Feminista y ama de casa, ¿ficción o realidad?
Fascina el tabú que provocan polos teóricamente opuestos, como mar y montaña o dulce y salado.
Decenas de veces me ha pasado que, una palabra nunca escuchada antes, se manifiesta ante mí incesantemente. Por ejemplo, perinola.
Últimamente, no es un vocablo, sino un conflicto. “Tan feministas, no serían”, ha llegado a mis oídos repetidamente como una brisa apestosa, como un aliento a sarro y acetona a través de diferentes bocas y tintes políticos, en referencia al movimiento sufragista y el papel de amas de casa de sus lideresas. Expresiones bochornosas que convierten al oyente (yo), en la personificación del pudor, con estruendosos “las millonarias no necesitan ser feministas”.
¿Se ha estrenado, con éxito, alguna serie que desconozco sobre el movimiento sufragista para que esté en boca de todos?. ¿Qué quiere el destino de mí con este asedio?
Es verdad que, en su mayoría, las sufragistas eran señoras adineradas. Ahí, en parte, residió el éxito del movimiento, en que estas lo encabezaran, porque, por entonces, si no eras señora casada o adinerada, tu existir se complicaba.
Alegra y entristece que el feminismo siga creciendo en número pero, a la vez, en división, a pesar de las grandes manifestaciones populares nunca antes vistas. Descorazona que, distintos colectivos autodenominados feministas, se apunten mutuamente con el dedo lanzándose sendos “no nos representáis”.
En esta modernez de lapidar a conveniencia y ensalzar a Edipo, las sufragistas, madres del feminismo moderno, están siendo tan devoradas como los padres de la Constitución española. Desde doctoras hasta aristócratas, pasando por solteras y casadas, dijeron sí a hogares y fogones, a pesar de ser las cocinas, por aquel entonces, cárceles de género (que ahora sabemos identificar como tal). También decían sí al sufragio femenino para, una vez conseguido, modificar leyes e instituciones hasta, en algunos casos, borrarlas del mapa. Tenían claros sus objetivos y no medían la victoria en privilegios para hoy sino en ganancias para mañana. Se trabajaba, no tanto por las que estaban, sino por las que iban a llegar.
Veámoslo desde otro ángulo. Salgamos de la cocina y pasemos al salón-comedor. Hasta no hace tanto, los placeres de la mesa eran solo para hombres y las mujeres, como ya hemos dicho, quedaban relegadas al fogón. Emilia Pardo Bazán, poco dudosa de ser títere de ningún maromo y mucho menos de dejarse ningunear por cualquier pecho palomo, prohibía, por ejemplo, los percebes en las recepciones, asegurando que no eran apropiados para las damas. Como ya sabrás, el percebe, para comerlo, primero se chupa y después se succiona.
Las cuestiones de igualdad y, sobre todo, de género y sexo, que tantas páginas llenan hoy en día con la llamada ley trans —tan necesaria para nuestras sociedades, como divisiva para los logros feministas— son de un tecnicismo muy elevado. Es necesario llevar el debate hasta la ciudadanía, abierto en canal, como en una clase de anatomía, para comprender el funcionamiento de sus entrañas y así llegar a buen puerto, porque, amigues, de buenas intenciones está el infierno lleno. Fiarlo todo al éxito de Euphoria, de HBO, no es suficiente.
Esperando no volver a escuchar más banalidades post-modernas en torno a las suffragettes y deseando que el feminismo se establezca de una vez por todas como una forma de vivir y no como argot de combate, demos carpetazo a este asunto recitando el lúcido testimonio de la Dra. Anna Howard, lideresa del movimiento sufragista de EEUU: