'Fariña', el libro y la serie que encontraron su comedia bufa
En este montaje se recurre a la comedia, la sátira, la retranca, la música y, sí, también a los momentos emotivos.
En esa tendencia teatral en la que se reponen obras con frecuencia y en cortas temporadas de la que se hacía eco este blog la semana pasada, llega Fariña de José L. Prieto y Nacho Carretero al Teatro Cofidis Alcázar para estas Navidades y más allá. Obra que ha triunfado entre el público en Galicia, donde se estrenó, y luego en las Naves del Español en el Matadero de Madrid. Viendo el reestreno, con esa mezcla de público y de famosos habitual, tiene toda la pinta que de nuevo triunfará, venderá entradas porque divierte y entretiene al personal sin rebajarlo a mero receptor de experiencias, haciéndolo consciente de qué se está hablando.
Y es que en Fariña se está ante un teatro documental, procedente del best seller de no ficción y la serie del mismo título, que recurre a lo que siempre hicieron los cómicos. A saber, bufarse de la sociedad en la que viven para hacerla ver sus dobleces, sus incongruencias, el mal. Sacar a la superficie lo que el poder trata de esconder o califica como algo serio y complejo para dilatar el ponerse a resolverlo.
En este caso, la bufa se hace de la historia del narcotráfico en Galicia. El círculo vicioso en el que primero se trabaja para ellos y luego se consume para ellos, mientras el cuerpo aguante y no llegue la tan temida sobredosis mortal. Una epidemia que diezmó a la joven movida gallega, madrileña y de cualquier parte de España y a los que los siguieron. Y la convirtió en un mito del que, Almodóvar aparte, no sacó ninguno de los frutos prometidos y menos la modernización de un país, que sigue necesitando ponerse al día, como se puede comprobar en la actualidad abriendo cualquier periódico o viendo cualquier noticiario.
En este montaje se recurre a la comedia, la sátira, la retranca, la música y, sí, también a los momentos emotivos. Esos que cortan la respiración. Como el de aquella madre, poco reivindicada y de la que nadie recuerda su nombre, que se lanzara a la calle para señalar a quién había enganchado a su hijo y no lo soltaba. Ella y todas las que se vieron golpeadas por esta epidemia, y la siguieron, que se subieron al miedo que suponía enfrentarse al narco y cercaban pazos y palacios de los traficantes señalando a la fuente de su descontento. Recibiendo en esta obra, tal vez, el homenaje y reconocimiento que nunca tuvieron, a parte de la película Heroína de Ángeles González Sinde. Un homenaje popular que pone un nudo en la garganta de la platea, a tenor del silencio que se oye en la sala.
Es esta claridad con la que se expone el cómo una sociedad favorece y fomenta lo que detesta lo que quizás haya molestado a la crítica. Una crítica que no ha dejado de alabar la fluidez con la que trascurre su hora y cuarenta y cinco minutos, lo bien que están las transiciones entre escenas, unos actores y actrices que, como elenco, al completo, merecerían un Max, una escenografía eficaz y eficiente y una buena banda sonora con un tema original de Novedades Carmhina. Pero que de alguna manera parece molesta con su aparente simpleza, porque todo lo que se cuenta, se cuenta de una manera que se entiende, de forma directa y popular. Es lo que es, y a los críticos solo les deja describirlo.
Y es que, entre canciones, mojiganga y risas, queda claro que la droga mata. Mata a los individuos que la consumen. Mata a sus familias que se desesperan para sacarlos de su adicción. Mata a una sociedad que para favorecer el tráfico se corrompe desde el consumidor al productor. Mata a la política porque corrompe al que legisla y al que tiene que hacer que la legalidad se cumpla.
Así muere una sociedad, se empobrece, van desapareciendo los espacios públicos, en los que se puede hacer política y la posibilidad real de desarrollo. Se pierde talento, mucho, y el poco que le queda lo tiene que dedicar al improductivo trabajo de deshabituar a toda una sociedad a la que el círculo vicioso de la droga, su consumo y comercio, solo le deja ir a por la siguiente dosis, ya sea del producto o del dinero. Ambos tóxicos, porque lejos de enriquecerla en su conjunto, enriquece a unos cuantos, pocos, que caciquean, crean dependencia física y mental, atemorizan y someten por la fuerza, por la violencia. El narcoterror que ya se ha impuesto en México y que se importa desde Colombia y otros países productores con cada cargamento que llega a los 1.498 kilómetros de la enrevesada costa gallega como a cualquier otro lugar en el que se reciban.
Una obra que sabe mostrar la devastación que provocan la heroína y la cocaína, esta última después de organizar a una fiesta en las butacas, lo que corta muy bien el rollo del personal. Pero olvida que el hachís no es ese marroquí simpático y agradable que se ve en escena. Que también produce adicciones peligrosas. Y que el gran repunte de psicosis graves que hay en España, esquizofrenias y paranoias, y otras lindas enfermedades irreductibles a cualquier tratamiento, se deben a su consumo. Vamos, que no da para esas risas.
Mostrar muestra todo lo que se ha contado anteriormente. Hacerlo evitando, en general, el riesgo de ser complaciente con el consumo de drogas, como ocurre en la mayoría de las series, películas y canciones que se escuchan sobre el tema. Evitando, también, convertir a los narcotraficantes y contrabandistas en héroes y/o llenando de glamur y atractivo el mundo del narcotráfico. Hacerlo como bufones, sabiendo poner respeto en donde es necesario y a quien lo merece en esta historia, no es nada fácil, aunque lo parezca. Tampoco es simple, aunque sea directo, y acierten con el dardo en la diana, en el objetivo. Exige un gran esfuerzo y conocimiento del medio teatral. El que refleja la cara de los actores y actrices, cuando se han apagado los focos, y, en la calle, desde una terraza se les ve pasar quizás a cenar o a tomar algo antes de irse a la cama, para, mañana, volver a contarlo. Volver a acertarlo.