Esto es una revolución aunque no lo parezca, y lo demás es melancolía
Hay una frase hecha: el esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Cada cambio de cierta intensidad que afecte al modo de vivir, a los negocios, a los equilibrios sociales, a las formas tradicionales de trabajo, a lo estable, encuentra, de entrada, una reacción contraria. Y, en mucha ocasiones, una sensación de fin del mundo, al menos tal como lo conocemos. De nuestro mundo particular, del mundo de nuestro entorno, del mundo de nuestros oficios, del mundo político, del mundo de nuestras religiones y magias...
Aunque muchas veces serán falsas alarmas, que se van como han venido, otras producen, en efecto, cambios profundos que llegan para quedarse; aunque en la mayor parte de los casos, se quedan coexistiendo con lo anterior.
Cuando a partir de 2007/2008 llegó la crisis, un sector que la sufrió de manera espectacular fue la comunicación y, muy en concreto, en primera instancia, los periódicos en soporte papel. Habían confluido varios factores: la crisis económica, que al empobrecer a las economías familiares retrajo la compra de diarios y revistas, el aumento de los costes, la caída abrupta de la publicidad, motivada por la ruina de muchas empresas... Y por la competencia de los nuevos medios digitales.
Por supuesto, una de la claves del caso español, más grave que otros, aparte de las circunstancias generales de la economía, fue la miope y poco profesional respuesta de muchos editores. Habían crecido por encima de las posibilidades racionales, endeudándose hasta extremos de máximo riesgo. Se buscó, pues, un culpable ajeno, y se encontró: el mundo de papel y tinta en el que vivíamos, se dijo, estaba siendo derribado por invasores bárbaros escondidos en las nubes de internet. Y se dio por cierto... mientras una errónea y suicida estrategia comercial entorpecía la accesibilidad al producto, finalmente atrincherado tras los mostradores.
No se sacó ninguna enseñanza de casos prácticos muy a mano: por ejemplo, una visita a El Corte Inglés. Pero, primero, recordemos el episodio del 'Tergal', ese invento francés de tejido hecho con fibras artificiales que mejoraba todo lo conocido hasta entonces. No se arrugaba, no encogía cuando se lavaba, no desteñía, la plancha hacía milagros. Era perfecto. Demasiado, pensaban algunos.
El sector ganadero y agrícola –repasen hemerotecas- vaticinó su hundimiento y la consiguiente catástrofe mundial. Si la piel de los animales ya no tenía utilidad; si la lana y el algodón iban a ser sustituidos, si la seda natural ya no era imprescindible; si el lino tampoco tenía futuro... eso sería un golpe mortal para agricultores y ganaderos.
Aquí entra la visita a El Corte Inglés, o a cualquier comercio de moda, Zara, Springfield, Cortefiel, Massimo Dutti, Mango, elija usted mismo: lo que prevalece es la mixtura. Las mezclas. Una gran parte de las prendas, desde calzoncillos y bragas a abrigos de alta costura, combinan lo natural con lo artificial. El poliéster con el algodón, o con la lana, o con la seda... Pero también hay una gama solo natural, algodón, lana o seda cien por cien; y solo artificial, poliéster en sus diversas formulaciones y apariencias cien por cien. Y en todos estos casos puede haber alta calidad de alto precio, con marcas famosas, o calidad media o baja a medio o bajo precio.
Hubo quien predijo que al periódico en papel le quedaban dos rotativas. Recuerdo que grandes periodistas y editores lo vaticinaron... hace una eternidad de por lo menos veinte años como algo inminente. Es cierto que han caído las ventas, y más que caerán, pero también hay que contar que habían alcanzado un pico artificial. Una millonaria inversión en promociones ayudó a conseguir un 'falso positivo'. La gente cayó en un efecto 'Huevo Kinder': que compraba el huevo para llevarse el marcianito que había en su interior. Lo mismo que una hamburguesa McDonald. Así pasaba en los kioskos. Comprar un periódico era llevarse también números para un jamón, para una bicicleta, para una revista... y hasta para un pequeño lingotito de oro.
Ahora es el sector del taxi el que tiene vértigo del precipicio. Nuevas fórmulas de esta actividad, impulsadas desde internet, han provocado un sentimiento de indefensión, de impotencia. De acostarse un día teniendo la vida resuelta, con mucho esfuerzo, a tener todo en estado gaseoso. Del mañana como seguridad al mañana como incógnita.
Es lógico. Yo tenía un tío que era jefe de Telégrafos en Puerto de La Cruz (Tenerife). La oficina tenía cuatro o cinco trabajadores; y el día de mayor actividad, cuando coincidía un lleno turístico con una semana de exportación frutera y quizás alguna muerte de gente conocida, entraban y salían un máximo de 150 o 200 telegramas. Estos días de 2018, entre e-mails, mensajes de móvil y wassap, esa es la cantidad que tengo que despachar desde mi IPhone.
Pero telégrafos y correos no han desaparecido; han cambiado profundamente. Han tenido que combinar lo antiguo con lo moderno. AMAZON probablemente desplazará a aquellos negocios que no le imiten, como ya hacen algunos, Inditex, El Corte Inglés, y decenas de miles de industrias y comercios que han entendido que la digitalización no es solamente comprar ordenadores, sino aplicar ideas.
Pero hay otro efecto colateral de AMAZON, etcétera: gracias a sus cientos de millones de cajas de cartón ayuda a que haya menos incendios en España. La madera de los eucaliptos y pinos sube de precio, y a los cientos de miles de propietarios de montes en el norte de España les interesa más que nunca cuidar y vigilar sus propiedades. A ellos, a los maderistas, a las industrias que piden más madera, a los trabajadores... Y a la Xunta de Feijoó que está en la escalera pero no se sabe si sube o si baja.
Al principio de este terremoto digital, cuando la generación Gates mató a las generaciones Gutenberg, algunos dieron por finiquitada la edición de libros. Es cierto que aquel negocio de las enciclopedias y las colecciones para bibliotecas de apariencia desapareció de la noche a la mañana. Wikipedia participó en el funeral; la RAE, a pesar de sus solemnidades, supo evolucionar, y hoy el Diccionario está en la red. Los libros científicos son accesibles a través del ordenador y las universidades o centros de investigación están suscritos a una inmensa y universal biblioteca digital.
Pero los libros en papel, de todos los géneros, siguen vendiéndose y recuperando mercado. Lo mismo que las revistas: solo hay que fijarse en las cafeterías, hoteles, consultas, cómo la gente se las disputa, a pesar de que con una mano pasen las hojas y con la otra atiendan el móvil y hasta escriban con el dedo gordo, una habilidad que, lo confieso, me supera y me admira.
Los taxistas tienen que aceptar la realidad, e integrarse en ella. Pero a su vez los poderes públicos tienen que legislar para que no se pierda el principio de igualdad, se respeten las reglas del juego, y no haya abusos por papanatismo. Así como controlar que los derechos constitucionales y las leyes que de ellos emanan no solo afectan al mundo analógico sino también a la esfera digital. No puede haber distingos ni privilegios ni zonas de penumbra.
Un ordenador no puede convertirse en un señor feudal amparado en el vértigo de internet, que va por delante de la imaginación. Los modelos de empleo esclavista que están apareciendo, esos 'falsos autónomos' –los casos más flagrantes son los repartidores a domicilio- , no pueden zafarse de la legislación laboral y del amparo sindical. El bla, bla, bla, siempre encubre una trampa.
Pero también el gremio de los taxistas tiene que hacer una autocrítica, que no es solo la crítica de automóviles, como creen algunos sectores de la universidad pública. La competencia es básica en toda actividad. Los taxistas tienen mucho que hacer, mucho que aprender y mucho que renovar. Y que inventar.
A veces, y a falta de dar con un invento maravilloso que lo arregle todo, lo más aconsejable es copiar. Y aprovechar las enseñanzas del enemigo o del competidor. Las tiendas de aceite y vinagre que imitaron a los primeros supermercados que vieron por la tele en blanco y negro han dado lugar a muchas grandes y exitosas superficies comerciales.
El llamado 'turismo vacacional' –asimismo movido por intermediarios en una red sin escrúpulos- es otro de los grandes desafíos que tienen ciudades y pueblos. No solo por ser una competencia desleal, sino porque es un torpedo contra la convivencia social. La convivencia en los barrios y en los edificios se ha conseguido con años de relación y ajustes.
Todo eso quiebra cuando irrumpen turistas que llegan para divertirse, beber hasta el desmayo, cantar a deshora... sin respetar el modo de vida de los vecinos, encima, tan low cost que no dejan ganancias sino pérdidas. Y, lo que es socialmente gravísimo, expulsando a los residentes al alterar artificialmente el precio de los alquileres con una actividad turística que ocupa a las bravas un área urbanística residencial.
Y vienen más curvas.