Gordievski, el espía ruso que se tornó traidor y salvó al mundo de la Tercera Guerra Mundial
Nadie llevó el engaño a esferas tan altas, nadie tuvo en sus manos una crisis nuclear inminente, nadie vivió para contarlo. La historia más grande de la Guerra Fría
Esta es una historia de espías que supera todas las historias de espías, porque es verdad. Nada de lo que van a leer nace de la imaginación disparada de un novelista o un guionista de cine, sino de una obra, Espía y traidor (Crítica), que narra la mayor historia real de espionaje de la Guerra Fría. Su autor es Ben Macintyre, uno de los consagrados del género, que esta vez se ha tenido que tornar en cronista. Va bien aparcar la ficción cuando la vida la supera.
El espía, el traidor y, también, el hombre que impidió que se desatase una Tercera Guerra Mundial se llama Oleg Antónovich Gordievski, hoy un jubilado más que cuida el jardín en su tranquila casa de Surrey, Reino Unido. Pero antes Oleg fue espía del Comité para la Seguridad del Estado, el temido KGB ruso, y hasta jefe de su delegación en Londres. Nadie con un rango tan alto en los servicios secretos de la URSS se pasó al bando contrario. Nadie pasó tanta información, tan valiosa, tan trascendente.
Una tarde de julio de 1985, Gordievski se plantó ante una panadería de Moscú con una bolsa de plástico de los supermercados británicos Safeway en las manos. Un paseante que comía una chocolatina Mars le miró a los ojos. Y ahí empezó su huída, su escapada de la vida doble que había mantenido hasta el momento. Un simple gesto con el que se ponía fin a años como topo, el mejor topo. Pero hasta llegar hasta ahí aún hay mucho que contar...
Un talento que cazar
El hombre que cuyas manos estuvo el destino del mundo nació el 10 de octubre de 1938 en Moscú, Rusia. Segundo de tres hermanos. Su padre también era espía, un seguidor enfebrecido de Stalin, que se volvió más taciturno tras participar en algunas grandes purgas. Su madre era la que apuntaba en casa algunas extralimitaciones del régimen. Quedamente, por si acaso, pero se preguntaba ante todos si aquello era realmente lo correcto. Su hermano mayo y guía tiraba de él para seguir los pasos paternos y “servir” a la comunidad.
Así que Oleg estaba predestinado a vestir ese uniforme que su padre lucía hasta en el sofá de casa. Era muy bueno con la Historia y los idiomas. Iba por el buen camino. Con 17 años entró en el Instituto Estatal de Relaciones Internacionales de Moscú, el Harvard del momento según la Inteligencia de EEUU, donde se enseñaba en 56 idiomas. Mientras lo formaban en todo lo que un buen diplomático (o espía) debía saber, las dudas del muchacho iban creciendo.
A veces levantaba la voz en clase o en la cafetería, defendiendo más libertad o más democracia. En parte de eso tenía la culpa su escucha, entrecortada por la censura, de la BBC, o la lectura de prensa internacional que, aún mutilada, llegaba a su Universidad y le enseñaba que había otro mundo. “El tenue aroma de la verdad”, resume en sus escritos. Su desilusión fue en aumento, por ejemplo, con la revolución húngara y su represión. ¿Confiaba en la URSS? Sin duda, era un comunista fiel y leal, pero se hacía preguntas. Demasiadas.
Con ese macuto de angustia vital a cuestas, tuvo en 1961 su primera entrevista con funcionarios del espionaje patrio. En alemán, para demostrar su nivel. Superó la prueba. A las semanas fue reclutado. El KGT te elegía a ti, no al revés. Aún sin ser miembro de la plantilla, lo mandaron a Berlín Oriental para ayudar en las traducciones de la embajada. Su conmoción al ver ante sus ojos cómo se levantaba el Muro de Berlín fue determinante para convencerlo de que le faltaba el aire. Eso y el bofetón de sensaciones que se llevó al acceder a toda la cultura vetada en su tierra. Enamorarse de Bach también era un pecado burgués.
Era demasiado joven para perder la fe, por eso dos años más tarde aceptó que lo integraran en el Departamento Exterior, para ser efectivamente ya miembro de la Inteligencia. Creía que Rusia podía cambiar, por eso ambicionaba más cargos, más tareas. “Me comprometo a defender a mi país hasta la última gota de sangre y guardar los secretos del estado”, juró. También se afilió al Partido Comunista, era obligatorio. “Lo hizo sin recelos”, escribe Macintyre.
Gordievski empezó a elaborar documentos que dieran cobertura a otros agentes. Burocracia aburrida. Se dio cuenta de que ascendían los casados, los que tenían más estabilidad, una vida menos canalla y allegados a los que presionar dado el momento, y se casó con una profesora de alemán, Yelena Akopian, con la que tenía la sintonía justa. Eso le sirvió para lograr su primer destino real: Dinamarca. Allí empezó realmente su toma de conciencia: una democracia consolidada, una sociedad abierta y libre, sin vigilancia policial constante, donde faltaban horas para ir al teatro, frente al “extenso y estéril campo de concentración” de la URSS. Cómo no ser poroso a todo eso.
“Me dolía el alma”
En esos años, el aplastamiento de la Primavera de Praga lo destrozó. “Me dolía el alma”. ¿Por qué los suyos reprimían así a gente inocente? Un compañero de universidad, un tal Kaplan, checo, ya le había dejado caer pildorazos durante sus estudios sobre los desmanes de la URSS en su país. Con la primavera, revivió su enfado. Descuidado, hasta criticó al régimen en una llamada con su esposa, en un teléfono controlado de la embajada en Copenhague. Nadie le prestó atención, no era peligroso. Tampoco a los servicios secretos locales, que trataban de evaluar si sería extorsionable por haber comprado revistas porno para homosexuales. No lo era. Sólo quería ver lo que en su país no podía. Y sin querer los había despistado.
Mientras a Oleg se lo llevaban a Moscú de nuevo, tras detectar que los daneses lo habían investigado como “persona de interés”, se producía una jugada en paralelo que, a la larga, lo convertiría en traidor: su amigo de la universidad, el crítico Kaplan, contactó con un agente británico en su país y escapó a Francia, desertó. Colaboró con los servicios secretos aliados y, entre otros, dio el nombre de su amigo moscovita, como alguien preocupado, posiblemente maleable.
Gordievski logró volver a Dinamarca, pero ya como ilegal, es decir, como agente encubierto del KGB, oculto en un puesto de segundo en la embajada, a sus 46 años. Esta vez ya saltó en rojo en el radar del Reino Unido y su MI6, el servicio de espionaje británico de ultramar. Ya estaba definitivamente en su radar.
Al otro lado
A partir de aquí, el libro del columnista del Times se convierte en un baile apasionante: espionaje cruzado, confianzas y desconfianzas, cebos y reproches, así hasta el acercamiento final. No sería hasta 1973 cuando el ruso se decidiese a luchar activamente contra el poder soviético. Gordievski y Macintyre reflexionan a lo largo del libro sobre por qué una persona se hace espía y por qué acaba traicionando a su país. Las razones son similares, van desde las ideológicas y políticas a las meramente económicas, pasando por el patriotismo, la avaricia, el sexo, la arrogancia y el narcisismo, la venganza...
En el caso de este chico de buena familia soviética, criado en un bloque donde sólo vivían familias de altos cargos de la KGB, el giro fue puramente una cuestión de ideas y sentimientos, contra el totalitarismo y la falta de libertades. Tanto fue así que nunca cobró del Reino Unido por sus servicios, que ayudaron a destapar redes de compatriotas espías o a atesorar información clave sobre la mentalidad soviética.
El Servicio Danés de Seguridad (PET) los puso en contacto y, desde entonces, Oleg envió información valiosa a Londres. Nadie en su casa se daba cuenta de lo que pasaba sino que, al contrario, su fama crecía, sus idiomas mejoraban, y se hacía una pieza insustituible. Moscú decidió entonces mandarlo al Reino Unido, una jugada que no queda sino ver como un golpe de suerte de esos que hacen historia. Una vez en Londres, absolutamente motivado, convencido de lo que hacía, vino su actuación estelar: parar una guerra nuclear.
Gordievski, por sí solo, logró evitar una escalada nuclear durante unos ejercicios de la OTAN llamados Able Archer o Arquero capaz, en noviembre de 1983. La URSS vio en ellos un posible ataque atómico preventivo por parte de Occidente y quería golpear antes que sus adversarios. En realidad, no había mucho por lo que alarmarse y el espía-traidor fue quien lo aclaró todo. Gracias a sus informaciones cruzadas, convenció a Moscú de las maniobras, que se iban a llevar a cabo en Bélgica, no eran más que eso. Se simulaba un período en escala de conflicto, que culminaba con lanzamientos nucleares coordinados y hasta se simuló un proceso de alerta nuclear máxima en presencia de los jefes de estado de la Alianza. Por primera vez, se trajeron misiles nucleares Pershing II a Europa. En Rusia lo veían como una amenaza existencial real.
Como los preparativos estaban en conocimiento del KGB, Moscú ordenó como respuesta rápida un despliegue insólito de sus medios atómicos y sus unidades aéreas en suelo de la República Democrática Alemana y Polonia. Todos en alerta.
Este incidente, realmente poco conocido, es considerado por muchos historiadores el más cercano a una guerra nuclear mundial desde la Crisis de los misiles en Cuba de 1962. Por fortuna, la amenaza de una guerra nuclear terminó con la conclusión del ejercicio. Lo que Gordievski contó a unos y otros fue determinante para que no se produjeran ataques preventivos que podían haber desencadenado el horror. El cómo es uno de los tesoros de esta obra.
En esos años, a este espía se le suma otro mérito, no tan determinante, pero que da cuenta de su buen ojo: fue el primero en avisar de que despuntaba una nueva figura, un comunista llamado Mijail Gorbachov, “heredero aparente” del poder y con una mente más abierta que sus antecesores. Casi siete años antes de que se convirtiera el presidente de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas.
La caída
En reconocimiento a su labor en el episodio OTAN y por su conocimiento del enemigo británico, Gordievski fue ascendido en 1985 a jefe del KGB londinense, de la rezidentura. Si has visto The Americans sabes bien lo que es. Por sus manos iba a pasar absolutamente todo lo que tuviera que ver con Inteligencia en la embajada. El MI6 no se creía su golpe de suerte.
Oleg fue llamado a Moscú para ser nombrado formalmente por el jefe del KGB, en mayo de aquel año. No sonaba especialmente raro. Así que Nocton -su nombre en clave para los británicos- aterrizó en su capital. No tenía a nadie dándole la bienvenida, pero bueno. Fue a su piso, en un bloque propiedad del KGB con vecinos espías, como el de su infancia, y trató de abrir la puerta. Un pestillo, dos pestillos y ya debería estar... porque él nunca ponía el tercero... pero estaba puesto.
Alguien había cerrado el pasador. Alguien que había estado en su piso y no sabía que él nunca daba esa tercera vuelta. Alguien con una llave maestra. Gordievski, perro viejo bien entrenado, se dio cuenta de que, si no le habían descubierto, al menos sospechaban de él. Una semana más tarde, fue drogado e interrogado, pero no había pruebas concluyentes en su contra, así que se le dejó volver a su casa moscovita. En ella estaban su nueva esposa -la profesora de alemán y él nunca se entendieron y Oleg se unió a una mecanógrafa de la OMS, con la que tuvo dos hijas-, pero estaba claro que tenía que salir de allí.
¿Cómo se exinfiltraba a alguien? El MI6 nunca lo había hecho con un soviético, aunque el plan llevaba diseñado y puesto a prueba desde 1978, nada menos. El propio destapado lo había ideado: cada martes, a las siete y media de la tarde, en una panadería bajo el Hotel Ucrania, en la Avenida Kutz, había una cita. Si Oleg estaba en peligro, debía llevar una bolsa de un súper de Londres. Su contraparte le vería y tendría “contacto visual” con él mientras pasaba a su lado comiendo un Mars. Sería como darle al botón de eyección, la primera fase de la escapada, de la operación Pimlico.
Así que mandó a su familia de vacaciones al Caspio -era verano, razonable- y él hizo lo que tenía que hacer con su bolsa y su colega de la chocolatina. El 19 de julio salió de su casa para correr un rato, como cada mañana, pero esta vez dio esquinazo a los que lo vigilaban. Logró coger un tren a Leningrado y, de ahí, cruzar la frontera con Finlandia, país neutral, tras cinco controles rusos. Lo hizo en un coche de la embajada de Reino Unido en Rusia. Una funcionaria estaba a punto de dar a luz, así que no extrañó que varios diplomáticos salieran con un permiso para acompañarla de vuelta a casa... con un traidor en el maletero de un Saab que pilotaba un vizconde inglés. De Finlandia a Noruega, y de allí, a Londres. A la libertad. Sí, lo logra, te contamos el spoiler, pero si ya sabías que estaba vivo y de abuelete en Gran Bretaña tampoco había tanta sorpresa.
En ausencia, Gordievski fue condenado a muerte por las autoridades rusas por un delito de traición a la patria. Esa condena nunca ha sido retirada, ni siquiera con el fin de la Unión Soviética. Su familia fue represaliada. Durante seis años, sus esposas y las niñas no pudieron salir del país a reunirse con él. Al final, tras una enorme presión diplomática y la mediación directa de la primera ministra británica, Margaret Thatcher, ante el presidente de la URSS, Mijail Gorbachov, lograron el permiso. Luego el matrimonio también se descompuso, pero esa es otra historia.
¿Cómo lograron los rusos destapar al topo más profundo que tenían? Volvemos a las razones para ser espía o para desertar y, ahora, nos paramos en una primaria, el dinero. Un oficial de la CIA estadounidense, Aldrich Ames, vendió todos los secretos que pudo al KBG por 4,6 millones de dólares, porque necesitaba fondos para sufragar la vida de alto copete que le gustaba y que le exigía, también, su esposa. El nombre de Nocton salió a la luz. Tan prosaico, tan predecible, para ser el fin del hombre que más daño le hizo nunca al espionaje soviético.
“La mejor historia real de espías” que jamás ha leído el mito del género, John Le Carré, acaba bien para su protagonista. Lo recibían en la Casa Blanca y le daban las gracias -“Sé quién eres y lo que has hecho”, le dijo Ronald Reagan-, y le imponían medallas como la de Compañero de la Dintinguidísima Orden de San Miguel y San Jorge, recibida de manos de Isabel II. Una medalla que comparte con James Bond. Logró la nacionalidad británica, hizo de asesor del Gobierno y ha escrito numerosos libros sobre Inteligencia.
Hace 12 años denunció el único episodio realmente turbio relacionado con su pasado: un supuesto intento de envenenamiento que lo llevó al hospital de su comarca, donde estuvo 34 horas inconsciente. Acusó a los rusos de cambiar sus comprimidos del antidepresivo Xanax por una sustancia extraña. Nunca lo pudo demostrar y su recuperación fue total.
“El concepto de exagente del KGB no existe”, dice el actual presidente ruso, Vladimir Putin, que sabe de lo que habla porque fue director del Servicio Federal de Seguridad (FSB), el sucesor el cuerpo de espías. Puede que Gordievski lo siga siendo, pero hace mucho que decidió que la mejor manera de ejercer como tal era sacar los pies del tiesto y pensar diferente. A eso ha dedicado su vida, por eso se ha jugado el pellejo.