Esto es lo que aprendí viajando sola por Europa con 57 años
Cuando era niña, siempre soñaba con viajar por Europa con una mochila. Mi revista favorita era la de National Geographic y, cuando llegaba al buzón, corría para adelantarme a mi padre y leerla de cabo a rabo. Ahorré lo suficiente para hacer realidad este sueño pasada mi graduación del instituto a los 17 años, más o menos.
Pero en vez de eso, me casé y formé una maravillosa familia. En vez de caminar con la mochila a cuestas por la ribera del Sena, trabajé en una tienda de música y estudié un grado superior. Los siguientes 40 años pasaron volando y no fui capaz de sacarme de la mente ese sueño. El año pasado, decidí volver a leer los antiguos artículos, las notas y las ideas de lugares, comidas y museos que quería experimentar. Sentía que, al haber formado una familia tan joven, me había perdido la ocasión de ver mundo mientras trabajaba, estudiaba y dirigía una empresa próspera. Nunca tuve suficiente dinero para viajar al otro lado del océano. Las vacaciones eran un fin de semana en Disneylandia, una visita a un museo local o medio día en una ciudad que estuviera visitando por motivos de trabajo. Era ahora o nunca.
En 2018, con 57 años, decidí hacer el equipaje y viajar en tren con mi vieja mochila Jansport por Francia, España y Portugal. Algunos familiares pensaron que había perdido la cabeza. Mi hija y mi hijo estaban emocionados por las aventuras que iba a vivir y yo estaba entusiasmada por la idea de visitar lugares exóticos sin nadie que me distrajera de admirar los lugares turísticos, disfrutar la comida y absorber la cultura. Quería aprender a bailar flamenco en Sevilla y el Charleston en París. ¡Hice ambas cosas!
Unos pocos años antes, había planificado un viaje en solitario para recorrer Estados Unidos utilizando la aplicación Couchsurfing. Conocí a muchísima gente con ganas de ayudar que me enseñaron partes de la ciudad que de ningún modo habría conocido alojándome como una turista más en un motel. Aprendí que el miedo a lo desconocido se puede superar si estás segura de haberte preparado y conoces tu entorno.
Decidí llevarme solamente una mochila normal y me pasé semanas haciendo que mi hija sacara la báscula para pesar cada posible muda de ropa, artículos de higiene y medicamentos. Había pensado que la mochila, aunque pesara, sería más sencilla de manejar que una maleta con ruedas en las escaleras del metro, en las calles empedradas, en los siete vuelos que tomaría hasta llegar al apartamento de París y en los buses abarrotados. Tenía el beneficio añadido de que contaría como entrenamiento físico para ayudarme a cargar más peso y que sería un posible escudo ante problemas inesperados.
La idea era pasar una semana en París, pero prolongué mi estancia para encontrarme con una amiga de Bombay que conocía de la universidad. Utilizaba una combinación de Airbnb y hoteles y planificaba mi estancia con calma con no más de una semana o dos de antelación. Si no lograba encontrar una buena oferta de Airbnb, me alojaba en un hotel durante una noche o dos hasta que encontrara una. En un principio, el plan era pasar una aventura de un mes y solo había comprado un billete de ida a París. Sin embargo, con el pase de tren Eurail, pude viajar a España y Portugal antes de pasar otra vez por París para volver a casa.
No me sentí en peligro en Barcelona, que tiene reputación de ser el paraíso para los carteristas. Tenía candados en los bolsillos de mi mochila y en todas mis cremalleras. Llevaba pantalones cortos con bolsillos ocultos, bebía solamente un vaso de vino de manera ocasional con la comida y mantenía los billetes pequeños separados de los grandes. No me aventuraba lejos de mi alojamiento tras el anochecer y permanecía ojo avizor a mi entorno. Conocí a algunos atentos lugareños que me orientaron y me ayudaron con las peculiares máquinas para comprar los billetes de metro. Sabía que había gente buena por el mundo, solo necesitaba saborear más esa experiencia.
París fue una reintroducción a una cultura veloz, penetrante y esplendorosa. Caminaba un montón de kilómetros diarios y sentía el peso de mi mochila cada vez que cambiaba de alojamiento y tenía que atravesar la ciudad y hacer turismo cargando con 10 kilos extra. En casa, me considero intencionalista con los objetos, que es una especie de minimalismo. Cuando estás en París con la mochila llena al 90%, no la saturas con souvenirs. No tardé en aprender a disfrutar de lo que veía sin sentir apego ni la necesidad de llevarme París a casa en otro sitio que no fuera el corazón y los recuerdos. Así fue en todos los lugares maravillosos que visité en mis 11 semanas de viaje.
Aprendí a confiar en mí misma y quise aprenderme las calles, los puntos de interés y los barrios en vez de apoyarme en el móvil para orientarme. No me daba apuro preguntar direcciones, comer sola o compartir mesa en cafeterías abarrotadas. Me volví mucho más segura hablando francés y español, aunque fuera de forma desastrosa. Vi que la gente comprendía mi esfuerzo, mis intenciones y mis gestos llamativos y desenfrenados.
La mayor parte de mi vestimenta consistió en pantalones cortos, una falda de seda, unos vaqueros Levi's y camisetas. Fui añadiendo y eliminando para ajustarme al clima y a mi entorno. Me compré una camiseta de fútbol de Francia y tiré mi camiseta lisa. En España, me compré un traje de baño y una blusa y tiré otra camiseta. Llevaba (cargaba, más bien) unas botas de cowboy para un evento de polo en España. Pensándolo bien ahora, reconsideraría el calzado que escogí.
Mediante mis cábalas a la hora de preparar la mochila, empecé a comprender mejor las cargas que arrastramos con nosotros y que a veces sería mejor dejar atrás. Perdoné a la versión joven de mí misma por decisiones que mi versión mayor jamás habría tomado. Empecé a dejar salir una culpabilidad y rabia acumuladas durante toda mi vida por la oportunidad perdida cuando me di cuenta de que todas las decisiones que he tomado me han convertido en la adulta responsable y agradecida que soy hoy.
Cuando llegué a Portugal, mi casa de Colorado se encontraba en el camino de un enorme incendio forestal que avanzaba rápido. Solamente pude mandar mi apoyo a distancia mientras mi hija trasladaba a nuestros caballos a un lugar seguro y preparaba el equipaje para una posible evacuación. Tuve una extraña sensación de calma al saber que tenía que dejar marchar todo apego a mis pertenencias y a mi vivienda. Creo que estar en continuo viaje con la mochila me ayudó a aceptar esa posibilidad. Me sentí más libre siendo consciente de que podría vivir pasase lo que pasase a mi mundo material mientras todos estuviéramos bien. El incendio fue controlado a solo ocho kilómetros de nuestro rancho antes de que yo volviera a casa.
Dicen que los viajes cambian a las personas. Esa es mi verdad. Ahora confío todavía más en mis propias decisiones y reflexiono cuando otra persona intenta imponerme sus ideas. Celebro las diferencias culturales como parte del rico tejido de la vida y soy una persona más tolerante e incluso acogedora gracias a ello. Ahora sé que perder un tren no es el fin del mundo ni algo por lo que haya que preocuparse. La vida se va abriendo paso a su ritmo.
Este post fue publicado originalmente en el 'HuffPost' Estados Unidos y ha sido traducido del inglés por Daniel Templeman Sauco.