. En ese punto es donde Abad encuentra la inspiración: “De pronto, entendí que era una señal del destino que me permitía mezclar mi vida con la ficción, aprovechar lo que me pasaba, la angustia que sentía, para transformarlo en ficción a través de mi personaje”.
El autor prosigue mientras le escucho envuelta en trance. Me escabullo por entre las imágenes que evoca (su prosa tiene una gran potencia visual) y no puedo evitar detenerme en una experiencia sobrecogedora. En plena pandemia, Abad fue invitado por la Fundación para las Letras Mexicanas a la casa donde Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad; un proyecto muy bello para que escritores de prestigio acudan allí a realizar su labor de escritura. En aquel enclave, con toda la quietud y la calma posibles, Abad llevó a su “sacerdote bueno” para que esperase su trasplante de corazón. Este hecho me pareció poético y también mágico. Me recordó a aquel documental titulado Trespassing Bergman (2013, Jane Magnusson, Hynek Pallas) que visita la isla de Fårö, lugar donde se sitúa la casa en la que residió Ingmar Bergman, convertida ahora en refugio de cineastas de todo el mundo.
La conferencia prosigue, pero mis alumnos de Historia del Cine me esperan. Los minutos se aceleran y todo se mezcla apresurado. Quiero detener el tiempo, quedarme en esa casa sin escaleras donde reside el protagonista de Salvo mi corazón, todo está bien.
Es entonces, al abandonar la sala, cuando descubro deslizarse por mis mejillas un par lágrimas. De manera tímida, intentan demostrarme que hay personas cuyo legado va más allá de su producción, que son en sí mismos su propia herencia. Enjugo mis lágrimas y entro en clase con esa emoción regeneradora que hoy en día tanto flaquea, mientras pienso que, aunque el futuro espera el olvido que seremos, existen personas, como Héctor Abad Faciolince, que jamás se podrán olvidar.