Gazpacho
La receta del gazpacho se ha aprovechado de los avances tecnológicos hasta conseguir que hayamos olvidado su menesteroso origen.
A veces pensamos que somos nuestras madres, capaces de ajustar la sal y el vinagre sin soltar la plancha con la que marcaban aquella raya que tanto odiábamos en los pantalones. Pero no es el caso. Y un gazpacho merece toda la atención que podamos ponerle.
El problema es que la mayoría lo hace a la buena de Dios, sin darse cuenta de que el gazpacho es la gran sopa fría europea; error extensible a la tortilla de patata, las croquetas, la paella, la ensaladilla…
Parece evidente que tan genial idea comenzó siendo uno de los muchos recursos que permitían hacer tragable los restos de pan; migajón de piedra al que se le añadía agua, aceite, ajo, mucho ajo, y vinagre.
Siempre he defendido que la cocina campesina es hija directa del hambre. Néstor Luján odiaba el pá amb tumaquet porque le recordaba la miseria del payés; y él, de estómago burgués, nunca se atrevió a comer tristeza.
Son muchas las aficiones que comparto con el ilustre catalán: la comida, los toros, los puros, los viajes, los libros… pero del anterior aserto difiero rotundamente. Pocos bocados más simples, inspirados y sublimes que un buen pan frotado con el mejor tomate (con o sin ajo) y un lujurioso chorro de aceite.
¡Cuánto hubieran mejorado los bocadillos castellanos, que, de tan tristes, parecían esculpidos por Berruguete, con el technicolor del tomate y el oro viejo del aceite!
Razonándolo ahora, tantos siglos después, urge afirmar que, de la rapiña de la Conquista, el verdadero tesoro fue, sin duda, el tomate. Cuesta entender siglos y siglos de cocina en blanco y negro.
Sin embargo, la adopción de éste en guisos, ensaladas y sofritos, se entretuvo más de doscientos años, hasta que la Ilustración hizo honor a su nombre incluyéndolo en los recetarios.
Desde entonces, la receta del gazpacho se ha aprovechado de los avances tecnológicos hasta conseguir que hayamos olvidado su menesteroso origen. Al agotador mortero, que nos permitía a los pastores graduarnos como onanistas, le sustituyó el ruidoso brazo de la Turmix, que mejoró sensiblemente su consistencia.
Décadas después, la batidora fue relevada por la carísima y eficaz Thermomix (mejor los modelos antiguos, menos sofisticados y mucho más resistentes) que nos ha permitido lograr la textura suave, aterciopelada, untuosa, que hace del gazpacho el entrante más excelso que ninguna tradición culinaria haya logrado. Y lo digo con la humildad que la ocasión requiere.
Gracias a las máquinas es posible aligerarlo de pan, incluso eliminarlo, y emulsionar el sabor rotundo y sutil del mejor aceite.
Y a su altura, el vinagre de Jerez, con años y raza, para que aporte su yodado bouquet.
Esta defensa de productos y técnica no me impide reconocer que, ajenos a toda sofisticación, aún refrescan mi memoria sublimes gazpachos que no necesitaron ni electricidad ni tomates.
Recordaré siempre el que, en medio del verano, compartí con los descorchadores extremeños que, cada ocho años, desnudaban los alcornoques de mi aldea. En amplio recipiente de madera machacaban algunos ajos pelados junto a un migajón de pan ablandado en vinagre y un par de huevos recién fritos. A este majado, que adquiría la consistencia de unas gachas, añadían el aceite, sin dejar de remover de manera uniforme para que no se cortara, y, acto seguido, el agua. Comprobada la sazón, y en corro, lo acometíamos con cucharas de palo.
No menos curioso aquel que perpetraban los míos en mitad de la era, en el declive de la primavera. La fórmula en nada difería del extremeño (tan sólo la Sierra de la Hiruela nos separa de Cáceres), a excepción de que renunciaba a los huevos fritos. Y que quizás derrochara los primeros pepinos y alguna cebolleta igualmente picada (los tomates no maduraban hasta finales de julio).
Pero lo bueno era su crujiente guarnición: las crías de gorriones y tordos desalojadas de sus altos nidos entre risas de vértigo. Pajaritos que nuestras abuelas, madres, tías… habían desplumado y eviscerado antes de freírlos hasta que se tornaran curruscantes. No hace falta señalar que en aquella razzia contra las cabecitas rapadas no anidaba el sadismo, sino una fórmula drástica, pero efectiva, de proteger nuestra escasa fruta y la cosecha siempre insuficiente.
Muchos años después, leyendo a Grande Covián, me hizo gracia saber que al gazpacho, para alcanzar la perfección, sólo le faltaba la carne.
Algún domingo, y rememorando aquella experiencia, acompañé éste, para satisfacción de mi prole, con pequeñas y apenas fritas, para que resultaran jugosas, albóndigas de pluma o secreto de racial cerdo ibérico. Dicho queda.
Ni que decir tiene que hay más gazpachos que domingos. Y a estas alturas sería difícil saber cuál es el más ortodoxo.
Sin embargo, hoy los dos ingredientes del Nuevo Mundo, tomate y pimiento, se me antojan imprescindibles. El pepino, necesario. Y no siempre el ajo.
Para mi gusto, sobran todas las especias. El comino repite como una mala novia; y el pimentón no se justifica ni para aportar color. Para eso ya está el pimiento rojo.
Mucho me temo que el cambio climático, que solo los imbéciles niegan, me permitirá servir gazpacho en el menú de Nochevieja.
Curiosamente, este año, hasta entrado junio, mi frutero me vendía los tomates con bufanda, para que no desentonaran con las lentejas que el cuerpo reclamaba entre toses y tiritonas.
Aunque en este julio con vocación de Apocalipsis, no sólo tomates, pepinos y pimientos me piden desnudez; también los camareros, y más de un cliente.
Yo, entre sudores, les digo que nunca es bueno comenzar una comida por los postres.
Mejor un gazpacho.