Hecho de palabras
El mayor escritor del siglo XX (o de cualquier siglo, por qué no) no dejó nunca de ser un hombre.
Siempre he sentido los anaqueles combados en que se amontonan los libros como un zoológico privado en el que sestean los animales exóticos junto a los pájaros cotidianos y los depredadores al lado de los inofensivos herbívoros, todos ellos esperando a que mi mano los recoja y los abra para rugir, zurear o ladrar con su siempre sorpresiva cadencia.
Por supuesto que tengo mi favorito, y así se lo hice saber a la dama de alta alcurnia que me preguntó si yo tenía mascota.
-Si, señora. Es Borges.
-Curioso nombre… ¿perro o gato?
-Tigre, señora. Borges solo puede ser tigre.
Por supuesto que me han recomendado alguna vez que deje a Borges de lado porque ya hay, dónde va a parar, mejores marcas de frutos secos.
Por lo que se ve, el signo de los tiempos es el del conjunto vacío, semilla de la nada cortada en dos.
Alguna vez pensé que podría romper la cadena de invisibles eslabones que me une a los libros de Borges desde que Fernando Savater (a quien también debo la primera noticia acerca del braceo prodigioso de Piggott o la lúcida desesperación de Cioran, y tantas otras cosas) se apiadó de mis veintipocos agrestes años y me recomendó El Aleph.
Vana pretensión. Ya son cincuenta años de insomnio feliz persiguiendo el eco de los toques de bastón con que el ciego recorre el laberinto.
El laberinto, el tigre, la biblioteca… hay un Borges de primera prensa, aromático y picante, que es el de sus símbolos característicos; es el Borges que teje argumentos imposibles pero irrenunciables: el que transita por las callejas de Bombay, los pasadizos secretos de Babilonia o la sala del trono de los vikings, pensando en libros de infinitas hojas, en monedas obsesivas, en intrincadas herejías o en destinos inverosímiles. Son los cuentos del asombro, que dejan el corazón en suspenso y la mente en un mundo intensamente físico y ajeno.
Pero, como comenta el Averroes que Borges imaginó, si la finalidad de lo escrito fuera el asombro, su vigencia sería de unos pocos minutos.
Luego aparece en escena el compadrito del arrabal, amigo del cuchillo y del silencio, que tiene en el gaucho de la llanura, amigo del silencio y del cuchillo, su reflejo fatal y secreto. Pienso que esos relatos en los que resuena la payada y amarga la caña son los que él realmente amaba, pero cierto pudor le condicionaba a la hora de escribir acerca de un valor físico que, tantas veces lo confesó, no poseía. Vida y muerte le han faltado a mi vida, declaró sin lamento. Tales ausencias le dejaron expedito el camino de los libros.
Sabemos que era amable y frugal. En su residencia de profesor en Estados Unidos no faltaban nunca los estudiantes dispuestos a molestar con las más irreverentes dudas, a las que él respondía con paciencia y humor. La modestia de su casa, de sus muebles, de las botellas en el aparador, llegó a escandalizar a cierto intelectual que pasó buena parte de su visita intentando convencerle de que un escritor de su talla debía habitar en un lugar más acorde con sus méritos.
Al día siguiente, Borges comentó que había ido a visitarle alguien de una inmobiliaria.
De joven fue juerguista, tanto en España, donde las sesiones de Pombo terminaban como ya se sabe, como en Argentina. Él y Bioy Casares se mostraban incapaces de mantener la compostura en los atildados salones literarios de Buenos Aires. Cuando supo que la buena sociedad rioplatense lo tildaba de borracho, se volvió a su biblioteca y no volvió a salir.
Y malicio que aceptaba cenar con Bioy para que este tuviera algo que contar, pues no otra cosa hizo durante bastante tiempo que dar cuenta de sus veladas con Borges. Me da que Bioy era para Borges lo que el gaucho para los caballos: un entretenimiento.
Sin embargo, pocos retratos más crueles de un círculo social he leído como el que ambos bosquejaron en Seis problemas para Isidro Parodi.
Cualquier admirador de Borges referirá mil anécdotas y respuestas ingeniosas, y todas son ciertas. Las que muestran ternura y las que destilan crueldad; las que curan y las que hieren como el facón de Martín Fierro.
También, ay, aquellas palabras con las que celebró a Pinochet y a la siniestra Junta argentina.
Cierto es que él encabezó la primera protesta pública contra la “desaparición” de disidentes, pero el daño ya estaba hecho.
Aún hoy, no se lo han perdonado muchos.
Nadie escapa de la contradicción, porque nadie la siente como tal. Quizás Borges tuvo por bueno cualquier gobierno que acabara con la sombra de Perón; quizás pudo más el miedo que el valor de la libertad. No lo sé. Tampoco pretendo justificarlo ni mirar para otro lado.
Borges se equivocó en el peor momento: el de la tortura y el asesinato.
Me consuelo releyendo su premonitoria y maravillosa “Anotación al 23 de agosto de 1944”:
Los hombres solo pueden morir por el nazismo, mentir por él, matar y ensangrentar por él. Nadie, en la soledad central de su yo, puede anhelar que triunfe.
El nazismo es inhabitable.
Ningún monstruo piensa así.
Dicen que la ceguera, la imposibilidad de leer y la obligación de dictar, mermaron el milagro de su escritura. No estoy de acuerdo. Sus relatos se abreviaron aún más, y sus poemas, demasiado rígidos en ocasiones, me hicieron sufrir con su férreo ritmo, pero nunca perdimos el vértigo de su estilo imposible.
Es más, creo que la vejez y la tiniebla le descubrieron el inmenso poder que tienen los susurros; también la belleza sin tiempo del verso libre y despojado de metáforas, lento y sencillo.
Un adjetivo de Borges puede ser una declaración de amor.
Un sintagma, el inicio de la pesadilla.
Decía que Quevedo, más que un hombre, era una vasta y compleja literatura. Quizás estaba declarando su aspiración secreta: desaparecer en sus escritos. Desde luego, no llegó a conseguirlo. El mayor escritor del siglo XX (o de cualquier siglo, por qué no) no dejó nunca de ser un hombre. Taciturno y ayuno de aventuras, de acuerdo, pero conocedor de la esperanza, del olvido, de la ansiedad, del deseo, de la furia.
Un hombre hecho de palabras.