Hablamos, hablemos, que el mundo no se acabe
El teléfono estos días de cólera permite hablar a la afortunada gente que, de momento, estamos en casa, que no dependemos de un respirador, que nos podemos valer.
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Sigo con la rusa Lidiya Ginzburg (que no debe confundirse con su tocaya Natalia, la Ginzburg de Italia, 1916-1991).
Por eso es tan importante que la gente hablemos; incluso la que no se entiende o aparentemente no puede entenderse nunca. Que hable de lo que sea. De banalidades, de cosas insustanciales, de tonterías. Pienso por ejemplo, en lo que debían decirse en la mesa de diálogo o negociación las y los políticos catalanes y la representación española. La gente que decía —especialmente la de derechas que lo rechazaba furibunda— que era inútil y contraproducente no hacía más que señalar la importancia de encontrarse, de verse, sobre todo de hablar. Si es necesario, del tiempo, del día que hace.
Otra gran Ginsburg casi tocaya, Ruth Bader Ginsburg, jueza del Tribunal Supremo yanqui (y que dure y lo sea durante muchos años) en el documental RBG de 2018 (también hay un biopic, Una cuestión de género de 2019) explica que antes de iniciar las sesiones del Supremo dedican un rato a charlar mientras deambulan por una sala y, a ser posible, se dan la mano, se tocan un brazo, el hombro... (el coronavirus no se vislumbraba). Dice que este mero contacto allana las discusiones y, a veces, las decisiones del tribunal.
Por ello ahora es tan importante hablar. Establecer contacto. Mi madre, como buen exponente de su generación, no sabía hablar por teléfono. Hacía pedidos o mandados, por ejemplo, al colmado, o a la farmacia; o llamaba para quedar y acto seguido colgaba; pasaba breves recados a alguna amiga, a su hermana. En general, no exactamente a gritos pero sí con voz más alta que cuando hablaba al natural.
Nosotras (ellos, menos) ya utilizamos el teléfono para, lisa y llanamente, hablar. Para mi generación ya era natural hablar por teléfono, largamente, con las amigas, novios y novias, ante la incomprensión de madres y padres que, gastos aparte, no entendían que el teléfono sirviera para hablar, sólo con la voz, sin vernos.
Por eso ahora es tan importante que perseveremos, especialmente la gente que vive sola. Hablar, parlotear; charlar; decirse. El teléfono (prefiero de largo el fijo, nunca hay peligro de colgarlo sin querer, ni de quitarle el sonido con ningún trocito de mi oreja), la voz, el tono, el sonido, el ADN de la actitud, del sentimiento, permiten saber a primera voz como está la amiga, la relación, el conocido que hay en el otro extremo del hilo, y viceversa. (Casi prefiero que no intervenga ninguna pantalla, ninguna imagen; prefiero fiarlo todo a la voz.) Quien telefonea, su miedo espanta; no es necesario que digamos que tenemos miedo, o angustia, o pesar: hablamos de ellos o de otra cosa y los ahuyentamos.
El teléfono estos días de cólera permite hablar a la afortunada gente que, de momento, estamos en casa, que no dependemos de un respirador, que nos podemos valer. Sutiles hilos que tejen una red que nos salva de la soledad, que nos mantiene en el mundo, que nos evita caer en la insania. Hablemos, hablemos sin parar. Si tenemos algo que decir, pues por eso mismo; si no, porque hablar es algo que decir.
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Salgo a la calle desierta para ir a comprar. El hotel de al lado de mi casa está cerrado a cal y canto. Lo que impresiona más es el enorme madero, la plancha rústica y sin desbastar con la que han bloqueado la puerta de cristal de apertura automática que no habían previsto nunca que debería permanecer cerrada y sin uso ni un minuto. Para redondear el lúgubre panorama, pasa una ambulancia silenciosísima: hay tan poco tránsito que no ha tenido ni que encender la sirena.
Las orquídeas de la galería de casa impresionan. La belleza de sus flores algo inerte, inodora y aséptica se despliega inexorable y sin pausa, ajena a tanta muerte y sufrimiento. Si a la larga algo nos salvará es el imperturbable devenir mudo, ciego y sabio de la naturaleza.