Fascismo son siempre los demás
No es nueva la actitud de tomar el pensamiento acomodado, el pensamiento que no se critica a sí mismo, el pensamiento que no sólo es simple, sino simplista en su desarrollo, por un serio esfuerzo de coherencia. Los hay que ven en ese mismo hecho de sostener una actitud de mínimos a perpetuidad, una muestra de determinación, de rigor, de valentía incluso. Para algunos, la brocha gorda es el motor del mundo, cuando no su justificación misma. Y de este hecho se derivan la mayoría de los equívocos del presente, del pasado y, también, los del futuro. Si la complejidad irrumpe en la realidad, no resulta productivo, aunque sí tranquilizador para muchos, mistificar con reducciones absurdas sus implicaciones porque, tarde o temprano, todos saldremos perdiendo de alguna forma más o menos sustancial.
Así, si la democracia fuese sólo motejar de democrático a algo que se hace o se quiere hacer, la democracia sería un teatro verbal de ilusiones sin efectividad ni garantías para las partes implicadas. Un ejemplo de esto, otro más, tiene su reciente escenificación en las pretensiones de autodeterminación del Gobierno catalán, que ha apelado a una democracia de urnas sin garantías, algo así como a una representación pixelada de algo que se podría hacer, con más tiempo y más cabeza, de una forma sin duda más beneficiosa y sana para todos los actores implicados. No voy a entrar aquí a separar las múltiples hebras de este conflicto en el que se refugian muchas personas para no tener que hacer frente a las cosas de verdad importantes. Me interesa sobre todo, o más bien, señalar brevemente la facilidad con la que el que no piensa como nosotros es siempre un fascista.
Entregados al simplismo, muchos han creído que la libertad de expresión consiste en dejar caer lo primero que a uno se le pase por la cabeza sin necesidad de haberlo sometido a examen previamente. Piensan que pensar es un proceso instantáneo que no requiere duros esfuerzos o que, y esto es casi más engañoso aún, afrontar los problemas políticos anteponiendo el corazón al análisis es la clave de cualquier progreso social. Vemos que en Cataluña se apela recurrentemente a cosas más bien huidizas e intangibles como lo son las ideas de nación e identidad, dos conceptos que, si no están sujetos a prerrogativas tolerantes y aperturistas, dan siempre como resultado los mayores ejemplos de torpeza, atrocidad y miseria colectiva que se han dado a lo largo de la historia.
Son muchas las voces, de todos los colores y cataduras, que se han expresado, no necesariamente contra el referéndum en sí, sino contra las condiciones más bien desatendidas, deslavazadas y sospechosas en las que se ha inscrito; una crítica, esta última, que yo comparto sin reservas. Exigir moderación, a mi juicio, es siempre un síntoma, no de una vocación pasiva o reaccionaria, sino de todo lo contrario: como la idea es hacer las cosas bien para que estas puedan durar en estabilidad el mayor tiempo posible, parece más sensato optar por el esfuerzo y la paciencia ante un camino que es largo pero que, una vez finalizado, probablemente haya satisfecho con mayor grado de rigor las demandas y pretensiones exigidas por los contendientes.
Por desgracia, es contra este tipo de personas que optan por la cordura en tiempos de agitación contra las que se elevan los cacareos de los más autodefinidos como vanguardistas, unos vanguardistas que, como suele suceder en la mayoría de los casos, se piensan que su infantilismo es una forma de expresión adelantada a su tiempo. Basta leer la prensa, ver los telediarios o acercarse a las redes sociales para comprobar que abunda el facilismo de los símbolos, de la ensoñación excluyente y vengativa, del sarcasmo insustancial y el insulto barato y directo.
Nunca he podido comprender cómo la gente se entrega extasiada a defender el lugar en el que arbitrariamente ha nacido, arremetiendo verbal, textual y físicamente contra aquellos a los que les parece que un país es algo más complejo que una bandera, unas costumbres heredadas y una determinada geografía. La facilidad para señalar y despreciar a los demás por no tener una visión tan simplificada de las cosas da cuenta hoy de la pobreza educacional de nuestras sociedades y del alcance de sus males: se hace más ameno quejarse y arremeter contra todo cuando se desprecia el atrevimiento de los que no quieren eludir el fondo de los asuntos. Y este es uno de los más auténticos problemas a los que nos enfrentamos en nuestros días: al del esplendor del simplismo que quiere cegar con miserias sonoras y visuales el libre examen de las cosas.
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