Esta noche mando yo: Clases de cocina
La clase privada fue espectacular. Dos horas de sexo pasional con un hombre entregado y apasionado.
Hola, soy Nuria. Tengo treinta años y trabajo como editora en una editorial de literatura romántica, cosa que es una ironía porque mi vida sentimental es casi inexistente. Vamos, que conozco a más hombres interesantes en la ficción que en la vida real, pero eso nos pasa a todas las que leemos romance. Leemos cientos de párrafos que nos describen al hombre perfecto; alto, guapo, seductor, dispuestos a cambiar sus malos vicios por nosotras, que nos rescate de nuestra vida sin sentido al no tener pareja y que haga el amor de una forma espectacular… Y cuando nos topamos con la cruda realidad nos frustramos al no encontrar un espécimen que reúna todas esas maravillosas cualidades. Aunque me hago una pregunta; ¿de verdad necesitamos a un tipo así? Quizás para un rato esté de lujo. Sobretodo lo del sexo salvaje… Pero, personalmente, no necesito que nadie me rescate de mi vida porque es increíble con pareja o sin pareja. Tengo un trabajo que me apasiona y me hace sentir realizada. A mis amigas no las cambio por nada del mundo. Siempre estoy viajando y probando cosas nuevas. No, sinceramente no necesito un hombre con infinidad de virtudes, seguramente sea un engreído vanidoso y eso eclipsaría todas sus cosas buenas. Aunque, insisto, que para disfrutar de un buen orgasmo si el chico está calladito podría hacer el esfuerzo de quedar con él.
La sociedad nos mete en la cabeza la ridícula idea de que nuestra vida tiene que ser perfecta; debemos tener el coche perfecto, el trabajo perfecto, el novio perfecto (y si es marido mejor) y nosotras tenemos que ser perfectas. A veces existe una absurda competencia por ver quién es más perfecta, sobretodo en el trabajo.
—He tenido una perfecta cita de mierda — confesé un día a unas compañeras después de una velada con un chico aburridísimo.
—Mi cita todavía ha sido más perfecta de mierda—añadió otra compañera—. Me dio plantón—y sonrió orgullosa.
¡Felicidades!, tuve ganas de decirle. A lo que iba, que me voy por los Cerros de Úbeda. Por culpa de esa idea de perfección que nos vende la sociedad, decidí intentar hacer más perfecta mi vida. Mi vida sentimental. Me inscribí en un curso nocturno de cocina para solteros. Había visto la publicidad en las redes sociales y me resultó simpática la propuesta. La cocina no era mi fuerte y me pasaba todo el día leyendo manuscritos en el trabajo. Así que tenía las noches libres y unas ganas terribles de aprender a cocinar algo que no fuese un sandwich de pavo y tomate o una tostada con aceite. Comenté la idea a mis amigas y me animaron a que probara suerte.
—Haces bien en aprender a cocinar. A los hombres se les enamora por el estómago—bromeó mi amiga Ana.
—Ni caso. ¡Que te cocinen a ti!— exclamó Fiona—. Esos cursos son un picadero para solteros y seguro que conoces a alguien que te guste.
El curso no era muy caro y me inscribí por Internet. Una semana después caminaba en dirección al local de cocina nocturna. Me puse unos vaqueros cortos y una camiseta blanca ajustada. En un primer momento, recogí mi melena rubia y me hice una coleta para sofocar el calor de agosto, pero después de mirarme al espejo la solté porque me favorecía más si bailaba al aire. No quería ir muy despampanante, si el curso era práctico daba por hecho que nos íbamos a manchar. Mi sorpresa fue, cuando llegué a la sala donde se impartía la clase, ver a las personas que se habían apuntado más arregladas que para ir a una boda. ¿Íbamos a cocinar o a bailar a la discoteca? Había cuatro chicas y tres chicos. Una llevaba un vestido corto negro, otra un peto rojo precioso ¡Me enamoré del peto y quise arrancárselo para hacerlo mío! Y las otras dos iban más informales, una con una falda y una camisa y con un short y una camiseta rosa. Los chicos parecían amigos y que se habían apuntado sin saber muy bien a dónde iban, o eso pensaba. Eran los tres muy atractivos y vestían con vaqueros cortos y camisas. Me arrepentí de estar allí, pero hice un esfuerzo mental para salir de mi zona de confort y conocer gente nueva.
Un hombre tremendamente guapo dio unas palmas y nos saludó. Parecía que era quién mandaba en la sala. ¡Ufffff! Y en mi cama también le hubiese dejado darme algunas pautas. Su piel era oscura al igual que su pelo. Tenía los ojos marrones y los labios carnosos. Calculé que tendría unos cuarenta años y me embobó con su preciosa sonrisa.
—Buenas noches. Gracias por asistir a este curso de cocina. Me llamo José y mi intención es que esta noche disfrutéis y cenéis de maravilla con el trabajo que hagáis con vuestras manos— bromeó—. Os juntaréis por parejas y cocinaremos una quiche de verduras.
El profesor hizo las parejas. Me tocó con un tal Sergio. Parecía simpático. Nos saludamos y comenzó a contarme su vida. Era abogado, tenía treinta y dos años, le gustaba jugar a futbol (¡qué sorpresa!) y salir los fines de semana a la montaña… No paraba de hablar, no daba tregua. Apenas podía escuchar las instrucciones de José para realizar nuestro plato. Resultó ser un pesado hedonista que le encantaba hablar de sí mismo y no se preocupó en saber nada de mí. Se pasó toda la clase parloteando, me tentó hacerle una factura y cobrarle mis honorarios como psicóloga. Porque aquella noche se deshaogó de lo lindo.
Dos horas después, todos tenían preparadas sus quiches menos nosotros que habíamos construido un revoltijo de huevos, nata y verduras. Si hubiese sido la competición de Master Chef nos habrían expulsado. José nos felicitó a todos y después de comer y charlar un rato, la gente comenzó a marcharse. Sergio me propuso ir a tomar unas copas, pero le dije que no podía ir. Ni siquiera me inventé una excusa, me había dejado agotada con tanta palabrería. El profesor al verme sola se acercó a mí.
—¿Qué tal lo has pasado?—se interesó.
¿Prefieres que te diga la verdad o una bonita mentira?—pregunté entre risas —. Mira mi quiche y tendrás la respuesta.
—¡Vaya! Si quieres puedo darte ahora una clase privada y lo compensamos.
La clase privada fue espectacular. Dos horas de sexo pasional con un hombre entregado y apasionado. Nos cocinamos a fuego lento.
—Parece que sí que cumples tus promesas—le dije jadeando después de varios orgasmos.
—¿Por qué?
—Porque esta noche al final he disfrutado mucho con tu trabajo manual—respondí feliz.
Aquella noche no aprendí a cocinar, no encontré novio, ni hice que mi vida sentimental fuese perfecta. Aquella noche me limité a dejarme llevar y a disfrutar. No fue perfecta, pero sí inolvidable.