Ese extraño castigo divino
El secreto que envuelve todo parto es ese: un dolor extraordinario que abre la puerta a una experiencia inolvidable.
Nací por parto natural: casi 13 horas de dolor y esfuerzo físico que mi madre suele llamar “el castigo bíblico”. Me cuenta que durante el día y un poco más en que estuvo en trabajo de parto, sintió tanto miedo como amargura y por último una íntima sensación de desastre — físico y mental — que no pudo entender muy bien.
Cuando finalmente nací, me cuenta que me tomó en brazos, exhausta y abrumada y le pidió a cualquier otra persona abandonara la habitación. Me explica que tenía la nítida sensación de estar a carne viva, expuesta, tan vulnerable como no lo había estado antes o lo estaría después en toda su vida. El tiempo parecía haberse detenido en mi llanto — o mejor dicho, con mi llanto — y para mi madre, mucho más joven de lo que yo puedo imaginarla ahora, esa idea era casi incomprensible. Dolorosa.
—Necesitaba un poco de paz — me explica — no te imaginas el estado mental que supone el momento del parto. No solamente se trata de dolor, que ya por si solo podría llevarte al límite de lo racional, sino esa sensación de que tu vida se acaba de transformar para siempre de una manera que no puedes imaginar realmente.
— ¿Te sentiste bendecida? — pregunté. Mi mamá me dedicó una mirada entre maliciosa y un poco triste—.
— Ser madre es un privilegio y nadie lo duda. Pero el parto es un hecho físico y es devastador. No me sentí bendecida o con deseos de expresar mi felicidad a gritos. Solo quería estar en silencio, tenerte en mis brazos. Sentía una cólera frágil que es difícil de explicar ahora, pero que de alguna manera describía no solo el dolor sino la soledad que el sufrimiento extremo te brinda. Nadie puede entender un dolor semejante.
Recordé las palabras de mi madre mientras veía el vídeo casero de un parto, que uno de mis contactos virtuales incluyó en su portada de Facebook. La madre, con el rostro tenso por el sufrimiento, gritaba hasta quedarse exhausta, sacudida por lo que parecía ser un dolor insoportable.
La cámara enfocaba la escena, cada vez más cerca, intentando no perder detalle: las manos apretadas de la mujer en la sábana, las piernas abiertas y temblorosas, sus lágrimas de angustia. Junto a ella, el padre la sostenía entre desconcertando y asustado. De hecho, toda la escena tenía un aire inquietante y desasosegante, aún más cuando la madre, entre jadeos, suplicaba “¡No me grabes!¡No quiero que me grabes!”. Aún así, la cámara nunca se alejó de su rostro. Jamás dejó de mirarla con una atención fría e incluso directamente violenta.
La escena me desconcertó. Me dolió. No solo porque considero el parto un hecho físico íntimo, crudo y de hecho traumático, sino porque también el momento más vulnerable de una mujer. Y hablo de un tipo de vulnerabilidad que muy pocas veces se analiza, esa que hace que su cuerpo — y su experiencia física como madre recién nacida — formen parte de una especie de ambigua curiosidad cultural. Me refiero al hecho que la maternidad — así, en general — se asume como un hecho que desborda a la madre, que la hace formar parte de esa mitología primitiva que hace que traer un hijo al mundo se considere no sólo un deber, sino un elemento casi simbólico.
Y es que el parto se mira muchas veces desde la perspectiva elemental de la costumbre, de la idealización absurda de una serie de ideas femeninas muy poco realistas. O como diría mi madre “una mirada egoísta a un sufrimiento muy real”. Me dice esa frase después de mirar el vídeo, con expresión incómoda.
—¿A quién se le ocurre colgar esto en una red social?
— A la misma persona que se le ocurre llamarlo “el milagro de la vida” —me burlo—.
Hace unos días, después de haber visto el inquietante video que comenté más arriba, me quejé vía Twitter del hecho de que un acto natural y privado como dar a luz, fuera explotado y sobre todo, trivializado de forma semejante. También hablé sobre que nadie parece entender muy bien que el parto es un hecho físico dolorosísimo y devastador para la mujer.
Al parecer sorprendida por mi comentario, alguien me insistió que el parto es “natural” y que la oxitocina (que según la inefable Wikipedia es una hormona relacionada con los patrones sexuales que actúa también como neurotransmisor en el cerebro) alivia los dolores para brindar una experiencia “casi poética” para la mujer y el bebé. Cuando se lo comento a Mayra, suelta una carcajada casi maliciosa.
—Es un error común: se asume que la mujer por el hecho de parir, está preparada física y mentalmente para aceptar no sólo el dolor físico sino la sacudida emocional que supone un parto natural — me explica — . Claro está, la consecuencia de eso es la altísima expectativa que se tiene sobre el comportamiento de la mujer y sobre todo, el hecho de asumir que toda mujer está preparada para afrontar un parto de manera idéntica. Una peligrosa noción de un evento médico tan violento como el parto y el comportamiento de la parturienta.
Me cuenta que la mayoría de los padres y familiares se sorprenden por los gritos y estallidos de furia de las mujeres que optan por el parto natural, precisamente llevadas por la idea romántica e idílica que pueden soportarlo.
—El parto es doloroso, y es una idea que hay que asumir — concluye Mayra — , lo que decidas más allá de eso, es algo extraordinario. Pero sí, es doloroso, es temible y es impactante. Creer que porque puedes soportar un dolor semejante serás peor o mejor madre, es una lamentable simplificación.
Mi madre ríe cuando le comento lo que Mayra me dijo y también mi interlocutor en Twitter, que siguió insistiendo hasta el cansancio que el parto “podía ser un evento familiar y social”.
—Valió la pena el esfuerzo, claro. Pero eso lo sabría después — me dice y sonríe, mirándose así misma, joven y desafiante, cansada y abrumada pero triunfante—.
Y pienso que quizás, el secreto que envuelve todo parto es ese: un dolor extraordinario que abre la puerta a una experiencia inolvidable. Una mirada elemental a nuestra natural necesidad de crear.